Opinión

La Crucifixión, una minuciosa sintonía de sufrimiento y humillación (I)

En jornadas contrastadas de profunda reflexión, recogimiento y diálogo espiritual, para la Cristiandad no sólo converge la vertiente religiosa y metafísica, sino que es una realidad irrefutable cómo y por qué se ocasionó el fallecimiento de Nuestro Señor Jesucristo crucificado en tan estremecedores días de la Pasión.

En la bibliografía examinada cuidadosamente se analizan los episodios culminantes de la Pasión, como los cuarenta golpes con un látigo de tres puntas completado con bolas de plomo o piedra, circunstancia traumática que produjo que el cuerpo de Jesús resultara lisiado y convertido en una herida abierta, con más de un centenar de llagas causadas por tan espantosa flagelación, que, además del sufrimiento tolerado, le hizo disminuir la fuerza y energía que apenas le quedaba.

Así, mucho antes de la Era Cristiana se fraguó esta aterradora forma de condena contemplada como maldita, a la que más tarde se designó ‘Crucifixión’. Inicialmente, este martirio junto con la horca, pasaron a designarse el ‘Árbol siniestro’.

Ya, a lo largo de la Historia, cronistas e historiadores coinciden en fundamentar que el Imperio Romano conservaba esta atrocidad para los culpables más inmundos, desalmados y menospreciados. De hecho, sirva como telón de fondo a lo que seguidamente expondré, que cualquier convicto procesado a muerte en condiciones de probar su veracidad como ciudadano romano, podía obtener la prerrogativa de ser decapitado como una ejecución más decorosa, resuelta y humanitaria, que la tribulación pausada e insufrible de la crucifixión.

Con estas connotaciones preliminares, la afligida, apesadumbrada y sombría recapitulación de la pena de muerte, nos depara narraciones deplorables de culturas que, una vez admitida la punición, se obsesionaban en que la causa se desarrollase lo más fulminantemente posible y fuera lo menos atormentada para el condenado; mientras, que en otros casos aberrantes, primaba la tendencia malvada de castigar con el mayor quebranto y escarmiento al reo.

Para gestionar un trámite digámosle expeditivo e imperceptible, se evidencia la implantación y manejo de la crucifixión, un procedimiento como antes se ha citado, perpetrado fundamentalmente por la civilización romana.

Antes de desgramar la tesis de la ‘Crucifixión’ en su primera parte, es preciso dar nitidez a un fragmento extraído del vocabulario de Teología Bíblica de Xavier León-Dufour, que en su página número 201 señala literalmente: “la Cruz, que fue el instrumento de la redención, ha venido a ser justamente con la muerte, el sufrimiento y la sangre, uno de los términos esenciales que sirven para evocar nuestra salvación. No es una ignominia, sino un título de gloria, primero para Cristo, luego para los cristianos”.

Con lo cual, este pasaje pretende desenmascarar hasta qué punto Jesús se doblegó para salvarnos. Porque la misiva de la Cruz que Cristo y los Apóstoles evangelizaron, era tan controversial para los que lo oyeron en su momento, como las miles de personas que actualmente tampoco la aceptan, al concebirla como una estupidez.

Para los judíos inconversos, la imagen de un Mesías crucificado es una infamia, interpretando que un hombre colgado en un madero es alguien maldito por Dios. Por otro lado, la concepción de un Rey Soberano y Salvador crucificado, es absolutamente un despropósito para los aprensivos no judíos.

Sin embargo, los cristianos discernimos que la Cruz se hace ‘Gloriosa’, descifrando que más allá del extremado padecimiento físico y la degradación pública que ello conllevó, algo aconteció en la ‘Muerte de Jesús’: la Resurrección.

Jesucristo, suspendido en un leño, se hizo maldición por nosotros conforme a las Sagradas Escrituras, para a continuación resucitar y garantizar nuestra salvación. Allí, nos reconcilió con Dios, admitiendo la soledad y el desamparo que merecemos.

Gracias a ello, en los que irremediablemente adquiere protagonismo la ‘Crucifixión de Jesús’, Dios nos absuelve de los muchos agravios y nos justifica ante Él sin dejar un solo instante de ser justo; es por esto, que “más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”, texto extraído de la Primera Epístola a los Corintios 1, 24.

Tras esta breve introducción de la Cruz en paralelo a la Crucifixión, las investigaciones que se vienen realizando desde hace siglos bien desde un punto de vista histórico, antropológico, fisiopatológico o biomecánico, han teorizado sus singularidades y cómo se concretizó la ‘Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo’.

Cabría preguntarse, ¿por qué este modo tan despiadado de morir? Primero, habría que puntualizar que el inculpado era inmovilizado con los brazos por encima de la cabeza; es decir, se le dejaba colgado. Ello se materializaba con clavos en la parte distal del antebrazo o en la muñeca, jamás en la mano, porque se desgarraría y/o con cuerdas. En los pies, ocasionalmente se procedía a clavar o amarrar al encausado. Esta coyuntura, no hacía más que alargar la angustia y hacerla más severa.

Segundo, este recurso inicuo de perecer estaba programado para desencadenar la alteración que se realiza en la fisiología respiratoria: Normalmente, a una inspiración le sucede la espiración y así repetidamente.

Pero, no existe inspiración sin espiración ni recíprocamente, porque, regularmente efectuamos la inspiración de manera activa, diafragma y otros músculos si son necesarios y la espiración pasiva. Toda vez, que cuando el cuerpo está inmovilizado en crucifixión, su propio peso pendiente de los brazos algo abiertos, hace simultáneamente que la inspiración sea pasiva y la espiración activa.

Durante unos primeros intervalos, existe una pequeña fuerza para consumar la espiración, pero, gradualmente, el proceso comienza a abortarse. Sin duda, es vital introducir oxígeno en los pulmones, como al mismo tiempo, descartar el dióxido de carbono, por su fórmula, CO₂. Cuando dicho CO₂ aumenta en la sangre por la carencia de espiraciones proporcionadas, se amortiguan graves secuelas en el organismo. Mismamente, el oxígeno acaba llegando justamente a la sangre, lo que produce importantísimas disfunciones.

En este escenario inhumano, el castigado intenta hacer espiraciones alteradas valiéndose del sostén de los pies que con anterioridad le fueron impedidos o clavados, acrecentándose el malestar en la zona y eternizándose la agonía.

El sumario en sí, puede alcanzar cotas inimaginables y ser todavía más desgarrador. Si los vigilantes están por aminorarlo y asegurar la muerte, seleccionan alguna de las siguientes maniobras: la fracturación de las piernas, lo que anula el apoyo que admite algunas espiraciones más; o bien, la incrustación directa de una lanza en el tórax, promoviendo un colapso del pulmón. Casualmente, como han afirmado algunos analistas, ésta podía ser clavada en el corazón.

A grandes rasgos, esta sería una pincelada de lo más elemental en la praxis de la crucifixión, en las que fehacientemente se asocian importantes hemorragias, choques neurogénicos por fuertes dolores, contusiones cardiacas y así, un largo etcétera.

Históricamente, en épocas pre republicanas y hasta el año 337 d. C., el Imperio Romano y como testigos las culturas próximas al Mediterráneo influenciadas por su supremacía, patrocinó este método como pena de muerte ejemplar y regla de oro ante posibles insurrecciones contra su autoridad, después que el cristianismo se legalizara por Flavio Valerio Aurelio Constantino (272-337 d. C.), también conocido como Constantino I o Constantino el Grande; pero, precedentemente a que por el Edicto de Tesalónica en el año 380, se convirtiera en la religión única y oficial del Imperio.

Aunque la crucifixión se ha inoculado en el imaginario colectivo como uno de los emblemas de la ferocidad del Imperio Romano, numerosas disertaciones y exposiciones de expertos en la materia, avalan que este hábito implacable se dispuso sistemáticamente en el Imperio Asirio en las postrimerías del siglo VI a. C., y posteriormente en el babilónico, donde se esgrimió una versión más rudimentaria, porque con el empalamiento se configuraría un prototipo de crucifixión más contrahecha.

Por aquel entonces, se manejaba una adaptación más antigua, empleándose únicamente el madero vertical para atar al malhechor y asestarle con cualquier objeto longitudinal ensartado en el cuerpo.

Primitivamente, la palabra latina ‘crux’ significa “encorvado, doblado o torcido”, una terminología como ‘crux compacta’ aplicada para definir la composición moderna de la crucifixión persa, a la que le acompañó un listón horizontal en punto medio-alto y que es en parte, con la que en nuestros días nos hemos familiarizado.

En el siglo IV a. C., Constantino reprodujo esta técnica y la implantó en los estados del Este de la cuenca mediterránea, más adelante, la inhabilitó; pero, no tardaría demasiado en volverla a establecer, siendo posiblemente los fenicios quienes en el siglo III a. C., la introdujeron en Roma.

En cambio, Alejandro III de Macedonia (356-323 a. C.), más conocido como Alejandro Magno o Alejandro el Grande, administró el criterio de la crucifixión como una norma bárbara de tormento, afianzándola indistintamente en Egipto y Cartago.

En atención a otros ilustrados, se tiene la opinión, que los romanos asimilaron la crucifixión hasta refinarla como mecanismo de sentencia y trance en consonancia con los cartagineses, que en principio la explotaban contra los revolucionarios, esclavos, sicarios, presos de guerra y forajidos.

Igualmente, los griegos se tiñeron de sangre con la crucifixión, si bien, en algunos momentos precisos en los que el quebrantamiento y el transgresor en cuestión, lo probaba. Lo más previsible es que en sus comienzos, la crucifixión residiera en inmovilizar al enjuiciado a un árbol como correctivo.

Es por esta razón, que la crucifixión se calificó como la receta más ignominiosa: clavado en un poste, semidesnudo, con una leyenda sátira sobre la cabeza y mostrado al exterior hasta que la extenuación o las lesiones y la sofocación, terminaban con el hálito de vida del penado. Conjuntamente, los atuendos e irrisorias pertenencias del mortificado, en cualquier santiamén podría ser solicitada por el centurión o los soldados que componían el grupo de ejecución.

Cualitativamente, con el paso del tiempo, la crucifixión se potenció cambiando su adaptabilidad. La cruz, al ser más práctica se aprovechaba más solventemente: con un mástil fijo empotrado en la superficie, la traviesa era manejable y frecuentemente lo transportaba el mismo procesado, colocándose junto con la víctima al poste principal.

La utilización de la cruz latina en la que sería ajusticiado Jesucristo, demandaba más empeño, porque la totalidad de su constitución debía ser elevada con la víctima, por lo que su manejo estaba condicionado al proceder de los soldados romanos. Es de precisar, que era tal la impresión visual y el pavor que entrañaba entrever al culpado subyugado a la tortura que, expuesto, personificaba un estilo eficaz para desmoralizar cualquier pretensión de fechoría o revuelta por parte de la urbe.

La Ciudad de Roma perseveraba la crucifixión especialmente para las infracciones cometidas contra el Estado. Un artificio de corrección de cara a las gentes, prevaleciendo el delito de los turbulentos e instigadores al Imperio. Una modalidad de cumplimiento para encadenados, sediciosos y proscritos.

Era evidente, que nadie retaría a la autoridad competente y el emporio era sometido a un control absoluto.

Para el auténtico ciudadano romano, la crucifixión se constituía en una calamidad proscrita, debido al carácter degradante como una actividad prohibida. Un noble se ganaba el mejor de los tratamientos y hasta en las ejecuciones se defendía ese postulado. Bien es cierto, que no se constatan demasiadas fuentes bibliográficas que testifiquen su uso; pero, gracias al Derecho Romano, se sabe que era un ejercicio bastante desarrollado.

A la enorme afrenta de ser exhibido a la intemperie y a los ojos de la muchedumbre, se acumulaba una expiración agónica y punzante. En ocasiones, el sacrificado incluso prorrogaba el suplicio aguantando varios días.

Visto y no visto, el abatimiento en la cruz era inenarrable con indescriptibles aflicciones a las que se le concretaban, infinitas contracciones y calambres, sensación de opresión o irrupciones imprevisibles de animales ansiosos por devorarlo.

Finalmente, en horas o días, el acabamiento hacía acto de presencia producto de un tromboembolismo pulmonar, paro cardíaco, acidosis, deshidratación, asfixia o septicemia, como réplica a una infección derivada de los clavos o la fusión de dos o más de estas dificultades.

En este desconcierto empedernido, no siempre el dictaminado era sujetado con clavos a la cruz, sino que lo usual era inmovilizarlo con cuerdas, al ser una operación más sencilla tanto para subirlos como a la hora de descenderlo.

A modo cronológico, se verifican diversas evidencias históricas entre conspiración y crucifixión: Primeramente, en el año 71 a. C., correspondiente a la Era Tardorrepublicana, cuando Marcos Licinio Craso (115-53 a. C.), conocido como Graso el Triunviro, una vez desbarató en Apulia el levantamiento de esclavos conducida por Espartaco, dejó sobre el campo de incursión a millares de cadáveres; además, de penar a otros 6.000 que recibieron el infierno de la crucifixión, cuyas cruces y cuerpos mutilados engalanaron la Vía Apia desde Roma a Capua.

Todo ello, como insinuación de lo que podía sucederles a los permisibles perturbadores. Se desconoce, si el cabecilla Espartaco falleció en la acometida o en la crucifixión. Según relata el historiador judío fariseo Flavio Josefo (37-100 d. C.), en el libro sexto capítulo XII de su obra “La Guerra de los Judíos”, en el año 70 d. C., habiendo caído Jerusalén y detrás del motín judío, el General Tito crucificó diariamente a 500 judíos.

Al pie de la letra refiere: “De esta manera, pues, azotados cruelmente después de haber peleado y atormentados de muchas maneras antes de morir, eran finalmente colgados en una cruz delante del muro; no dejaba de parecer esta destrucción muy miserable al mismo emperador Tito, pretendiendo cada día sus quinientos y aún muchas veces más; pero no tenía por cosa segura dejar libres a los que prendía”.

En el año 519 a. C., el Rey Darío I el Grande (550-487 a. C.) perteneciente al Imperio Persa, llevó a término la crucifixión de 3.000 contendientes políticos. Pronto, Ciro II el Grande (601-530 a. C.) advirtió con la crucifixión, a quien imposibilitara el regreso de los judíos de Babilonia a Jerusalén.

Décadas posteriores, Alejandro Magno crucificó a 2.000 adversarios tirios.

El azotamiento, como manifiesta en sus escritos Flavio Josefo, complementaba la crucifixión romana, teniendo como finalidad prioritaria aminorar las condiciones físicas del castigado y apresurar la defunción en la cruz. Hay que añadir, que el látigo o ‘flagrum taxillatum’ de mango corto, estaba realizado con cuatro o cinco correas en piel de becerro de aproximadamente unos 50 centímetros de largo, en los extremos reforzado con huesos de oveja en aristas y bolas de plomo. Su misión quedaba demostrada: desmenuzar la piel y provocar abundantes hemorragias.

Asimismo, otros territorios antiquísimos efectuaban la crucifixión o algo equivalente a ella. Esporádicamente, se levantaba al convicto hasta que sucumbiese. Tómese como ejemplo el Libro del Génesis 40, 19: “A vuelta de tres días levantará Faraón tu cabeza y te colgará de un madero y las aves se comerán la carne que te cubre”.


Con lo cual, el Pueblo de Israel, los israelitas, conocían lo que encarnaba “colgar a alguien de un madero”.

La muerte de Nuestro Señor Jesucristo es la prueba incuestionable de la magnitud indigna de entregar la vida por amor a la raza humana; porque, tal como se ha documentado en estas líneas que continúan en otro relato, la crucifixión quedaba reservaba con exclusividad para los malhechores más execrables; aplicándoseles con contundencia y rudeza en el más mayúsculo de los castigos existentes.

Pese a lo descrito en medio de este marco tenebroso, concurrieron acontecimientos extraordinarios que hacen comprensible, que Jesucristo era Dios encarnado, con el designio exclusivo de salvar y redimir a la Humanidad. La muerte en la Cruz de Cristo, no detendría la voluntad de Dios para que se cumpliera lo prescrito.

Consecuentemente, a la luz del siglo XXI, la crucifixión se juzga como una condena de insensibilidad terrible, sin aspavientos en sus formas de concebirse; pero, aun así, es necesario hacer un esfuerzo para evaluarla con una mirada retrospectiva de hace dos milenios, en los que el precio de la vida era notablemente inferior a los presentes: una sociedad donde la mano inclemente ejemplificadora, sobresalía para respetar la Ley.

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