El filósofo Séneca dijo: “Nos lleva la vida entera aprender a vivir, y cosa sorprendente, también aprender a morir”. La vida entera es mucho tiempo y si tenemos la enorme suerte de ir disfrutando el regalo que supone ir cumpliendo años, que es definitivamente la esencia de la edad, entonces la vida entera podría ser una eternidad. Así debiera ser si tuviéramos el sentido correcto del tiempo, el filosófico, el individual, el humano. Sin embargo, el tiempo se nos ha convertido en una cuestión social que apenas nos descuidamos, y nos descuidamos fácilmente, deja de pertenecernos.
Concebimos el tiempo como una línea continua de principio y final, una línea por la debemos transitar de manera indubitada, y en los tiempos que nos ha tocado existir, con precipitación. El tiempo se nos dibuja como una mirada hacia el futuro, siempre hacia adelante, tanto que se nos diluye el presente entre las manos, como quien buscando el árbol se pierde la belleza del bosque.
Hoy inauguramos el curso escolar y con él docentes y estudiantes trazamos esa línea continua y precipitada que habrá de durar hasta el siguiente solsticio de verano. Sin embargo, y antes de que el presente curso quede inaugurado y abramos las puertas al torrente de vida joven que está por entrar, ya tenemos marcadas las agendas, colgados los calendarios y señalado fechas en estaciones que aún están por llegar. Incluso nos hemos reservado días para resolver problemas que ahora desconocemos. Como plastilina, modelamos el tiempo para tener tiempo. Lo llamamos planificación, aunque en realidad no es más que un bálsamo que nos calma la irritación de la vida agitada. Como todos, cada uno en su diario afán, hemos entrado en el resbaladizo túnel del tiempo. Ese que nos empuja al futuro aunque queramos aferrarnos al presente con uñas y dientes.
A estas alturas ya hemos quedado definidos por un horario cuyas casillas irán siendo señaladas inexorablemente por un sonido tan continuo como estruendoso y que parece estar confabulado con las parcas, anunciando a diario cuándo comienza y termina ese pedazo de vida. Muchas son las profesiones que están atadas a las ligaduras del tiempo, pero sólo algunas sufren el sonoro suplicio de tan tremendo conocimiento: “Ya has consumido este tiempo, prepárate para consumir el siguiente”. El efecto de ese endiablado dispositivo sonoro, créanme que pueden llegar a resultar depresivamente irritante.
Los seres humanos dependemos del tiempo, de lo que él decida o establezca para nosotros. Vivimos bajo su indiscutible gobierno y se ha convertido en una de nuestras mayores obsesiones. Para los griegos, el dios supremo Cronos, o lo que es lo mismo, el Tiempo, vivía con miedo por la profecía de que un hijo suyo sería capaz de destronarlo. Por eso engullía a todos y cada uno de sus descendientes que nacían de su esposa. Un día ella, dolida por esas muertes, logró engañarlo haciéndole tragar una piedra y mandando lejos de su alcance al último de sus vástagos. Y fue este, Zeus, quien hizo que la profecía se cumpliera, destronando a su propio padre y convirtiéndose en dios de dioses. Para los antiguos griegos y romanos, tan solo los dioses son capaces de vencer al tiempo. Algunos piensan que la expresión “matar el tiempo” viene de ahí.
"Concebimos el tiempo como una línea continua de principio y final, una línea por la debemos transitar de manera indubitada, y en los tiempos que nos ha tocado existir, con precipitación"
Para los que nos esforzamos en saborear la esencia de lo que significa cumplir años (por cierto el miedo a envejecer se llama gerascofobia y es padecimiento poco recomendable), sin duda notamos que la soñada digitalización en la que se empeñan en enmarañar al ser humano de este siglo no ha hecho más que empeorar la percepción que tenemos sobre el paso del tiempo. “Tempus fugit” sí, pero con cuidado. Desde que trabajamos y vivimos rodeados de tecnología y, sin apenas ser conscientes, nos hemos mimetizado con la velocidad de trabajo de los dispositivos. La inmediatez de las cosas nos ha distorsionado la realidad hasta convertirla en inalcanzable. Hay que ser más veloces, más productivos, más automáticos. Vamos siempre con la lengua fuera, haciendo y deshaciendo, persiguiendo objetivos que el reloj (para algunos el timbre) nos impone. Recibimos correos que han de ser respondidos de inmediato, recibimos notificaciones que nos obligan a estar permanentemente en guardia, incluso contamos con diminutos ojos digitales que nos marcan el ritmo de nuestras actuaciones. Hace unos años la aplicación de Whatsapp tuvo que realizar un comunicado informando que el doble clic en sus mensajes no significaba que el receptor nos hubiera leído, simplemente que el mensaje había sido correctamente recibido. Acababa con las especulaciones de muchos que creían haber sido ignorados o había cierto enfado con ellos si no se les respondía enseguida. La aplicación puso así algo de freno en la necesidad inmediata de una respuesta.
Todo tiene que ser “Hic et nunc”, aquí y ahora. Somos esclavos de la inmediatez, y como el conejo blanco de “Alicia en el país de las maravillas” de Lewis Carroll, vamos diciendo eternamente “Ay Dios mío, Ay Dios mío, voy a llegar tarde” mirando el reloj y desvelando nuestros miedos por cumplir con la tiranía del tiempo.
Hoy es el primer día de esa mágica línea del tiempo que es el curso escolar. Los timbres de nuestros centros han permanecido callados, atentos al peregrino sueño de sus habitantes al creer que podían ablandar la cuerda del tiempo. Las vacaciones nos relajan a todos el espíritu, crecemos y con nosotros las horas y los días. Hoy resonarán de nuevo hasta media docena de veces, recordándonos a todos que debemos de nuevo apresurarnos para lograr objetivos, para culminar evaluaciones, para cumplir el currículum (este año la LOMLOE viene a señalarnos el norte. Sin pacto educativo, Cronos sigue devorando vástagos). Un curso más recorreremos pasillos con el reloj delante de nuestras narices, como conejos blancos temerosos de que la nueva hilera de los días no nos dé para todo. Pero lo haremos de nuevo. Venceremos al tiempo. Entre los “se me pasa volando”, los “cuánto queda” o los “no llego” tejeremos un curso más el devenir de un motón de futuros posibles, el de nuestros alumnos y alumnas. Como escribió García Lorca y cantó la ronca garganta de Camarón “El sueño va sobre el tiempo flotando como un velero. Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño”.