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Cultivar nuestro jardín

Algo importante falla en nuestra concepción de la política. Tendemos a confundir la política con los partidos políticos y con el Estado. Sin embargo, la política tiene que ver con los ciudadanos y su implicación en  los asuntos comunes.

Sin ciudadanos no hay “Polis” que merezca este apelativo. En el idioma anglosajón es frecuente  utilizar dos términos para referirse a las ciudades: “town” y “city”. Respecto a esta última palabra, no existen dudas a la hora de traducirla como “ciudad”. Sin embargo, el término “town” no tiene una traducción tan clara. Muchos la consideran sinónima de “city” y la traducen como ciudad. Pero no son lo mismo. Tampoco encaja con lo que en España llamamos “pueblo”. Para entender la diferencia entre “town” y “city” debemos fijarnos en el modo que utilizan ambos conceptos autores como Patrick Geddes, pionero del urbanismo en Europa. En su diagrama de la espiral de la vida, Geddes relacionaba el “town” con el escenario de la vida práctica sencilla. Un escenario articulado por la triple ecuación recursiva de lugar, trabajo y gente. Para llegar a la “city”, -a la ciudad propiamente dicha, aquella en la que ofrece a los ciudadanos la posibilidad de lograr una vida plena y efectiva-, hay que adentrarse en el mundo de adentro y atravesar los pocos transitados reinos de las experiencias sensitivas y emotivas más gozosas, y de los pensamientos más elevados y transcendentes. Sólo aquellos ciudadanos que han hecho este camino llegan a conocer y disfrutar del sentido profundo de una Ciudad.
La mayoría de la gente vive en la superficie de su ser y no llegan a captar el espíritu latente del lugar en el que discurre sus días. Su existencia se reduce a un ir y venir de su puesto de trabajo, -quien tiene la suerte de tenerlo-, y a un ocio pasivo dominado por la visualización de un torrente de imágenes y sonidos en una pantalla de múltiples tamaños. Van por la calle absortos en sus preocupaciones cotidianas y no ven nada de lo que les rodea. Sus sentidos están aletargados y atrofiados debido a su escaso uso. De igual modo, están insensibilizados. Pueden cruzarse con personas necesitadas o sufrientes y no repararán en ellas. Han perdido su capacidad de emocionarse ante un gesto de alegría o de dolor, o ante la belleza de una flor. ¿Puede alguien así encontrarle un sentido a la vida? ¿Dónde encontrar consuelo a la duda existencial? Las religiones monoteístas han basado su éxito en ofrecer una explicación muy escueta y simple al gran misterio de la vida: todo es obra de un ser supremo al que se le debe sumisión absoluta. Sus mandamientos son de obligado cumplimiento y la doctrina de su fe incuestionable. Tales normas han impedido o limitado la búsqueda individual de la verdad mediante la filosofía y la ciencia, así como han entorpecido el pleno desarrollo de  la imaginación y la creatividad.
Siguiendo nuestro hilo argumental hemos llegado al papel de la religión en las sociedades humanas y hemos llegado a la misma conclusión a la que llegó Walt Whitman en su obra “Perspectivas democráticas”. El sabio Whitman afirmó que “en el núcleo de la democracia, en último término, está el elemento religioso. Todas las religiones, viejas y nuevas, están en ella. Y el esquema final no dará el paso adelante, envuelto en resplandecedora belleza y autoridad, hasta que éstas, portando el mejor, el más reciente fruto, que es el espiritual, aparezcan, definitivamente, plenamente”. Re-unir, re-ligar, es el verdadero fin de la re-ligión. Una religación basada en el amor. Esta fuerza, la del amor, es la única capaz de salvar al planeta y al propio ser humano de su imparable proceso de deshumanización. Un amor, como expresó Lewis Mumford, en todos sus significados: “amor como deseo erótico y procreación; amor como pasión y placer estético, degustando lentamente sus imágenes de belleza; amor como sentimiento de amistad y amabilidad, ofreciendo sus dones a todo aquel que lo necesite; amor como preocupación y sacrificio paternales; amor como milagrosa capacidad de sobreestimar su propio objeto, glorificándolo y transfigurándolo, y dejando para la vida algo que únicamente puede ver el amante. En este momento, necesitamos un amor redentor y universal como el mencionado, para poder rescatar a la propia Tierra y a todas las criaturas que la habitan de las insensatas fuerzas del odio, la violencia y la destrucción”.
El amor, la bondad, es el principio básico que debería regir el binomio de la ética y la política. Esta emergente etho-política parte de esta renovada concepción de la religión que hemos expuesto en el párrafo anterior.  Una re-religión que conlleva una re-sacralización de la naturaleza. Durante buena parte de la historia de la humanidad, la naturaleza era considerada sagrada y objeto de rituales y cultos. No era un Dios vengativo y todopoderoso el que regía el destino de los hombres y de la tierra, sino una Diosa maternal que daba y quitaba la vida en un círculo sin fín. La Gran Diosa fue derrotada por el gran dios padre, Yahvé-Elohim, y desde entonces los seres humanos empezamos a dejar de participar de manera plena con la naturaleza. Fuimos dejando atrás el “Paraíso Perdido”, descrito por Milton, para adentrarnos en un territorio cada vez más estéril y deshumanizado.
Imbuidos por un renovado sentimiento de participación en la naturaleza y movidos por el amor, y no el poder, estaremos en condiciones de adentrarnos en la Ciudad, en el cuadrante de la vida plena. Es un espacio real, pero impregnado con la esencia del sentimiento y pensamiento trascendente, en el que el lugar se identifica con la naturaleza, el trabajo con la sinergética y las personas con la etho-política. En la Ciudad ideal el motor deja de ser la economía competitiva y lo sustituye el apoyo mutuo; los hombres y mujeres ya no buscan de manera afanosa dinero y prestigio, sino que aspiran a lograr una vida plena gracias al cultivo de la bondad, la verdad y la belleza. La política en la Ciudad deja ser una actividad de unos pocos para el beneficio de ellos mismos y otros pocos, para transformarse en la principal dedicación de todo el cuerpo cívico con la mirada siempre puesta en el bien común y en el aseguramiento de todas las personas tienen la posibilidad de llegar a ser lo que son.
Tal y como dijo Henry David Thoreau en su discurso de graduación en Harvard, “que los hombres sigan con autenticidad el camino que les indica su naturaleza y cultiven los sentimientos morales, viviendo vidas independientes y virtuosas; que hagan de las riquezas medios para la existencia, nunca fines, y no volveremos a escuchar una palabra sobre el espíritu comercial…Este curioso mundo que habitamos es más maravilloso que conveniente, más hermoso que útil; está más para ser admirado y disfrutado que para ser utilizado. El orden social de las cosas debería invertirse en cierto modo: el séptimo debería ser el día de labor en que el hombre se gane el pan con el sudor de su frente; los otros seis, su descanso dominical para el alma y los sentidos, para poder recorrer este amplio jardín y beber de los sutiles influjos y las sublimes revelaciones de la naturaleza”.
¿Hay algo de lo que acabamos de comentar sobre el concepto de Ciudad en la mente y los corazones de nuestros políticos y del conjunto de la ciudadanía? ¿Qué existencia es ésta que lleva a muchos de la cuna a la tumba sin haber probado el verdadero sabor de la vida?  Urge cambiar el sentido de la espiral de la vida. Para ello debemos simplificar al máximo nuestras necesidades materiales y centrarnos en la satisfacción de aquellas necesidades que promueven y estimulan el crecimiento espiritual. Unas necesidades de las que han surgido el lenguaje, la literatura, la poesía, la música, la ciencia, la filosofía, el arte y la religión. Creo que este cambio de paradigma existencial está emergiendo con fuerza en el mundo, pero no llegará a dar sus frutos si no lo cultivamos y favorecemos su crecimiento. Cada uno de nosotros estamos llamados a cumplir con la parte que nos toca que no es otra que “cultivar nuestro jardín” (Cándido, Voltaire).  Esta es la única tarea que no podemos delegar. Compete a todo y cada uno de nosotros cultivar nuestro espíritu y nuestra mente para contribuir al enriquecimiento de la sociedad y el fomento de la cultura y el arte.  

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