Nunca se supo su nombre. Solo que tenía dos grandes lunares en las mejillas y que intentó llegar a Ceuta con un traje de buzo oscuro. Su cadáver lo sacaron del agua los GEAS de la Guardia Civil el 13 de enero tras recibir el aviso de la existencia de un cuerpo flotando en el muelle de Poniente.
En la tumba 4725 de Sidi Embarek descansan sus restos. En el registro quedó anotado como varón magrebí sin identificar.
Esta noticia nunca salió en medios nacionales. Ni esta ni las otras 12 más alusivas a varones muertos en solo seis meses tras cruzar a nado o a bordo de embarcaciones los espigones fronterizos.
Son las muertes silenciadas, esas de las que nunca se habla. Son números que terminan encarnándose en historias porque todavía hay quien se empeña en evitar la cosificación de esta auténtica sangría que lleva años produciéndose en la frontera sur. Una sangría de la que no se acuerdan los medios nacionales ni tampoco las oenegés.
A este chico de grandes lunares en las mejillas le siguieron Mohamed, Bilal, Youssef y Moha. Cuatro marroquíes que terminaron ahogados el 24 de enero en el Sarchal y cuyos cadáveres fueron apareciendo en distintos puntos de la costa entre el 25 de ese mes y el 2 de febrero.
La Guardia Civil pudo detener a los pilotos que les obligaron a arrojarse al agua. Terminaron enterrados prácticamente juntos en Sidi Embarek salvo Youssef, cuyo cadáver fue enterrado en su tierra, Castillejos.
De ellos, de ‘los 4 del Sarchal’, nunca se habló al otro lado del Estrecho. Se convirtieron en invisibles para unos noticieros que en cambio dedican espacios a las informaciones más triviales.
Al yemení Rashad lo encontraron muerto en la playa del Chorrillo a mediados de febrero. Entre sus pertenencias encontraron varios documentos con los que pensaba buscar trabajo en España. A él se le pudo identificar, como también a Naufal, cuyo cadáver fue hallado en las inmediaciones del muelle de España enfundado en traje de neopreno y con unos manguitos como los que usan los niños para aprender a nadar a los que confió su vida.
Solo semanas después la Guardia Civil localizaba en mitad del Estrecho el cadáver de Abderrahim junto a una pequeña balsita playera.
Otros chicos fueron enterrados sin nombre. Nunca pudieron ser identificados y, lo peor de todo, ni siquiera los reclamaron sus familiares. Morir en la Frontera Sur también tiene su condena. La condena de un olvido interesado que la invisibiliza para siempre.
En esto de morir en frontera también existen clases.
Pasan los meses pero las familias no olvidan. Acostumbran a seguir preguntando por los desaparecidos, por jóvenes que cruzaron los espigones y de los que nunca más se supo. Los casos son incontables, los que han salido o no en los medios de comunicación. Son casos de adultos pero también de niños cuyo rastro se pierde en la frontera.
El domingo 12 de marzo el cuerpo del adolescente Mohamed fue encontrado en Alhucemas. Durante días lo buscó su familia después de que intentara entrar en Ceuta junto a un amigo cuyo cuerpo nunca apareció. Sus familias no los olvidan, mucho menos sus madres. Algunas, tras perder a sus vástagos, ni siquiera son informadas del fatal desenlace para evitar que la sombra de la tragedia aumente.
El cierre primero de la frontera y su reapertura, después, con restricciones hundió en la miseria a muchas familias como la de Naufal. Su cadáver fue encontrado en el muelle de España el 16 de mayo. En su casa siempre se había vivido del comercio transfronterizo, el tradicional contrabando. Cuando ese yacimiento se agotó optó por arrojarse al mar con la esperanza de mantener así a su familia.
La llamada que recibieron sus padres fue para informar que estaba muerto. Su cuerpo fue trasladado a Marruecos en donde se le pudo dar sepultura. Son casos muy contados. La mayoría de los fallecidos en estas circunstancias son enterrados en Sidi Embarek sin que sus familiares puedan rezarles físicamente.
Tanto en el cementerio musulmán como en el civil de Santa Catalina se juntan historias de chicos que en su búsqueda de futuro mantuvieron un nexo común.
El 27 de enero el cuerpo de Moussa Sylla fue encontrado colgado de un árbol frente al CETI. No le dejaban entrar al aplicársele una sanción por parte del centro. Su madre pudo ver el entierro gracias a la voluntad de un puñado de personas que tuvieron la delicadeza de hacer una videolllamada.
Esta muerte quedó sin una investigación plena. Sylla se quitó la vida sin que se hiciera algo por conocer el ambiente que rodeó aquella desgracia sobre la que ni siquiera hubo un pronunciamiento oficial. Fue el ejemplo de la extensión de este drama de fronteras. El joven había llegado a Ceuta tras saltar la valla y solo meses después se quitó la vida.
El miércoles 22 de marzo otro residente del CETI, Mohamed Balde, murió ahogado a 50 metros de la costa de Benítez. Tampoco se ahondó en las circunstancias que rodearon este caso. Así se cerraron.
En pleno 2023 sigue sin haber en Ceuta un organismo dedicado a trabajar en las identificaciones de estas personas. Las conseguidas lo son por el trabajo de la Policía Judicial a través de su Laboratorio de Criminalística o por el empecinamiento de quienes, de forma altruista, intentan dar con contactos que ayuden a poner nombre y apellidos con el único fin de que las familias conozcan qué pudo pasar.
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