Por la posición que ocupa Ceuta en un paso marítimo tan importante como el Estrecho de Gibraltar, nuestro territorio ha sido ocupado desde la prehistoria hasta el presente casi de manera ininterrumpida. Quienes la ocuparon en cada momento histórico fueron dejando su huella, más o menos indeleble. Esta huella, expresada en su arte, resulta irrepetible y peculiar. Poco sabemos de la Ceuta protohistórica, ni siquiera conocemos su nombre. Debió ser un conjunto de viviendas modestas que se extendía por una estrecha franja desde el espacio que hoy en día ocupa la catedral de la Asunción hasta la bahía norte. Es probable que contara con un templo dedicado a alguna de las principales divinidades del panteón fenicio, como la diosa Astarté.
Los romanos pusieron los ojos en Ceuta, a la que bautizaron con el apelativo de Septem Fratres, atraídos por la riqueza de los recursos marinos de su litoral. En sucesivas ampliaciones fueron ocupando todo el istmo ceutí, dejando a ambos extremos espacio para enterrar a sus muertos. Precisamente su necrópolis oriental fue el antecedente de la basílica tardorromana que puede visitarse en el Paseo Alcalde Sánchez Prados.
La huella de la Ceuta romana fue en buena parte borrada por los vándalos en el 429 d.C, y, un siglo después, redibujada por orden del emperador Justiniano. Según cuenta Procopio, el emperador bizantino mandó reconstruir sus murallas y construir un templo dedicado a la Theotokos, que significa “la que dio a luz a Dios”. Durante mucho tiempo se especuló con la idea de que el “castellum” bizantino fue el origen de la actual fortaleza del Hacho, pero los estudios arqueológicos en el Conjunto Monumental de las Murallas Reales han evidenciado que ocupó el istmo de Ceuta.
La denominada “Renovatio imperii Romanorum” -emprendida por Justiniano y sus sucesores en la corona del imperio romano de Oriente- fracasó y fue la oportunidad para la rápida expansión de una nueva idea, de una nueva religión, el islam, surgida en el árido desierto de Arabia, el cual, al llegar al sur de la península ibérica reconoció el paraíso que, de manera inconsciente, ansiaba. Al llegar al Estrecho de Gibraltar reconocieron en él la coránica “confluencia de los dos mares”, en la que se celebró el encuentro entre el profeta Musa y el sabio al-Khidr, precisamente junto a la fuente del agua de la vida que al-Bakri (siglo XI d.C.) situó en Ceuta. Este mismo autor mencionaba, en su descripción de la Ceuta de su época, la conservación “de varios monumentos de los antiguos que la tomaron como residencia, entre otros las ruinas de algunas iglesias y baños”, así como “un conducto que parte del rio Aouiar y bordea la orilla del mar del Sur hasta la iglesia, hoy convertida en djamma (mezquita mayor), y que lleva el agua necesaria a la ciudad”. Todo indica que la iglesia convertida en la Mezquita Aljama de Medina Sabta correspondía al templo bizantino dedicado a la Theotokos que mandó construir Justiniano a mediados del siglo VI d.C. Por otra parte, son muchos los investigadores que identifican la conducción del agua de “los antiguos” que recorría el litoral de la bahía sur de Ceuta con los restos del acueducto romano de Arcos Quebrados.
Abderrahaman III fue el artífice de la construcción de una imponente fortaleza pétrea, cuyos restos asoman en un tramo del lienzo de las murallas del Paseo de las Palmeras y en la antigua calle Queipo de Llano. No obstante, el elemento más monumental de la cerca califal es, sin lugar a dudas, la puerta que se conserva en el corazón de la Muralla Real de Ceuta. Hubo otros importantes edificios que fueron conformando la imagen de la Ceuta medieval islámica, como el palacio del Gobernador o la madrasa Al-Yadida. Esta imagen fue descrita con gran detalle por al-Ansari poco después de la toma portuguesa de Ceuta el 21 de agosto de 1415. Los lusitanos expulsaron a sus habitantes y expoliaron la ciudad. La mezquita Aljama, como otros edificios de culto, fue convertidos en templos cristianos y la zona de la Almina abandonada. Todo su empeño se centró en mantener la posesión de Ceuta para lo que fue necesario refortificarla. Lo mismo resultó imprescindible bajo dominio español, en especial en los difíciles años del “Sitio de Ceuta” (1694-1727) por las tropas del sultán Muley Ismail. Superado este conflicto, ya en tiempos de Felipe V, se abrió un claro en el tormentoso periodo histórico que se inició con la toma portuguesa de Ceuta y se dotó a Ceuta de importantes equipamientos públicos, como el magnífico Hospital Real, en el espacio que en la actualidad ocupa la Plaza de los Reyes. También se refortificó la fortaleza del Hacho y se construyeron nuevos cuarteles para la guarnición que tenía como misión defender Ceuta.
Luego vino el oscuro periodo del penal ceutí, felizmente abolido en 1910 gracias a la presión de un pequeño grupo de intelectuales encabezado por Antonio Espinosa de los Monteros. Tal y como explicaba el escritor y periodista Leopoldo Caballero en su obra “Ceuta en el recuerdo” (1965), nuestra ciudad era en aquella época “un dédalo de “revellines cubiertos, rastrillos, portalones de murallas, levadizos unos, otros fijos, que a principio de siglo daban a Ceuta el impresionismo de un penal, preñado de peligros, de asaltos, de asfixia”. Este sentimiento fue, según las propias palabras del mentado escritor, les que llevó a las autoridades de entonces a “borrar del mapa ceutí los vestigios guerreros y penales”. Por desgracia, además de perderse una parte importante del patrimonio arquitectónico militar, también desapareció “aquella Ceuta, de callejas estrechas, empedrados con guijos –o terrizas-, tejados pinos, patios interiores […] Casitas de “nacimiento” con su parra en la puerta dando uvas y sombra a la par que encanto. Jaulas con algún verderón canoro, y el chirriar de la cadena sobre la garrucha del pozo hondo y fresca. Paredes de piedra y barro, encalada con regodeo, donde el sol a media tarde del verano se aplasta y suda, mientras las chicharras le cantan una reseca “nana”.
Después de este breve e incompleto bosquejo de la evolución urbana de Ceuta les invitó a hacer un ejercicio imaginativo. Imaginen cómo sería Ceuta si todas las civilizaciones que se han asentado en Ceuta a lo largo de la historia en vez de destruir de los recuerdos de sus antecesores hubieran conservados los más sobresalientes. Si esto hubiera sucedido quizá podríamos conocer el templo en el que los romanos rindieron culto a Isis o los baños de los que hablaba al-Bakri. De igual modo, conservaríamos la magnífica madrasa Al-Yadida, la Casa de la Misericordia, el cuartel del Revellín y del Rey, el Hospital Real o el Cuartel de las Heras. Fíjense que la mayor parte de los inmuebles de esta relación fueron víctimas de la piqueta en los últimos cincuenta años y, sobre todo, a partir de los años treinta del pasado siglo XX. Algunos de ellos los hemos conocido quienes ya hemos superado el medio siglo de edad e incluso hemos intentado evitar su derribo.
Al leer estas palabras muchos pensaran que esta destrucción es obra del imparable paso del tiempo. No comparto esta idea y sí el siguiente pensamiento expuesto por John Ruskin (1819-1900): “habláis de la guadaña del tiempo y del diente del tiempo, y yo os afirmo que el tiempo no tiene guadaña ni tiene dientes; nosotros somos los que roemos como la polilla y los que segamos como la guadaña; nosotros somos los que destrozamos, los que nos consumimos a nosotros mismos; nosotros somos el gorgojo y el incendio; el alma del hombre es para su propia obra como la polilla que destruye cuando no puede volar y como la llama oculta que quema cuando no puede iluminar. Todos estos perdidos tesoros de la inteligencia humana fueron completamente destruidos por la humana actividad destructora […]; las murallas y las vías pudieran haberse conservado, pero nosotros no hemos dejado piedra sobre piedra, y hemos vuelto a hacer intransitables los desiertos; los templos de las antiguas religiones pudieran aún levantarse airosos, pero con picos y mazas hemos derrumbado su artística fábrica y hemos tolerado que la maleza del bosque se desarrolle lozana sobre sus pavimentos, y que los vendavales zumben y giman entre los ventanales de sus galerías”.
Supongo que algunos creerán que la destrucción de los principales vestigios del pasado perpetrada por todas las civilizaciones del pasado y del presente resulta imprescindible para el progreso, pero tampoco estoy de acuerdo con esta idea. Ha sido -como bien lo expresó John Ruskin- debido a la codicia de unos pocos y la sensibilidad de la mayoría. En todos los tiempos, y en especial en el nuestro, abundan quienes consideran que el pasado es algo superado y la belleza algo superfluo. Hombres y mujeres que piensan que el cuerpo lo es todo y el alma nada; que la tierra es una despensa de la que podemos extraer lo que nos convenga y un vertedero para nuestros residuos; o que los únicos seres vivos que merecen respeto y dignidad son los seres humanos.
Por suerte, la destrucción del patrimonio siempre ha tenido voces que la han denunciado -como el aludido John Ruskin, cuya obra “La naturaleza y el hombre” he estado releyendo estos días-. Estas voces se han ido uniendo en un inmenso coro que intentan acallar con sus gritos y estridencias algunos personajes siniestros. Confío en la fortaleza de este creciente coro de voces que denuncian la destrucción del patrimonio natural y cultural, antes de que sea demasiado tarde.