Opinión

Cinco años después del éxodo, las heridas de los rohinyás continúan abiertas

A día de hoy y cinco años más tarde de los hechos que seguidamente referiré, aunque de la sensación de ser una batida de acoso y derribo que no entra en las lógicas del siglo XXI, la minoría rohinyá se encuentra sumida en un limbo en los campamentos de refugiados masificados en Cox’s Bazar, al Sureste de la República Popular de Bangladesh. ¡Así de sencillo de describir, pero tan complejo de asimilar!

Desde entonces, Bangladesh ha llevado a cabo dos tentativas de repatriación de refugiados a Birmania o República de la Unión de Myanmar, que estrepitosamente naufragaron ante la falta de garantías de la ciudadanía y la seguridad, en unas condiciones específicas que aún no se dan en su país natal. Con lo cual, lo que aquí se relata, enfatiza la recapitulación del Quinto Aniversario del ‘Día del Genocidio’ de los rohinyás.

Inicialmente, hay que comenzar exponiendo que los rohinyás pertenecen a un grupo étnico mayoritariamente musulmán proveniente de Rakhine, una región de Myanmar anteriormente conocida como Arakán. Preliminarmente recibiría el nombre de Rohin, por lo que el término rohinyá podría significar ‘repatriado a Rohin’. De cualquier manera, la raíz de esta expresión y de quienes reciben este nombre se ha erigido en una cuestión política, debido a que los budistas ultranacionalistas de Myanmar lo evalúan de neologismo, a pesar de que el pasaje más antiguo data del siglo XVIII. Es por ello, que la génesis histórica de los rohinyás es un tema sensible, al haberse manejado como evasiva para rebatir la identidad como grupo étnico, la nacionalidad, los derechos civiles e incluso para argumentar su expulsión.

De hecho, los representantes birmanos han desacreditado a los rohinyás de ‘fake news’, manifestando que son íntegramente inmigrantes ilegales bengalíes que vinieron con la independencia de Myanmar en 1948. En contrapartida, los rohinyás defienden su descendencia de los mercaderes árabes que en el siglo IX arribaron en la costa de Arakán con propósitos mercantiles.

Mismamente, tenían muy presente que en el año 1826 el 30% de la población era musulmana, fecha que, a su vez, encaja con la finalización del primer conflicto bélico anglo-birmano, por la que el imperio británico tomó el control de Arakán. Además, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) el imperio aseguró una parte del territorio de Birmania, si combatían a su lado contra Japón que, por entonces, intimidaba el sector budista de Birmania.

"Cinco años más tarde de los hechos que seguidamente referiré, aunque de la sensación de ser una batida de acoso y derribo que no entra en las lógicas del siglo XXI, la minoría rohinyá se encuentra sumida en un limbo en los campamentos de refugiados masificados en Cox’s Bazar"

No obstante, tras la independencia de Myanmar en 1954, antigua Birmania, el primer ministro enalteció la honestidad del pueblo rohinyá y se le reconoció como grupo legítimo y merecedor de disfrutar de una patria. Y es que, las diversas divergencias culturales de los rohinyá hacen incuestionable su existencia como grupo étnico, porque practican un dialecto bengalí y poseen una cultura bastante distanciada de la budista mayoritaria en Myanmar.

En contraste, en las postrimerías de los ochenta estas divergencias fueron otra de las armas arrojadizas de su rehúso y discriminación sistémica, debido a una política de impulso del budismo como instrumento de cohesión e identidad nacional. Las muchas disensiones gramaticales que se atinan entre las distintas etnias, compusieron una inquietud política por la unidad nacional de Myanmar, que por otro lado ha acarreado el total vacío de la nacionalidad de los rohinyás.

Esta oposición de su identidad y la oratoria grandilocuente de aborrecimiento hacia ellos, es el caldo de cultivo perfecto para el establecimiento del estigma que incesantemente los acompaña.

En definitiva, puede aseverarse que los rohinyás son una minoría étnica peculiar del resto de Myanmar por su cultura, idioma y religión. Toda vez, que por motivos históricos y, sobre todo, políticos, han sido objeto de una encolerizada postergación e indiscriminación por parte del gobierno de Birmania, que actualmente persiste valiéndose de la denegación de su existencia como grupo étnico y un modus operandi más para su desmoronamiento como pueblo.

Diversos autores proponen que el genocidio en ningún momento emerge sin previa advertencia, sino que es la consecuencia de una escalada de fricción social que lleva a un patrón de violencia extrema y eventualmente a matanzas masivas. Así de contundente es el caso de los crímenes contra los rohinyás. Independientemente de si lo contemplamos como genocidio o no, las zozobras entre birmanos y rohinyás han ido creciendo sin pausa.

A decir verdad, estas rigideces se han cristalizado en forma de políticas improcedentes que han imposibilitado a los rohinyás el acceso a los servicios públicos de los que disponen el resto de la población de Myanmar.

En atención al Informe formulado por la Comisión Consultiva del Estado de Rakhine de 2017, tanto los musulmanes como los lugareños de la región han padecido severas restricciones como la de movimiento, que han frustrado cualquier avance direccionado a una armonía comunal y al crecimiento económico.

Las limitaciones de movimiento acorralan a los rohinyás en una encrucijada sin salida, renunciando a las tareas pesqueras o agrícolas para sobrevivir, normalmente como jornaleros, debiendo sufragar cada jornada gran parte de lo que obtienen para desplazarse del trabajo al hogar.

Igualmente, en el citado Informe se recuerda que desde el conflicto de 2012, unos 120.000 musulmanes y algunos residentes de Myanmar han quedado taxativamente como desplazados internos en campos.

En ellos, dado el estado deteriorado de las infraestructuras, miles de rohinyás subsisten como buenamente pueden hacinados y con un acceso reducido a los servicios. Sin embargo, por lo que más han perseverado es por el reconocimiento de su nacionalidad birmana y, si acaso, por la superación de su realidad de apatridia.

En 1948, año en que la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoció el menester de la nacionalidad, curiosamente la primera Constitución de Birmania diseminaría en su Artículo 11 el germen de lo incontrastable para condenar a los rohinyás en apátridas, sustentándolo en aquellos que vivieran allí con anterioridad a 1942, o cuyos antepasados fueran de alguna de las razas indígenas de Birmania. Y en paralelo, en el año referido, la Ley de Ciudadanía no designó a los rohinyás entre estas razas.

Ante tal tergiversación, no tardaron en dictaminarse algunas sentencias por el Tribunal Supremo de Birmania en las que se razonaba que ese cuadro no era exhaustivo, y que los Rohin tenían derecho a la nacionalidad.

Subsiguientemente, estas disparidades en la interpretación se diluyeron con la Constitución de Birmania de 1974, que oprimió aún más las exiguas oportunidades de los rohinyás de lograr la nacionalidad deseada, circunscribiéndola a aquellos que fueran hijos de ciudadanos de Birmania, o miembros de algunas etnias del país, no incluyendo la rohinyá.

Años más tarde, la Ley de Ciudadanía se ratificó definiendo tres contextos contractuales: nacionalidad completa, por naturalización y asociada. El primero, demandaba pertenecer a alguna de las etnias birmanas, pero la rohinyá no estaba contenida. Segundo, la nacionalidad por naturalización requería una demostración irrefutable de tener ancestros que habitaran antes de 1948. Lo cual, era difícil de justificar para la amplia mayoría de los rohinyás. Y tercero, si se les habilitaba la adquisición de nacionalidad asociada, no hubo ningún programa administrado por el Estado para acomodar esta alternativa, así que los rohinyás vieron disipadas la coyuntura de reclamar la nacionalidad.

En 2008, la nueva Constitución de la República de Myanmar vislumbraba en su octavo capítulo una sucesión de derechos y libertades esenciales, entre ellos, el derecho de no discriminación, pero únicamente se administraron a los ciudadanos de Myanmar, declarados como aquellos cuyos padres gozan de la nacionalidad. Si bien, los progenitores de la mayoría de los rohinyás no pueden acreditar su nacionalidad, por lo que prosiguen siendo apátridas.

Hay que matizar en lo señalado, que el Estado de Myanmar no es parte de la Convención Internacional para aminorar los casos de apatridia, pero sí que está apremiado por la Convención de los Derechos del Niño a no refutar el derecho de los rohinyás a disponer de una nacionalidad. Obviamente, esta ausencia de nacionalidad, valga la redundancia, les hace más indefensos a las arbitrariedades y la depravación del sistema judicial. Y como es evidente, repercute fundamentalmente entre quiénes se topan ante los campos de desplazados internos, ya que la resolución de conflictos es competencia de los mismos comités de gestión, habitualmente culpados de corrupción.

La discriminación también representa el aislamiento de los rohinyás. Tómese como muestra el elevado nivel de analfabetismo en Rakhine, con un 50% más que en el resto del territorio, sumado a la tasa de escolarización primaria que es la más baja de Myanmar. Tanteando este entorno, algunas oenegés han intentado optimizar los servicios educativos con la ayuda humanitaria, pero los voluntarios apenas hablan el idioma de Myanmar, por lo que la integración es compleja.

En cuanto a los actos violentos de 2012 y 2017, la Organización de las Naciones Unidas consideró en 2014 a los rohinyás como uno de los grupos más acosados e importunados del planeta. No son pocos los analistas que redundan en el extremo de los asesinatos en masa, como los sobrevenidos en Camboya (1975-1979) o Ruanda (1994) y la propia destrucción de los rohinyás, es que estas acciones virulentas se han materializado a lo largo y ancho de varias décadas, en vez de un corto período de tiempo.

Asimismo, durante ese intervalo de tiempo el territorio donde permanecían era inalcanzable a los investigadores y medios, por lo que hasta no hace demasiado se ha tenido conocimiento de los abusos y persecuciones prolongados soportados por la minoría rohinyá en Myanmar.

Hay que partir de la base, que el comienzo de la limpieza étnica se desencadenó en la última etapa de 1977 con la Operación Nagamin, por la que la Junta Militar emprendería una sucesión de maquinaciones contra los inmigrantes ilegales. A muchos rohinyás se les acusó de serlo y cargaron con torturas. Todo ello desató una violencia sin precedentes en las que no le quedó más remedio que emigrar a Bangladesh. Y por si fuera poco, como resultante de un pacto entre ambos Estados, de los 200.000 rohinyás que habían emprendido la fuga, 187.250 fueron forzados a volver a Myanmar.

Ahora tras lo acaecido, les aguardaba la Ley de la Ciudadanía de 1982 que conservó la situación de los rohinyás como minoría sin Estado ni derechos. A esto se le engarzarían otros capítulos de violencia extrema que irremisiblemente les hizo dispersarse a Bangladesh en los años 1991, 1992, 2001 y 2012, respectivamente.

En los preámbulos de los noventa, 250.000 rohinyás hubieron de abandonar escapando de los excesos de las Fuerzas de Seguridad de Myanmar, esta vez por medio de ocupaciones forzadas, ejecuciones, violaciones, torturas y detenciones arbitrarias. En los años sucesivos habían sido repatriados sin que quedara clara su firme voluntad de querer volver a Myanmar, ya que se puso en práctica el forcejeo desmedido para arrastrarlos a regresar.

Dando voz a algunas vicisitudes constatadas, en 2012, diez individuos musulmanes se les detuvo por la violación y asesinato de una joven en Rakhine, cuyas fotos se hicieron visibles en internet junto con el reporte del plan de los rohinyás de atacar a la comunidad. Análogamente, otros diez rohinyás se les ordenó bajar de un autobús, para a continuación ser golpeados mortalmente por una multitud de rakhines conservadores.

Progresivamente entraría en escena una política de control militar auspiciada por las autoridades de Myanmar en Rakhine. Estas medidas recibieron un sinfín de indirectas y entre ellas cabría subrayarse el Informe de la organización no gubernamental dedicada a la investigación, defensa y promoción de los derechos humanos, Human Rights Watch, que sacó a la luz la discriminación a la que estaban sometidos los rohinyás, hasta el punto de compararlo con un apartheid. Desde entonces, políticos, monjes budistas y grupos cívicos comenzaron a difundir noticias disfrazadas sobre los rohinyás, tachándolos de amenaza y distribuyendo folletos reclamando su limpieza étnica.

Esta instigación al odio tuvo como desenlace la agresión llevada a cabo en 2012 por miles de sujetos armados hasta los dientes. Al menos, setenta rohinyás cayeron asesinados en un ataque que, a pesar de haber sido advertido, no tuvo la reacción pertinente para que los agentes de la policía o los miembros del ejército hicieran por atajarlo y socorrer a los rohinyás. Indistintamente, las agresiones ocasionaron la destrucción de miles de hogares y muchas personas quedaron a su suerte en campos de desplazados internos, con un deficiente acceso a escuelas y hospitales.

En contestación a esta amplia lista de atropellos y exclusión institucionalizada vivida en 2012, un número determinado de rohinyás constituyeron ARSA, la milicia de salvación de Arakán que vertiginosamente aumentó gracias al sostén incondicional de estados como el Reino de Arabia Saudí y la República Islámica de Pakistán. Durante 2013 y 2014 incorporaron a campesinos, adiestrándolos en tácticas de guerrilla y en el empleo de armas y explosivos.

Las intervenciones de ARSA se activaron en 2016, tras un asalto en el que las Fuerzas de Seguridad tirotearon a hombres, mujeres y niños rohinyás. Esto desembocó en operaciones de limpieza que entrañaron violaciones, asesinatos, torturas, etc. Pero la mayor crisis se originó tras el 25/VIII/2017, fecha que propició un círculo vicioso de violencia, provocando más de cien fallecimientos.

Con el transcurrir del tiempo, Amnistía Internacional reunió pruebas de la responsabilidad del ejército de Myanmar por la Comisión en 2017 de nueve de los once crímenes contra la humanidad recapitulados en el Estatuto de Roma, englobando desde matanzas, hasta torturas, deportaciones forzosas, violaciones, persecuciones, desapariciones forzadas y otras prácticas inhumanas como obstaculizar el acceso a los alimentos.

Para ser más preciso en lo fundamentado, el 27/VIII/2017, los soldados de Myanmar se adentraron en varias poblaciones de rohinyás y ejecutaron extrajudicialmente a niños y hombres, mientras que las mujeres y niñas eran víctimas de vejaciones y violaciones en grupo, e incluso se llegó a rastrear en sus cuerpos cualquier resto de dinero u otros objetos de valor.

Las fechorías prosiguieron durante semanas y en un mes, poco más o menos, medio millón de rohinyás emigraron a Bangladesh. Los que se quedaron experimentaron el hambre motivada por el robo masivo de ganado. Sin inmiscuir, que Myanmar disuadió cualquier esfuerzo de ayuda humanitaria, por lo que ninguna organización estuvo en condiciones materiales de proveerles de comida o cualquier otra necesidad.

Más tarde, el Estado de Myanmar se empecinó en el derrumbe de los espacios afectados por estos crímenes, catapultando toda prueba visual que pudiera hallarse, borrando la memoria y cualquier otra sospecha real llamada a decir la verdad.

Como previamente se ha planteado en estas líneas, desde los laberintos surgidos a mediados de 2017, en torno a 720.000 rohinyás viven en campamentos de refugiado en Cox’s Bazar en condiciones insalubres. Allí, sufren constantemente la persecución de las autoridades, así como abusos sexuales y el tráfico de personas. Amén, que para los refugiados no inscritos, las incidencias son más pésimas. Un año más tarde, se convino la repatriación de los rohinyás, pese a que miles rechazaron el retorno por los abusos y la falta de derechos, porque a su regreso se les exigía convivir en campos catalogados como cárceles al aire libre.

Llegados a este punto de la disertación, los rohinyás han sufrido durante décadas no ya sólo el trato desigual, sino crueles crímenes que los han reportado a emprender la fuga, para posteriormente ser nuevamente desterrados. Esto ha llevado a la formación de grupos impulsivos como ARSA que, aunque no encarna a la mayoría de los rohinyás, se han monopolizado de pretexto por las Fuerzas de Seguridad para empedernir las medidas.

Al valorar brevemente el elemento diferenciador del genocidio de los crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad que se hayan podido perpetrar, este indudablemente salvaguarda intereses inconfundibles. En otras palabras: pretende impedir que grupos nacionales, raciales, étnicos o religiosos sean exterminados. Con lo cual, el genocidio aparece como una forma determinada en el vasto espectro de crímenes contra la humanidad para invadir un espacio explícito.

"La génesis histórica de los rohinyás es un tema sensible, al haberse manejado como evasiva para rebatir la identidad como grupo étnico, la nacionalidad, los derechos civiles e incluso para argumentar su expulsión. Con lo cual, lo que aquí se relata, enfatiza la recapitulación del Quinto Aniversario del ‘Día del Genocidio’ de los rohinyás"

En el sumario de genocidio, el conato de persecución debe ir precedido de la voluntad de destruir, total o parcialmente el grupo al que corresponden las víctimas. Este ‘dolus especialis’ de echar por tierra a un colectivo, no requiere haberse formulado claramente, sino que se puede derivar de los actos y discursos, sin que haya una declaración expresa de estas pretensiones.

Tampoco es necesario que los afectados incumban a un mismo grupo nacional, racial, étnico o religioso, sino que ha de existir una máxima de destrucción para que pueda hablarse propiamente de genocidio.

En opinión de diversos investigadores que no se quedan cortos a la hora de pronunciarse, la concurrencia de este empeño por parte de las Fuerzas de Seguridad de Myanmar cuando se consumaron los crímenes contra los rohinyás, se corrobora en la magnitud, gravedad y persistencia de estos crímenes, fusionados a la extensa lista de formas o maneras de discriminación como la negativa de su nacionalidad, derechos básicos e incluso de la existencia como grupo.

Estas negaciones, objeciones y crímenes seguidos durante largos períodos, muestran una clara ambición de destrucción del pueblo rohinyá, o al menos de lo que queda de ellos.

En consecuencia, lo que aquí se ha retratado sin visos de enmendarse, es el genocidio de los rohinyás que sigue impune, especialmente, desde que en 2021 llegara al poder tras un golpe de Estado que depuso al gobierno de Aung San Suu Kyi (1945-77 años), provocando masivas protestas y una sangrienta represión, la misma cúpula militar que llevó a cabo lo que la Corte Internacional de Justicia de la Haya investiga como genocidio, que lamentablemente ha marcado en el devenir de la historia muchos de los trazos tremebundos de intolerancia, odio y discriminación.

Recuérdese al respecto, que el principal órgano judicial de la Organización de las Naciones Unidas dictaminó la aplicación de medidas cautelares para amparar a la minoría musulmana rohinyá de un hipotético genocidio. Y en esa misma sintonía, el Alto Tribunal dispuso por unanimidad obligar a Myanmar, actual nombre de Birmania, como literalmente declara: “tomar todas las medidas a su alcance” para evitar crímenes contra los rohinyás en su comarca, así como el asesinato de sus integrantes.

Finalmente, la conjunción del desplazamiento dilatado en el tiempo y el desgaste psicológico en las condiciones hostiles de los campos, ha llevado a algunos refugiados a tomar decisiones espinosas sobre su futuro.

Hoy, una cuantía anónima ha vuelto a Myanmar de modo informal. En cambio, otros, han pagado un alto precio para embarcarse en azarosas partidas en barco hacia la Federación de Malasia que atiende a la mayor población rohinyás después de Bangladesh, mientras que una cantidad inferior busca abrirse paso hacia la República de Indonesia con la esperanza de recuperar la paz.

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