Opinión

La cuarta ola

No me lapiden -que no tengo la manicura hecha- pero lo veo muy negro. Igual que en el cuentecito del polaco Mrozek parecemos abocados a la fatalidad de ser árboles frente al progreso. Muchas veces me siento así… desubicada en un mundo que gira como loco sin importarle nadie.
A mí, las navidades no me dicen nada, pero sí mucho la salud de los míos. Mis padres son casi nonagenarios, estando igual que muchos otros en una situación precaria con respecto a esta pandemia que estamos soslayando según entendemos. Hay que ser racionales por primera vez en nuestra historia conjunta, pero dudo mucho que lo seamos porque los distintos estratos humanos – uno sobre otro, engarzados- nos impulsan a cometer las mayores de las locuras. Queremos tener más que ninguna otra cosa, ser más que creer, estar más que amar y el querer, el darse, el aprender y el entender han dejado de tener un significado excepto en el mundo de la sintaxis de profesores de lengua que desbrozan palabras desmenuzándolas en porciones iguales a quesitos del Caserio. Yo quise con locura y amé el brillo del espumillón y las luces fatuas que no llevan más que a la caja enorme que almacenas en algún lugar alto y apartado hasta el año siguiente. Eso cuando teníamos memoria y recuerdos y los humanos éramos hormigas que recogían lo pasado para hacerlo futuro, porque ahora- merced a esos que muchos critican de infectarnos el virus- vemos estanterías llenas de baratijas multicolores que nos llaman invocando al consumo y despilfarro. La Navidad se ha convertido en eso… en comprar, comprar y comprar. En cenar, en comer y engordar para luego correr al gimnasio a ponerse a dieta y hacer ayunos intermitentes y volver a empezar la rueda del hámster. Los influencers son los nuevos gurús de casi todo, la biblia internet y los adolescentes- Dios me libre que tengo dos- marionetas en aguas de múltiples hilos que los confunden y atosigan para que sean, tengan y estén. Sin estos círculos concéntricos de vanidad y soberbia, de estulticia y risas tan falsas como las luces de los árboles de Navidad no serían nada y quizás nosotros tampoco. Este año se verán reducidos los comensales en las mesas de familia, el cuñado de cuñado no podrá blasfemar en arameo, ni podrán criticar sus heroicos intentos de sacar cabeza para hacerse notar. Los abuelos deberán estar pertrechados- más les vale- tras muros de tranquilidad y pocas visitas que les traigan lo que ellos no pueden digerir, ni solapar. Las familias numerosas no lo serán tanto, disgregados a la normalidad de ser pocas sillas en una mesa común sin hermanos, tíos, primos ni sobrinos. Los que no usamos de estas gestas seremos los de siempre, empeñados en querernos, ilusionados con respirar con el pecho lleno de aire, sobrevivientes de la carretera, del progreso, de los virus impuestos y un sentimiento de tristeza, decaimiento y burla ajena. La cuarta ola nos está esperando como no seamos tan cuidadosos como una madre al cruzar con sus hijos un paso de peatones camino del colegio. No podemos anteponer nuestra libertad de hacer a la de todos , para no propagar más esta maldita enfermedad que se nos lleva por delante como arboles leñosos que estorban en el camino. Lapídenme que ya tengo las uñas destrozadas de la picazón de ver colas en todas partes, sin poder hacer nada que no tenga que ver con el virus, sin poder frenar la estupidez, o las ganas de algunos de tirarnos a todos por el precipicio. ¿Se acuerdan de “la misión”?¿ del crucificado cayendo? Todos estamos cayendo, solo que la música está muy alta y no nos enteramos. Aun así, aguantaremos. No tengo la menor duda. Prevaleceremos como en el 29. No todos, pero sí esta especie que transmuta en estratos, que no aprende porque se ha borrado esa palabra del diccionario. Que ama, por amor al amor sin que nadie se lo imponga, a pesar de amores de barras virtuales y de mensajes inflamados que nunca significaron lo que un abrazo o un beso de hada en la nariz de un lactante. Una vez quise que llegara la Navidad, pero hoy solo quiero que se vaya.

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