Categorías: Opinión

Dando tumbos

Crispación a flor de piel. Ceuta está nerviosa, inquieta, a ratos colérica. Estamos atravesando un mal momento anímico. La duda, acaso terrible, surge al preguntarnos si estamos ante un hecho circunstancial, o si, por el contrario, hemos entrado en una espiral de tensión irreversible.
Es hora de calma, reflexión y responsabilidad. Desgraciadamente, carecemos de las tres cosas. Resulta muy complicado intentar pensar y debatir en una Ciudad asaltada por una amalgama de intereses espurios muy particulares generadores de un ruido ensordecedor que impide la comunicación. Cualquier argumento que no encaje en el “pensamiento único de la perfecta armonía entre las cuatro culturas” es automáticamente satanizado, y sus valedores enviados a la hoguera del descrédito con la mayor contundencia y celeridad posibles. Lo paradójico es que quienes así actúan lo hacen blandiendo los intereses generales de la Ciudad, cuando en realidad se están convirtiendo en sus sepultureros.
Es obligado, sin ánimo de ofender, fijar la enorme responsabilidad del Presidente de la Ciudad en esta perversión dialéctica. Juan Vivas debería ejercer el liderazgo social que la coyuntura histórica le ha brindado desde el más amplio y completo sentido de la responsabilidad. Y no lo está haciendo. Con una mentalidad muy cortoplacista, quizá cansado, quizá embargado por el vértigo, se ha dejado secuestrar por un interés electoral inmediato que le lleva a no asumir ningún compromiso. Utiliza con éxito diversos mecanismos de seducción que, aplicados de forma selectiva y sin conexión visible entre ellos, le permite aglutinar en torno a las urnas formas dispares, e incluso contradictorias, de entender el modelo de Ciudad. Este hecho produce un serio divorcio entre la política y la calle. Las instituciones reflejan una realidad limpia y pletórica marcada por una fuerte cohesión social, mientras que la vida cotidiana impulsa una dinámica social frenéticamente descontrolada (en especial entre la juventud) que nos lleva a fomentar una muy peligrosa y amenazante fragmentación interna.
Lo moralmente exigible a esta generación es analizar los fenómenos sociales que se están produciendo en nuestra Ciudad, con rigor y altura de miras.  Al margen de la propia contienda política, si se quiere. Pero es necesario hacerlo con valentía, sinceridad y profundidad.
El último episodio de la Barriada del Príncipe es un ejemplo perfecto para entender el fracaso colectivo que supone la ausencia de reflexión y generosidad que padecemos. Una operación policial extraordinariamente contundente, tanto en medios como en métodos, que supone una innegable convulsión en la Barriada, se sitúa en el espacio de la opinión pública como una furibunda dicotomía entre dos posiciones irreconciliables. Este planteamiento errático de la cuestión, nos induce a tomar partido obligatoriamente: o con los vecinos, o con la policía. El pensamiento subyacente es que la Policía representa el “orden establecido de toda la vida” y los intereses de la barriada, la eterna amenaza de “las hordas musulmanas que nos comen”.  Así quedó claramente expuesto en el periódico de referencia del PP (financiado con fondos públicos). Este modo de envenenar la convivencia, con la única intención de favorecer unos intereses parciales muy concretos, no se puede tolerar. Tampoco es admisible la inhibición de las autoridades. El Presidente de la Ciudad se esconde cobardemente ante la menor dificultad. En lugar de valorar políticamente los hechos y reorientar el debate público hacia una posición equilibrada, sin prejuicios, refuerza con su silencio la radicalidad emergente (quienes no se sienten criticados, se sienten apoyados). De la Delegación del Gobierno es mejor no hablar. Siempre dañinamente ausente.
Lo razonable hubiera sido el reconocimiento público de un error. Todo el mundo lo hubiera entendido. Con toda probabilidad, la decisión de establecer dispositivos especiales en la Barriada del Príncipe sea bienintencionada. Pero es indudable que se trata de una equivocación. No es justo someter a  miles de ciudadanos de bien a la tensión que supone vivir sitiado por controles policiales permanentes y sumamente intimidatorios. Los vecinos del Príncipe tienen derecho, como todos, a que los poderes públicos garanticen su seguridad; pero no tienen por qué vivir encañonados. Entre otras cosas, porque este tipo de actuaciones y situaciones, se pueden interpretar, y de hecho se interpretan, en clave de segregación. Las consecuencias de ello sólo pueden ser malas o peores. En el Príncipe suceden cosas, muy graves, que deben ser reprimidas en sus justos términos. Pero no se puede olvidar, porque es lo verdaderamente importante, que en aquella zona residen miles de personas buenas y honradas, que sólo quieren vivir su vida dignamente y en paz; y luchan diariamente contra todo tipo de adversidades para buscar la felicidad de los suyos. El Príncipe necesita la comprensión y el afecto del resto de ceutíes, no su repulsa consciente o inconsciente, explícita o implícita.
Como casi todos los problemas graves de Ceuta, cuando se analizan, terminan por desembocar en el auténtico nudo gordiano, que es la convicción (o no) en la posibilidad de modelar un tipo nuevo de ciudadanía fundamentado en la interculturalidad. Es el elemento transversal que todo lo impregna y condiciona. ¿Nos sentimos capaces de fusionar las dos culturas que conviven en esta hermosa tierra? ¿O seguiremos pugnando anacrónicamente por una supremacía jerárquica de una sobre la otra en un absurdo viaje hacia la nada? Un requisito insoslayable para resolver esta encrucijada en positivo, es el reconocimiento (no necesariamente culpable) del sentimiento racista que sigue prendido en el interior de nuestro cuerpo social. La única forma de curar esta enfermedad del alma es aceptar su existencia. A partir de ahí, y siendo conscientes de la dificultad y la complejidad que comprende, iniciar un largo proceso educativo que alumbre una nueva era protagonizada por la juventud. Sólo con ánimo ilustrativo, podemos establecer un cierto paralelismo con otra patología autodestructiva como el alcoholismo. Sólo se comienza a curar cuando la víctima dice: “me llamo…., y soy alcohólico”. Mientras tanto, seguiremos dando tumbos.

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