El ambulatorio de Sur es aparcadero de viejos por las mañanas. Relucen las salas de consulta con ellos y ellas, a rebufo de las citas, como si la marea los hubiera conducido hasta allí con la resaca de la luna llena. Es bonito de ver, porque las parejitas cebollonas hasta los chaquetones se los encadenan a juego.
Ni Chary Arjonilla -ni yo- que ya hace mucho que pintamos canas , tendremos nunca la suerte de encadenar nada a manos arrugadas y queridas , ni a ojos que nos miren con tanta veneración y arrobo. Se nos fueron en la vida (por distintas causas) los que nos velaban y ungían desde que reíamos con la juventud corriendo ufana por nuestras carnes.
Es una inmensa suerte el sentirte querida desde siempre y si bien es verdad que hay parejas que no son lo que aparentan, al menos yo, envidio a los que sí lo son y enhebran juntos un chaquetón -a medias- a las puertas de un consultorio de medicina de familia.
Quizás sea porque lo echo de menos cada día más o porque el amor no se muere sí no lo matas y yo velo el mío, enrabiado y pleno de recuerdos y olores, en idas y venidas de hijos e hija que se me hacen mayores y se me van, dejándome un poco más sola.
La soledad a veces es tan querida que ni invocarla quieres, no sea que a su solo nombre se te parta o tuerza. En cambio, cuando nos hacemos tiempo, la soledad transmuta en deseos nuevos, en afanes que reverdeces porque nunca te fue más dolida la soledad que pegada a una fogata con todos tus huesos rechinando clemencia. Es sorpresivo ser sólo vieja, y aun seguir enamorada hasta las trancas y desearle, quererle y dolerte después de más de ocho años muerto.
Aun así, como si el paso de los meses, los minutos o los segundos no pudieran con él que no se rinde a ninguno de ellos, extraño sus besos sentidos, su amor callado y profundo y esa sonrisa perenne en los ojos que lo decía todo tan claro como en el lenguaje de los perros. Las parejas que se hacen a ritmo de café de calcetín y parten almas en mitades iguales, no se acaban. Lo más se mueren, pero no de desamor o hastío, sino de tiempo encapotado en la espalda de las estaciones. La muerte no es más que un papel del Registro civil, un acta que se convierte en acto pero que no significa absolutamente nada, porque el amor se enroca y retuerce como parra de moscatel para traerte cada primavera retoños nuevos y cada otoño sabrosos recuerdos que endulzarte los labios.
El ambulatorio del Sur, que es el mío, se puebla mucho antes de las 9 de colas de afanados extractores de su propia sangre para analíticas veniales. Hay muchas parejas de ancianos –entre ellos-doblados sobre el otro para ninguneo de ojos que los miran, pero no los ven.
Yo sí les veo y les envidio la suerte de tenerse, de pelearse, de no hablarse porque se lo saben todo, de dormir juntos y levantarse y que lo primero que vean sea la cara del otro, que es lo mismo que verán- cada noche- al acostarse, antes de quedarse dormidos. Y les envidio hasta la médula, porque aún extraño la huella de su cabeza en mi almohada, el suave susurro de su respiración solapándose a la mía o el calor de su cuerpo llenando mi cama. Porque recuerdo cuando éramos, detesto que ya no vayamos a serlo, que nuestras arrugas no sean mapas afines, que nuestros cuerpos no envejezcan al mismo tiempo. Pero, sobre todo, odio no escuchar sus “buenos días” solo abrir los ojos al despertarme, ni poder atesorar ese beso en la frente, ya casi dormida, que significaba “mañana seguiré queriéndote”.