Opinión

La cresta contra el racismo se torna global

Transcurría aquel día memorable del 28 de agosto de 1963 en el National Mall o Explanada Nacional, centro neurálgico de Washington D.C., cuando el reverendo y activista Martin Luther King (1929-1968), en calidad de presidente de la Conferencia del Sur de liderazgo cristiano, exponía uno de los discursos más reconocidos por la Humanidad: “I have a dream”, “tengo un sueño”.

En poco más o menos, de dieciséis minutos, extractó la hoja de ruta de la raza negra en la superficie más poderosa del planeta, encandilando las mentes y corazones para revertir una realidad incuestionable: aquella jornada, entre 200.000 y 300.000 personas, según las fuentes oficiales, envolvían y, a su vez, abrazaban, el monumento en honor de Lincoln con motivo de la ‘Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad’.

Este hito se convirtió en el paradigma por la lucha de los derechos civiles en los Estados Unidos de América. Sin lugar a dudas, Luther King, iba a ser la punta del iceberg del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos.

Por esta iniciativa enfocada a terminar con el ‘apartheid estadounidense’ y la ‘discriminación racial’ por vertientes no violentas, en 1964, se le galardonó con el Premio Nobel de la Paz y, a título póstumo, en 1977, recibió la Medalla Presidencial de la Libertad por James Earl Carter; y finalmente, en 2004, la Medalla de oro del Congreso de los EEUU.

Aquellas palabras que brotaron como una espada que atraviesa el alma, fueron sólo uno de los dieciocho eventos que contenía el sumario del acontecimiento.

Los hechos inicialmente descritos eran una declaración de intenciones pacífica, dispuesta por organizaciones sindicales, religiosas y protectoras de los derechos civiles. Con el lema ‘empleo, justicia y paz’, demandaban reivindicaciones sociales para la comunidad afroamericana.

Recuérdese al respecto, que los negros estaban desautorizados a un amplio elenco de derechos y libertades. Cómo a posteriori describiré, no se les permitía votar , o entrar en ciertos establecimientos, o esforzarse por determinadas ocupaciones; sus hijos no acudían a las escuelas de los blancos; padecían la crueldad de crímenes policiales y cargaban en sus espaldas las barbaries del Ku Klux Klan.

Luther King, cogía de la mano al pueblo negro y alcanzaba el instante crucial de escalar desde el tenebroso y desamparado valle de la segregación, hasta el radiante sendero de la justicia racial. La alocución se impregnó en la misma efeméride, porque se conmemoraba cien años del alegato presidencial y orden ejecutiva de la ‘Proclamación de Emancipación’ (1/I/1863), realizada por Abraham Lincoln (1809-1865) que ponía el punto y final a la esclavitud de los Estados Confederados de América.

Si bien, la afirmación en la Declaración de Independencia que dice literalmente, “todos los hombres eran iguales”, los afroamericanos proseguían en inferioridad con el reconocimiento de sus derechos y no eran libres.

Un año después de este suceso, se sancionaría la ‘Ley de Derechos Civiles’ y, posteriormente, en 1965, la ‘Ley de Derechos al voto’.

“En el mismo escenario simbólico los norteamericanos exigen justicia por los terribles episodios desencadenados contra los afroamericanos: Luther King, cogía de la mano al pueblo negro y alcanzaba el instante crucial de escalar desde el tenebroso y desamparado valle de la segregación, hasta el radiante sendero de la justicia racial”

Hoy, cincuenta y siete años más tarde, en el mismo escenario simbólico y al calor húmedo de los últimos coletazos del verano boreal, los norteamericanos exigen justicia por los terribles episodios desencadenados contra los afroamericanos: un cambio contundente de la reglamentación para abortar la violencia y el racismo empleado, que, indudablemente, se practica en los interiores de los departamentos policiales de Estados Unidos.

Enarbolando la frase “quita tu rodilla de nuestros cuellos” y desacreditando la discriminación, violencia y crímenes de odio en memoria del afroamericano George Floyd asesinado en el mes mayo, al igual que lo forjó su padre, Martin Luther King III (1957-62 años), se detuvo en las escalinatas del monumento ante la muchedumbre que cercaba el estanque, exhortando a los americanos que no cedieran en su empeño de lucha contra la iniquidad del supremacismo blanco: “Estamos marchando para sobreponernos a lo que mi padre llamó el triple mal de la pobreza, el racismo y la violencia”.

Uno de los momentos más emocionantes lo protagonizó la nieta de Luther King, Yolanda Renee King de 12 años, quién aproximándose al atril se dirigió a los concurrentes diciendo: “Nos levantamos y manifestamos por amor y cumpliremos el sueño de mi abuelo”.

Retrocediendo en el tiempo y con líneas paralelas que convergen en un mismo punto, respectivamente, entre los siglos XVII y XIX, existieron millones de esclavos en Estados Unidos. Su abolición se aprobó en 1863, pero, numerosos gobiernos e individuos blancos se enrocaron en reconocer que los negros eran inferiores.

Con estos antecedentes preliminares, el lapso de los años sesenta se caracterizó por compendiar una de las etapas más turbulentas de la historia social contemporánea. Intervalos en los que Estados Unidos contemplaba atónito, la irrupción en el marco político de actores que desdibujaron extremadamente la sociedad estadounidense. Enfatizándose tendencias sociales, en cuya avanzadilla y vanguardia se hacía notar la urbe afroamericana y las formaciones pacifistas y estudiantiles.

Obviamente, la acción de estos movimientos generaría vaivenes sustanciales en los vínculos familiares, parejas, sexos; pero, sobre todo, en los grupos étnicos. Simultáneamente, saltó al teatro de operaciones la organización de la Nueva Derecha y la formulación política conservadora acabaría dominando los años ochenta.

No obstante, en diversos aspectos, el legado de los años sesenta es discordante. Por un lado, se confirma un proceso de crecimiento y profundización de la democracia americana. Varias esferas como los afroamericanos, jóvenes y mujeres, se añadieron masivamente a la vida política. Y, por otro, sectores más conservadores se constituyeron.

La antítesis de ambos, en la medida en que personalizan fuerzas motrices, aún no se ha resuelto, lo que descifra el sinnúmero de tensiones en el vivir diario y en las políticas de los Estados Unidos.

Los motivos que llevaron a un apogeo del activismo social en los años aludidos, son complejos y múltiples. Desde las variaciones en los modelos de acumulación de la economía estadounidense y el protagonismo en el espectro de la Guerra Fría (1947-1991), hasta las inclinaciones intelectuales y culturales y el hallazgo de la píldora anticonceptiva. Todos, sin excepción, se incardinaron en elementos aclaratorios del alzamiento democrático de la época.

En el curso subsiguiente a la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/1-IX-1945), la sociedad se identificó por un florecimiento sin precedentes, no soslayándose, la evolución de igualación social. La bonanza vino precedida por el círculo virtuoso suscitado a partir del gasto rezagado de la crisis de los treinta y del consecuente conflicto bélico, coligado a las reformas tecnológicas originadas por industrias como la automotriz, y como no, los negocios financieros que popularizaron el consumo masivo.

Además, las primicias en las comunicaciones y el transporte, fundamentalmente, la televisión, la telefonía y los aviones, adquirieron un impacto notable en la plasmación de una aldea global de masas más interconectada y equilibrada. Del mismo modo, la praxis económica y tecnológica se configuraron como fenómenos sociales, entre los que se acentuó el aumento del registro poblacional que redundó como fruto de la expansión demográfica, conocida como ‘baby boom’.

Desde la perspectiva de la política exterior, la Guerra Fría actuó de detonante para la cohesión interna del estado americano. El esplendor estadounidense no dejaba de tener su cara tenebrosa: el desasosiego ante la inminencia de una guerra atómica, los acosamientos anticomunistas promovidos por el senador republicano Joseph Raymond McCarthy (1908-1957), la resignación y la rebeldía de la segregación racial hacia el final de los años cincuenta, habían alumbrado el malestar en las partes minoritarias.

Algunos intelectuales y artistas de calado se declararon críticos con la administración del Gobierno, con lo cual, blancos y negros aglutinaban los mismos servicios, aunque cada raza lo hacía en medios concretos, sin que se efectuase la más mínima combinación probable de contacto y con prestaciones que generalmente eran de distinta calidad.

Con la victoria del Norte en la Guerra de Secesión y la prohibición de la esclavitud, los derechos de los negros quedaron explícitamente salvaguardados por la Constitución de los Estados Unidos, pero esto no conjeturó el arranque de una relación integral de blancos y negros.

Mientras, los Estados del Sur, engranaron una serie de mecanismos de discriminación, que en la teoría no entrañaban perjuicio en los derechos, sino una aplicación por separado en la educación o el ocio.

En otras palabras: blancos y negros accedían por distintas entradas a lugares tan señalados como escuelas o piscinas públicas, o bebían y se refrescaban de distintas fuentes, notoriamente inferiores y en peores condiciones de utilización. Lo positivo, es que más o menos y en escalas disonantes, gozaban en apariencia del agua, la enseñanza y el entretenimiento.

En los Estados del Norte, la exclusión discriminatoria no era tan palpable o, tal vez, estuviera disfrazada en cuanto a los automatismos y pautas diarias, haciéndose más visible en la estampa territorial, el empleo y la vivienda.

Realmente, no existía prescripción, orden o mandato que impidiera que un negro poseyese una casa en Park Avenue o, mismamente, trabajase en Manhattan, pero, a todas luces, nadie le vendía a un negro una vivienda en East Side, aun pudiéndola sufragar y, ni mucho menos, desarrollarse laboralmente en la Gran Manzana. Por lo tanto, en los Estados del Norte, se administró una segregación más enérgica y enrevesada de objetar, puesto que no apelaba el orgullo o la dignidad del negro, sino su potencial para mejorar socialmente con el empeño y la valía personal.

En esta tesitura, los negros se hacinaron en guetos donde vertiginosamente ascendían los desacatos y fechorías, al tiempo, que se estrechaban sus perspectivas de futuro, erigiéndose en un traba social mucho más embarazosa que en el Sur. Para ser más precisos, en los años 50 y 60, se constatan muestras de una segregación no usada de manera oficial, pero que imperaba y únicamente se enmendó gracias al papel de Luther King, un pastor baptista y otros activistas. Una imagen vale más que mil palabras y en esta coyuntura, valorando la conmoción del día a día de las personas afectadas, difícilmente podían pasar inadvertidas evidencias como las que sucintamente referiré.

Primero, los negros debían ocupar los asientos rezagados de los autobuses. Remontándonos al 1 de diciembre de 1955 en Montgomery, en el Sudeste del Estado de Alabama, Rosa Parks, sufriría en sus carnes esta injusticia, rechazando por completo la renuncia de su plaza a un blanco. Con este incidente se emprendería un boicot a la compañía de transporte conducido por Luther King, que, poco a poco, se daría a conocer tras esta campaña.

Segundo, la totalidad de los servicios públicos en los Estados del Sur, mostraban el abominable letrero de ‘skin color’, traducido ‘color de la piel’, cuando éstos eran aptos para los negros. E incluso, los grifos y aseos se atinaban de lado, en contraste a los que estaban dispuestos para los blancos, y habitualmente reflejaban su lamentable deterioro con lo que aumentaba la discriminación.

Tercero, para prevenir posibles rivalidades nocturnas de blancos y negros, en algunas localidades del Sur se decretó una especie de ‘Ley Marcial’ que imponía a los negros a permanecer en sus domicilios a partir de las 22:00 horas. Evitando altercados o discusiones interraciales.

“La finalidad aberrante de las leyes de segregación, no era exclusivamente la división física de las dos razas para que los blancos no se contaminaran del contacto con los negros, por encima de todo, primaba reprimir a esta clase considerada de segunda y que no remontase el vuelo a nivel social, político y económico, quedando relegado cualquier atisbo e intento de igualdad”

Cuarto, con la muerte en 1937 de la cantante de blues Bessie Smith, desangrada tras un percance de tráfico en Chattanooga, en el estado de Tenesse, se compuso la crónica de impedírsele ser atendida en tres centros sanitarios de blancos y, finalmente, fallecer en la misma ambulancia.

Si bien, jamás se demostró que así sucediese, ello no impediría que se abriese un mar de enigmas y prejuicios sobre lo que ciertamente pasaría, cuando un negro anónimo requiriese asistencia urgente, con sus servicios masificados, deficitarios y exiguamente dotados.

Quinto, como regla reiterada y pese a las diferencias sociales, los negros disponían de menos formación académica que los blancos, encasillándolos en puestos apenas competentes. Ha de precisarse, que en el Sur accedieron a labores como ebanistas, modistas, herreros, etc., y con ello obtenían alguna compensación económica.

Inversamente, en el Norte, eran el último eslabón del sector de servicios y la mano de obra barata en las fábricas. Conjuntamente, en la parcela industrial como los sindicatos ferroviarios, cien por cien elitistas y jerárquicos, los negros arrastraban el lastre para sindicarse, frenándose claramente la implicación de los hombres de color. En contraposición, en los inicios de los años cincuenta, se hallaba el sindicato de fabricantes de automóviles con más de 50.000 negros afiliados.

Indiscutiblemente, también se confrontan blancos pobres en circunstancias de marginación, pero, si acaso, una minoría; en la población negra este entorno es más relevante. Igualmente, los salarios eran un tercio de los abonados a los blancos por idénticas tareas y con las tasas de paro bastante más pronunciadas.

En esta disyuntiva las salidas laborales eran paupérrimas, muchos jóvenes negros quedaban abocados a la prevaricación y embriaguez.

Sexto, la imposibilidad de ejercer el voto era irrefutable al imponerse menesteres como poseer alguna propiedad, leer o tributar algún impuesto especial. Requerimientos que como patrón generalizado, los negros no alcanzaban ni a la sombra. Hay que remontarse al año 1965, fecha del primer sufragio negro en EEUU, porque en una inmensa mayoría de los Estados prevalecían las prescripciones racistas de Jim Crow.

Séptimo, en 1954, la Corte Suprema declaró ilegítimo la segregación racial en los colegios, interpretando que siendo la educación un derecho inalienable, la disyunción etnográfica causaba una disconformidad descabellada. Comparable con los blancos, los centros para negros recibían escasa financiación.

Octavo, en paralelo con el punto anterior, un hecho relacionado ocurrió con James Meredith, primer negro graduado en la Universidad de Mississippi, al que se le negó licenciarse con los blancos. De por sí, su presencia en las aulas avivó un disputa que se saldó con racistas y federales enfrascados en disparos con treinta agentes heridos de consideración. A la postre, en 1963, Meredith, se tituló en Ciencias Políticas.

Y, noveno, en las postrimerías del siglo XIX, no podía eludirse el continuo castigo al que estaban sometidos los negros y otros grupos raciales en los territorios sureños. Disgregados y rebautizados en numerosos momentos, en 1865, antiguos soldados confederados se agregaron a la organización del Ku Klux Klan, negando cualesquiera de los principios a favor de los derechos civiles. Para ello, se valieron del asesinato, el terrorismo o la violencia, como linchamientos y otros cuadros intimidatorios consumados con la ignición de cruces, imposición de mandatos y avasallamiento de sus víctimas.

A la larga, muchos de sus integrantes se les enjuició por impulsar la supremacía de la raza blanca y sus tentáculos derivados del racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la homofobia, el anticatolicismo y el anticomunismo.


En consecuencia, la finalidad aberrante de las leyes de segregación, no era exclusivamente la división física de las dos razas para que los blancos “no se contaminaran del contacto con los negros”, por encima de todo, primaba reprimir a esta clase considerada de segunda y que no remontase el vuelo a nivel social, político y económico, quedando relegada en la semiesclavitud. Valga la redundancia, algo así como una esclavitud enmascarada, que cortaba en seco cualquier atisbo e intento de igualdad.

Los indicios del ayer y de hoy al otro lado del Atlántico, han conquistado pequeños peldaños, pero el racismo prospera y la intolerancia se agranda como un mal crónico al clamor de la libertad, la igualdad y fuera la segregación, que, ineludiblemente, ha abierto una grieta que cobra aún más fuerza.

Solo así, bajo la presidencia más surrealista que nunca antes haya tenido los Estados Unidos, puede descifrarse las divergencias palpitantes a las que se enfrentan los ciudadanos negros, por el mero color de su piel.

Y es que, por doquier, las protestas étnicas se propagan, sin convencimiento político de lo que pueda proyectarse en adelante. En el fondo, la primera potencia mundial prosigue enclaustrada en una deuda pendiente con su propia historia: la segregación y el racismo que llega al siglo XXI con el agua hasta el cuello, curiosamente, embadurnada con el progreso y la innovación y acuciantemente desbocada con la crisis epidemiológica del coronavirus.

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