Opinión

De libertate virum

E l francés Louis Pasteur fue el primero en aludir a su existencia. A mediados del siglo XIX, presentó ante la comunidad científica su “teoría germinal de las enfermedades”. En dicha exposición, que surgió mientras trabajaba para erradicar los efectos de la rabia en los seres humanos, Pasteur explicaba que todas las enfermedades estaban causadas y propagadas por “un tipo de vida diminuta” que se replicaba hasta el infinito en un organismo enfermo.

Aún no tenía nombre.

En 1899, el microbiólogo holandés Martinus Beijerinck, introdujo por primera vez el término latino para definir este agente infeccioso: el virus acaba de ser presentado en sociedad.

El “virus”, que en latín significa “veneno” o “toxina”, es cien veces más pequeño que una célula humana y es la unidad biológica más común en la Tierra, superando incluso a los demás tipos de vida juntos.

Un virus tiene la capacidad de autorreplicarse utilizando la maquinaria celular y puede tener una enorme capacidad de mutación y de transporte, si bien todos los virus no varían constantemente en su composición, ni son todos iguales en su capacidad de transmisión. Algunos son exterminados por el propio organismo de forma natural, y otros sucumben porque anteriormente se ha llevado a cabo la vacunación adecuada. Otros, por el contrario, son letales en un porcentaje muy elevado del contagio. El ébola es buen ejemplo de ello.

Así pues, la presencia de un virus no viene acompañada automáticamente de una enfermedad (mortal o no), si bien es cierto que la sola evocación de su nombre nos procura a todas una preocupación extrema. Precisamente por esto, el presidente Nixon quiso emplear la palabra “virus” para referirse a Chile, país que presidía el socialdemócrata Salvador Allende.

El filósofo anarquista y profesor emérito de lingüística del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el norteamericano Noam Chomsky, aludió en el año 2009 a este preciso asunto en los siguientes términos:

“El Consejo de Seguridad Nacional, a principios de 1950, aseguraba que la mayor amenaza a los intereses de los EE.UU. en América Latina eran principalmente los regímenes radicales y nacionalistas –afirmaba Chomsky- que buscaban satisfacer las demandas populares, en particular las de mejora inmediata de los bajos niveles de la gente y promover el desarrollo de las necesidades domésticas. Estas tendencias –explicaba el filósofo anarquista- estaban en conflicto con la necesidad de un clima político y económico propicio para la inversión privada, la correcta repatriación de los beneficios económicos y el cuidado de ‘nuestras’ materias primas”. Brutal.

Y con respecto a Chile, Chomsky añadía: “cuando el Secretario de Estado, Kissinger, estaba planeando derrocar al gobierno democrático de Allende en Chile, en 1973, su Consejo de Seguridad observó que si los EE.UU. no podían controlar América Latina, mucho menos podrían controlar otros países del mundo. Los asuntos internacionales se manejan con una lógica mafiosa –aseguraba el lingüista norteamericano- y el Padrino no tolera la desobediencia. Es demasiado peligrosa”. Fue en esas precisas circunstancias, aludidas por Noam Chomsky, cuando Kissinger, utilizando la analogía del presidente Richard Nixon, advirtió de la peligrosidad de la situación y afirmó que “el virus [de Allende] se puede propagar por todo el mundo”. Fin de la cita.

Tras pronunciar esas palabas [recogidas en un informe desclasificado del Departamento de Estado de los EE.UU. y hecho público] el pronunciamiento del golpe de estado de Pinochet fue sólo cuestión de tiempo. El resultado es de todas conocido: Doctrina del Shock, caos económico, más de 40.000 víctimas, torturas salvajes, miles de desaparecidas, campos de fútbol convertidos en campos de concentración y doscientas mil exiliadas. Por primera vez en la historia se aplicaban en su totalidad en un país las tesis neoconservadoras (o nazis, que para el caso…) de la tristemente famosa Escuela Económica de Chicago, con Milton Friedman como ideólogo principal y consejero especial de Pinochet.

Bueno será apuntar que lo único que pretendía el presidente Allende era que los beneficios de las materias primas de Chile se quedaran en su país, y en no en manos de la ITT o de Pepsi-Cola, entre otras multinacionales que sólo empobrecían a las chilenas, sin ningún tipo de compensación. Ya lo decía Chomsky: la nueva Roma no acepta que las zonas conquistadas piensen por sí solas. Tremendo.

La intervención del Gobierno de los Estados Unidos en ese golpe de estado (lamentablemente, no es el único caso) quedó demostradísima y confirmada tras la desclasificación de 20.000 documentos oficiales estadounidenses. Quedó claro que los servicios secretos de Washington llevaron a cabo una minuciosa planificación del putsch, ascendieron a Pinochet al rango de carnicero supremo y aconsejaron cómo organizar la represión para cortar de raíz cualquier atisbo de protesta. Obviamente, las injerencias norteamericanas se llevaron a cabo con absoluta impunidad ante la ley. Nadie, desde 1973, ha podido reclamar ni reprochar nada a la Señora, ni a sus subordinadas. Un clásico.

Y si de verdad creen que todo esto es historia pasada, permanezcan atentas con los ojos de ver a la cascada de informaciones que se están produciendo con respecto a Venezuela. La miseria producida por el chavismo y la represión palpable de Maduro, conlleva nuestra evidente y tajante condena a la dictadura poseedora de reservas de oro negro. Pero camuflar la lucha por la Libertad tras la alargada sombra de los pozos de petróleo caribeños es un bluf burdo, asqueroso y sobradamente conocido. Esta actitud, que no responde a una defensa de la Democracia, esconde puros intereses comerciales y amenaza con acarrear sangrientas consecuencias, sin que a nadie parezca importarle un peso. El caso es que ese cuento es ya muy antiguo… pero siempre caemos. No aprendemos.

En Chile, la masacre social y económica tuvo, como siempre en estos casos, un único objetivo: aniquilar el virus de la Libertad. Otro clásico.

El problema reside en que no todas las guerras necesitan de metralla o de torturas para ser ganadas. Antaño, las Imperatrix tenían ejércitos de esclavas sirviéndolas a coste cero. Pero ahora, como todo evoluciona, les basta con inocularnos el antivirus apropiado para que sigamos con la cabeza gacha y la boca cerrada. Es el principio de la plantación de algodón de la sureña Virginia segregacionista. Es el principio de la explotación. Asco de realidad.

Y en esas estamos.

Para el Poder (el auténtico), el sistema perfecto es aquel en el que el stipendium que se concede a las productoras se reinvierte en el propio negocio, multiplicando los beneficios hasta el infinito. ¿No le suena? Pues debería.

Llevamos eternidades contemplando, tales vacas que ven pasar el tren (con honrosas y olvidadas excepciones) cómo, blandiendo estandartes imperiales, en cualquier tipo de trono de hierro se suceden las de siempre, con nuestro servil beneplácito. Y nosotras, sin verlo. Ceguera social en grado sumo.

Resulta preocupante que no seamos capaces de vislumbrar, entre tantas cuentas de resultados ajenas y porcentajes de rendimientos de las que mandan, las cadenas que nos están ahogando. ¿Tan complicado resulta verlo? Indignante debería considerarse que aceptemos, apenas sin rechistar, que los recursos naturales sólo estén para el provecho absoluto de las de siempre, mientras que nosotras (ponga usted el punto geográfico) nos tenemos que conformar con las migajas de la miseria y la basura medioambiental que nos dejan.

Es absolutamente inconcebible que estemos dando, con incondicional devoción, nuestro visto bueno al marchamo de mundo libre mientras que nuestras iguales se van pudriendo, en mayor o menor medida, en las escombreras del olvido por haber tenido la osadía de pensar que “Libertad, Igualdad, Fraternidad” debían seguir teniendo vigencia. Más allá de los colores. Más allá de los credos. Mucho más allá.

Finalmente, resulta del todo inconcebible que nosotras, que morimos en cualquier post colgado en las redes sociales por defender lo indefendible, seamos capaces de obviar que hay niñas que revientan de trabajar explotadas cosiendo camisetas de 2 euros o crías en edad de estar en aulas de primaria que mueren para que tengamos móviles de última generación. Queda claro, pues, que hay distintos grados de esclavitud, siempre según la latitud; la realidad también es así de cruda.

Quizás nos haga falta desempolvar la famosa frase de Mijaíl Bakunin: “no soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libres”. Debería ser un axioma. Debería…

¿No le parece entonces que ha llegado el momento de conjugar la palabra “libertad” en cualquier idioma y circunstancia, sin que importe la bandera o cualquier otro de tipo de consideración?

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero quizás (y sólo quizás) le resulte indignante que, a setenta años de su publicación, el “1984” del periodista británico George Orwell tenga más vigencia que nunca.

En su obra mítica, el escritor anarquista afirmaba, refiriéndose al pueblo, que “hasta que no tengan conciencia de su fuerza no se rebelarán y hasta después de haberse rebelado no serán conscientes…”. Probablemente ahí resida el verdadero quid de la cuestión.

¿Necesita alguna prueba más para darse cuenta de que seguimos remando en las galeras de siempre? ¿Son necesarias más evidencias para que caigamos en la cuenta de que nos doman para rechazar el librepensamiento y que arrojemos a la hoguera a quienes lo defienden? ¿Hacen falta más refrendos para que veamos que nos abducen para que nos fustiguemos las unas a las otras bajo el pretexto de una diferencia de color de piel o de un lugar de nacimiento, y siempre a mayor beneficio de las de siempre? ¿No somos capaces de entender que la próxima crisis terminará por liquidar los pocos derechos que nos quedan si no lo impedimos?

No obstante, en este H2SO4 seguimos pensando que no importan las dosis de pensamiento único que nos quieran administrar, porque la historia demuestra que no existe vacuna efectiva contra el virus de la Libertad. A diferencia de otros virus, su mutación es infinita e imparable y siempre acaba rebrotando cuando menos se le espera. Así, al menos, lo afirmó el presidente de Chile, Salvador Allende, quien minutos antes de ser asesinado aseguró que “tienen la fuerza y podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. Otra cosa es que nos lo queramos creer.

Quizás la pregunta que imperativamente necesitaríamos hacernos es: ¿ tal y como están las cosas, no es necesario un contagio masivo del “libertate virum” que nos cure de tanta sumisión? La respuesta parece tan obvia…

Nada más que añadir, Señoría.

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