No puedo dejar de pensar en la soledad de las horas, plegándose unas contra otras para no parir nada. Miseria de vida la que se ve discurrir al lado de una ventana que no es sino segundero de minutos y mudos suspiros.
Pombo tenía una habitación que fotografió un conocido de Facebook donde cama, cuadros y libros se amontonaban como las horas y los segundos. No puedo quitármela de la cabeza. Sin haber estado en ella, puedo olerla, sentirla crujir y hasta saber cómo piensan los libros y los cuadros de ese ser que los cobija a todos, dándoles existencia.
Me reviene a la soledad que finge estar acompañada, que espera tras las cortinas y los vapores del sueño para renacer exultante y vertiginosa a altas horas de la madrugada. La soledad me parece terrorífica cuando antes tanto la deseaba porque la creía libre y entusiasta, creadora y prolífica.
En la Dana han muerto mayores de 70 en su mayoría, no sabemos si abandonados a la maldición de malvivir solos, aun con familia. Es la moral actual, el móvil, las relaciones fingidas y esporádicas y un entablado familiar donde sobran los ancianos.
Nuestros mayores, tan venerados en otras civilizaciones, en la nuestra actual no son sino quemadero de fondos y pensiones, en residencias que agotan la poca vida que les queda. Supongo que los que sobrevivimos a nuestros padres residentes en geriátricos, sacando bilis de aquella visión fantasmagórica de lo que debería ser una vejez cuidada, nos ponemos las pilas porque el gato escaldado del agua fría huye. Supongo que por eso nacen tantas propuestas de nuevos modelos de acompañamiento y convivencia. También los propios mayores han cambiado, ya no es extraño ver a gente de ochenta acicalándose, usando Tinder o excursionando , no en inmersos y memeces, sino en hoteles buenos de varias estrellas.
Los nuevos viejos queremos marcha, porque nos la merecemos. También se la merecían ellos, los que nos precedieron, pero como en las catástrofes, nos cogió desprevenidos y no estuvimos a la altura. No sabíamos qué hacer, ni cómo establecer que era bueno y malo, escogiendo lo que nos pareció más acorde con las circunstancias.
Mi padre murió en su casa, tal y como él había querido. Eso reduce el dolor, la pena y facilita un cierre, porque había disfrutado de una existencia larga y al ritmo que quiso. Pero mi madre, rivalizó con el Alzheimer y perdió la batalla bastante antes de fallecer, entre años de dependencias extremas. Tuvimos que internarla-casi veinte años antes- porque pensamos que era lo mejor para ella, por los cuidados que nos aseguraban a cambio de mucho dinero. No se imaginan el duelo que conlleva de frustración y penitencia tal decisión obligada.
Quien no lo haya vivido, no lo entenderá, ni siquiera los que están trabajando en los centros , a los que no critico porque hacen lo que pueden en un sistema que no está hecho ni para curar, ni para mejorar, ni para hilar esperanza. Las residencias, como las guarderías, son aparcaderos de almas, solo que a estos pobres se los aparca para siempre. La habitación de Pombo me ha traído un viaje chungo porque sé adónde se dirige. La soledad, el final del camino y el vaivén de las horas es lo que me regala, nada más. No hay nada que pueda atajar esta oscuridad. Ni un día soleado, ni el mar, ni el graznido fiero de las gaviotas, locas por galopar el Levante.
La vida se consume como una gominola en tres bocados y ni los cuadros, ni los libros, ni las fotografías hacen otra cosa que acumular epiteliales volátiles de nosotros mismos.