Intentaba quedarme acurrucado en mi posición: agarrado a la almohada, pero o no había ganas, o la fuerte temperatura que reinaba en la capital hispalense hacía casi imposible que uno intentara las maneras para irse en manos de Morfeo.
Pero algo pudo conmigo y de buenas a primeras, me vi en la cocina al lado de la nevera.
Yo creo que sería ese gusanillo que a medianoche a casi todos puede y por este motivo estaba dentro de esa estancia y con una predisposición a abrir la nevera y echar un vistazo a lo que hay dentro, por si era del gusto de nuestros ojos avizores y dar tranquilidad a nuestra barriga que también puede estar baja, de ese mantenimiento que hay que estarle continuamente avituallamiento.
Pero cuál fue la sorpresa cuando dentro de nuestro frigorífico estaba bien acomodado un hombre con una altura pequeñita , un abrigo gordo parecido a la piel de un oso polar y comiéndose un cono. Primero quedé impresionado.
Y mis palabras salieron solas, pero con un tono donde más bien parecía un niño asustado.
Y no era para menos.
- ¿Qué haces dentro de mi nevera?
- Pues ahora que te veo, con esos sudores en el rostro, creo que no me he equivocado.
Desde hace unas semanas he estado soportando unas temperaturas tan elevadas, que me estaba quedando en los huesos. No tenía ganas de comer, ni de dormir, y sólo pensaba en mi querida patria donde dirán que hace frío, pero abrigadito, puedo estar muy tranquilo.
Desde que estoy aquí adentro he vuelto a mis buenos días e incluso te he cogido un polo, ya que está bastante fresquito.
-¿Y me dices que hago dentro?.
Anda que no tienes dos dedos de cordura, y te invito a que te metas, no aquí, ya que es muy estrechito, sino en otro lugar donde haga está tan agradable temperatura.
Aunque dentro de un iglú se está aún mejor, y no por hacerlos yo, sino porque se puede uno mover mejor, e incluso puede uno pescar y hacerse dentro de la casa una buena barbacoa.
Nunca me gustaron los extremos, pero en verdad me hubiera gustado buscar otro lugar, parecido o igual a ese esquimal, ya que seguro que la cama no sería la compresa de una meona, llenita de agua por todos lados, y aunque no oliera a los orines, pero los alerones no sucumbirian al sudor y el hedor corporal, que no un buen desodorante podría controlar, solo una ducha que valdría para quitar el calor al instante, pero que al poco tiempo volveríamos a las andadas del malestar, por el temible calor reinante. Confesiones de un buen amigo.