Hubo un tiempo en el que en Ceuta todo parecía arreglarse en el juzgado. Los partidos políticos, en vez de hacer política que es su labor encomendada, se creían algo así como defensores de causas perdidas y se disfrazaban de jueces sin carrera para, creyendo tener la razón absoluta, acudir a los tribunales para que estos ratificaran sus sospechas.
Casos hubo muchos. Demasiados. Denuncias de partidos que se sacaban la fotografía subiendo la cuesta hacia el Palacio de Justicia, comparecían ante los medios de comunicación debidamente citados y acudían a denunciar la mayor de las corrupciones que luego quedaba en nada.
No en uno, sino en varios autos, distintos magistrados tuvieron que advertir de esa perversa judicialización política que no hacía más que entorpecer la labor de los jueces además de dejar en evidencia a unos denunciantes que no solían tener la razón y evidenciaban el nivel de fiscalización del que podían hacer gala, ninguno.
No se salvaba nadie porque buscaban más el circo que ganarse el pan como es debido.
Aquellos tiempos traen a la memoria el plantón de Pedro Sánchez. El paso dado, ese llamado periodo de reflexión hasta el lunes, esconde algo más, esconde el juego al que se ha llegado judicializando la vida política hasta terminar salpicando a la familia.
Ahí está el límite, ahí está la clave de todo, esa clave que expone un juego malicioso que si bien ahora lo explota la derecha aquí ha sido una especie de barro para todos.
Izquierdas y derechas (si es que en verdad existe esa diferenciación) se han entregado durante años a una falta de respeto sin tener en cuenta absolutamente nada. Si este límite de Sánchez sirve para zanjar ese burdo ejemplo de lo que debiera ser política, algo habremos avanzado.
No se trata de que la mujer del presidente sea intocable, ni mucho menos. Se trata de hasta dónde se puede llegar para usar los juzgados con ánimo de hacer una crítica política aunque luego quede en nada porque se es incapaz de hacer esa misma labor desde el propio partido.