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Conocer y conservar el mar

La intuitiva y conservacionista activista medioambiental Rachel Carson publicó en 1950 El mar que nos rodea, una gratificante obra de divulgación científica que trasmite la importancia del conocimiento sobre el medio marino. Es un libro ameno sobre el medio que cubre la mayor parte de nuestro planeta, una proclama sobre el mar y su objetiva influencia en tantas cuestiones decisivas para la vida de nuestra especie y de

tantas otras. Ciertamente y trascurridas muchas décadas después de la publicación de su ensayo se puede llegar a creer que realmente sabemos algo consistente sobre la masa de agua que rodea nuestros continentes e islas. Obviamente somos capaces de navegar por sus aguas, explorar sus profundidades y extraer grandes cantidades de alimento de los océanos, todas señales inequívocas de que sabemos cosas del mar. Sin embargo, al mar se le conoce poco, incluso si lo comparamos con sistemas naturales recónditos que esconden las selvas o muchas montañas inaccesibles.
Las montañas más altas del planeta no están en la cordillera del Himalaya sino en las soledades de fondos marinos desde los que se levantan islas volcánicas con más de 10.000 metros de altura sobre la corteza terrestre. Humboldt inauguró un capítulo crucial de las sucesiones ecológicas subiendo al Teide y también a otros volcanes del continente americano describiendo las comunidades vegetales diferenciadas por la altitud; todavía no hemos podido hacer nada parecido en las montañas sumergidas más elevadas que se conocen. Los seres más antiguos se encuentran en el mar, algunos grupos de animales que representan planes de anatomía originales nunca se adaptaron al medio emergido fuera del líquido salado; los principales los conocemos pero posiblemente queden otros por descubrir en las muchas profundidades marinas que nos son completamente desconocidas. El mar que nos rodea es un poderosísimo medio acuático que ofrece unos servicios gratuitos impagables pero al que paradójicamente no mostramos todo el interés debido. De hecho, constituye al mismo tiempo una enorme provocación para la exploración biológica y una desproporcionada reserva de especies por descubrir. Estamos por tanto, solo atisbando una pequeña parte de sus contenidos biológicos y también geográficos.
A todo esto, también se une el efecto alienante tecnológico que ofrece unos espejismos de conocimiento que no se corresponden con la realidad. Sin ir más lejos, y por poner un ejemplo bien claro y contundente, conocemos mucho sobre los efectos climáticos en tierra firme pero muy poco sobre estos mismos fenómenos en la columna de agua. De hecho, en el Mediterráneo (el mar más explorado del planeta) estamos empezando a conocer las variaciones de la temperatura en la columna de agua cercana al litoral. El clima, una de las maravillas de nuestro planeta que ha propiciado la existencia de la biosfera (por el momento única en nuestra galaxia) también afecta al mar y sus sistemas biológicos pero solo conocemos algunos tópicos y muy poca capacidad predictiva. La ignorancia climática o biológica es negativa pero puede ir corrigiéndose poco a poco a base del tesón que siempre ha demostrado nuestra especie para adaptarse a los cambios sufridos por la biosfera y su clima en nuestro millón y medio de años de existencia.
La peor ignorancia es la presunción de conocimientos que provoca el sometimiento de la mente del ser humano a la mecanización que nos ha estado apartando de una de las labores fundamentales de nuestro intelecto: la observación y aprendizaje del mundo natural del que formamos parte. Pensamos que conocemos lo esencial para desarrollarnos plenamente en nuestro mundo urbano desnaturalizado pero ni siquiera eso es cierto dado los elevados niveles de insatisfacción y desazón entre los miembros de nuestra especie. De otro modo no se podrían explicar los 400 millones de recetas en psicotrópicos que cada año atiborran a la población del mundo norteamericano desarrollado y en especial a los Estados Unidos y Canadá (datos de 2009 recogidos en el libro el poder curativo de la naturaleza de Selhub y Logan, 2012). Al mismo tiempo que perdemos tiempo y recursos preciosos retozando en el lodo de nuestra presunción y conformismo miles de criaturas esperan a ser escrutadas y entendidas sin embargo el jardinero lleva mucho tiempo tumbado a la bartola viviendo la “gran vida” jugando con el clima, esquilmando los recursos y contaminándolo todo. Creciendo desmesuradamente y provocando extinciones masivas de especies. En este contexto histórico, aparece una criatura molesta que es capaz de poner en jaque al ser humano y que incluso lo aleja por unos instantes de la preocupación futbolística o de tantas otras obsesiones. Los gobiernos se preguntan sesudamente que está pasando con el mar que no cesa de arrojar medusas a las costas, los sufridos urbanitas quedan consternados y se alarman no ante el desconocimiento profundo sobre fenómenos relevantes como los estallidos de medusas sino ante la posibilidad de quedar privados de un veraneo normal (chiringuitos, música machacona, borracheras, peleas, quemaduras solares, motos de agua a toda pastilla, banquetes playeros, cubertería de plástico por doquier, fiambreras con ensaladilla rusa, sobrepesca y mucha y variada contaminación). Enseguida todos (pueblo y clase política/burocrática) esperan encontrar respuestas en los científicos de los hábitats y las especies que andan muy ocupados con la exploración y descripción de novedades, la publicación de sus estudios y en algunos casos también muy implicados en la conservación de aquello que desconocemos o conocemos poco. Algunos incluso están empeñados en averiguar como interacciona el clima con las masas de aguas litorales y sus repercusiones sobre los ecosistemas. En fin, que los científicos son unos bordes y que constantemente aguan la fiesta con tonterías sesudas en vez de ofrecer respuestas directas para tomar decisiones.
Siempre tienen que estar recordando cosas incomprensibles como que las medusas son criaturas muy antiguas, de un tiempo raro con un nombre extravagante denominado precámbrico. Su monserga científica se convierte en poco tolerable si hablan sobre las medusas en tono de admiración por haber sobrevivido a periodos muy duros para la vida en el planeta tierra y además dicen que sabemos muy poco sobre estas molestas especies y que deberíamos invertir algo de recursos económicos en conocerlas pues ayudaría a entender como responden a los cambios que experimenta un medio tan complejo y dinámico como son los mares y océanos.  También indican, sin atisbo de rubor, que deberíamos estar muy satisfechos pues hasta ahora a nuestra especie humana le ha ido muy bien y todavía no se ha extinguido; según estos señores todas las especies están condenadas a la extinción que suena incluso mucho peor que arder en las calderas de Pedro Botero. Según algunos de estos sabiondos, perder la cultura de la pesca y los datos de la tradición pesquera a lo largo de la historia (a quién le importa la pesca más allá del paseo por el mercado y del rato que se mata con la caña contaminando charcos con inmundicias) nos deja sin la capacidad para juzgar los estallidos actuales de medusas; además, las redes de contención de las medusas tienen un éxito moderado ante los estallidos debido al viento. Las muertes de muchas mulas (peces luna) todos los años por causa de las instalaciones almadraberas pueden estar influyendo en alguna medida en las aglomeraciones de medusas.
Para terminar de arreglarlo todo, los científicos hablan de un tal “cambio global” que va mucho más allá del ya conocido cambio climático y que sentencia que no sabemos realmente lo que hacemos pues con nuestras actuaciones insostenibles estamos potenciando los efectos negativos que tienen ciertas alteraciones que provoca el planeta de forma natural.

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