Opinión

El complejo momento de Naciones Unidas en su 75º Aniversario

Desde la rúbrica y su consiguiente aprobación con la Carta de San Francisco que dio oxígeno a la Organización de Naciones Unidas, por su siglas, ONU, despuntaría con el empeño inherente de garantizar la paz, aunque con el acontecer de los trechos, prácticamente engloba casi todos los aspectos de la vida.

Por aquel entonces, emprendida por las potencias ganadoras tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945), que dejó nada más y nada menos que 60 millones de fallecidos, tenía la encomienda de eludir otros laberintos a las generaciones futuras. Por este raciocinio, el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), propuso la plasmación de un órgano mundial que intercediera en los conflictos mediante acuerdos conjuntos de sus miembros.

En sus primeros destellos, la ONU no estaba dispuesta a incurrir en las mismas incompetencias que debilitaron a la Sociedad de Naciones, instaurada en 1919 y oprimida por una inoperancia crónica. El nuevo organismo acrecentó grandes esperanzas, concebido como el aval para la paz. Sin embargo, en los tres cuartos de siglo transcurridos desde su concesión, el desfallecimiento funcional ha quedado en evidencia en numerosos momentos.

Desde la activación efectiva el día 11 de noviembre de 1945, su trazado ha respondido a la supremacía política de los Estados Unidos, la Unión Soviética, el Reino Unido, Francia y China, o lo que es lo mismo, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, asumido por los 51 firmantes como una realidad ineludible.

Inmediatamente, con la argumentación de la Guerra Fría (1947-1991), se supeditó su praxis de árbitro universal y tras el desvanecimiento de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas de Rusia, la URSS, se conservó el mismo dibujo que inmoviliza su capacidad para reformarse, en atención a los contextos que subyacen. Tales, como el surgimiento de potencias emergentes; el tanteo del derecho de veto en el Consejo de Seguridad; la lucidez ejecutiva de la organización y otros matices no menos taxativos.

Hoy por hoy, esta conmemoración coincide con notables complejidades como la guerra comercial, tecnológica y diplomática de Estados Unidos y China, dentro de un escenario inestable y con el desafío de ensanchar la cooperación internacional.

Si bien, no debe desmerecerse los éxitos alcanzados por la ONU, como los tratados de paz, la descolonización o las políticas de derechos humanos, que han supuesto un cambio de paradigma. Actualmente, la pobreza y el cambio climático, afloran como los asuntos más apremiantes y delicados de solucionar.

Atrás quedan lastres inicuos difíciles de tachar como el genocidio, o las armas de destrucción masiva, violaciones sistemáticas de los derechos humanos y la ratificación del coste bochornoso de las batallas modernas. A pesar de su habitual ineficacia y debilidad, la aldea global se hallaría en peor situación y sin la viabilidad para sujetarse a su finalidad fundacional.

En nuestros días, nadie discute que una de las lagunas más visibles de la ONU, pasa por no disponer de una fuerza coactiva estable. De forma, que cuando la trayectoria establecida se enmaraña en las garras de los intereses de los propios estados, el poder blando se convierte en poder débil y se desvanece la supervisión del orden internacional.

Es preciso incidir, que en los primeros pasos de la ONU, las tres cuartas partes de los 193 estados que la componen, no estuvieron entre los signatarios de la Carta o sencillamente, aún no existían.

Pero, tres importantes cuestiones que encara la sociedad del siglo XXI, apenas se mostraban en los debates de aquellos tiempos. Me refiero a la conservación del medio ambiente, la cobertura sanitaria universal y la amplificación de la hambruna. De ahí, la trascendencia que la reforma no se limite exclusivamente a un remozado del Consejo de Seguridad.

Es indispensable que la ONU sintonice con el sentir mayoritario, de lo que realmente las necesidades humanitarias reclaman. Un designio que irremediablemente colisiona con el retroceso del multilateralismo, la multiplicidad de caracteres en los populismos y la pugna mencionada de Estados Unidos y China.

Quiénes no están por la labor del orden liberal internacional, reiteran en impugnar la calidad y viabilidad de la ONU, sin observar, que es el producto de un intervalo excepcional en el que diversos países pretendieron aplicarse y rehacer las traumáticas lecciones aprendidas durante la etapa de entreguerras (11-XI-1918/1-IX-1939).

En otras materias, este sistema acomodado paralelamente en San Francisco y los Acuerdos de Bretton Woods entre el 1 y el 22 de julio de 1944, simbolizó la voluntad de no atinarse con el mismo obstáculo, en un extraordinario esfuerzo por aproximarse a la seguridad colectiva; equilibrio del sistema financiero; desarrollo del libre comercio; impulso de la solidaridad y la recuperación de los estados derrotados.

Ante la apuesta inexcusable por actualizarse, Naciones Unidas ha venido afrontando una agotadora inflexibilidad con las naciones ricas y pobres. Los actores con más recursos especulan que la organización defiende una burocracia tan extrema, como ineficaz.

En el polo opuesto, los territorios en vías de desarrollo, reconocen que la ONU se mueve como un órgano representativo y poco democrático. Haciendo frente a una escalada de reivindicaciones y sobrecargada por una estructura que ya no proyecta los entornos de poder del sistema internacional.

No obstante, la ONU, forjada en los últimos coletazos del trance más destructivo de la humanidad, en su traza institucional, ha tenido el ideal generoso de establecer una organización internacional gubernamental, consagrada a legitimar la paz y seguridad colectiva con el temple de los dos principales pragmatismos que conforman el espacio de las relaciones internacionales: el liberalismo y realismo.

Desde la caída del muro de Berlín (9-XI-1898), punto y final de la Guerra Fría y la reunificación de un país fragmentado durante cuatro décadas, el Consejo de Seguridad ha actuado en escenarios catalogados de amenaza a la paz y seguridad internacional. Tal y como lo distingue el Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas. Dicha provisión, autoriza al Consejo decidir determinaciones coercitivas, para evitar e impedir imposiciones a la paz o replicar con operaciones de ataque.

Con el orden internacional emergente, el apremio de una hipotética innovación del Consejo de Seguridad, se ha erigido en la punta de lanza de las discusiones sobre las perspectivas de Naciones Unidas.

La tesis más redundante que predomina, es del porqué el Consejo de Seguridad no admite a otros miembros permanentes, como bien podrían ser el caso de Japón, India, Alemania, Sudáfrica o Brasil, exponiéndose a convertirse en un órgano incongruente e irrelevante, con su primacía impugnada en razón de la paz a favor de otros cuerpos y entidades.

Las frustraciones acaparadas en antagonismos puntuales como Siria y Ucrania, o la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2, que lejos de menguar, no frena en su crecimiento, junto al atropello del poder de veto, amplifican el fracaso en las demandas insatisfechas para dar un giro de tuerca en Naciones Unidas.

De lo fundamentado hasta ahora, no ha de soslayarse, que la ONU se cimentó en tres pilares esenciales: la paz, los derechos humanos y el desarrollo. Cada uno con sus debilidades y fortalezas.

El primero, ya en los preludios de la guerra con el bloque Occidental liderado por EEUU y el bloque del Este con la Unión Soviética, la ONU, se tornó en un foro inmejorable para el coloquio, ejerciendo un protagonismo crucial en el afianzamiento de la paz.

El segundo, por vez primera, se reconoció la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dispuso los derechos fundamentales implícitos en los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales que los estados estaban emplazados a salvaguardar. Pese a que los elementos establecidos para preservar estos derechos contienen unos antecedentes cambiantes, la Declaración en sí, fue un acontecimiento que ubicó a los derechos humanos como una prioridad inapelable.

Y el tercero, la prosperidad de los países miembros implicados en “promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”. La agenda de mejora introdujo el objetivo de simplificar las divergencias entre los pueblos, incluso con la descolonización que era la hoja de ruta posterior al conflicto bélico.

Al objeto de emprender el auge, en la horquilla de los años de 1947 a 1973, respectivamente, la ONU compuso cinco comisiones regionales apuntalando a los lugares en desarrollo con la ayuda técnica. Una gestión que se institucionalizó en 1965 con el establecimiento del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, abreviado, PNUD. Conjuntamente, en 1961, la ONU satisfizo que el período de 1960 sería, valga la redundancia, su primer período de desarrollo, una decisión impulsada por el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy (1917-1963).

Como mecanismo primordial de esa agenda, la ONU intentaba la fijación de un sistema económico global más equitativo que otorgase serenidad. Conforme prosperó el proceso de descolonización y una cantidad gradual de estados en desarrollo pasaron a ser miembros, la organización se desenvolvió para implementar y acoger cambios en el orden económico general.

La Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, abreviado, UNCTAD, fundada en 1964 y principal órgano de la Asamblea General, respaldó esta causa. Entre sus connotaciones se aprecia la gestación en el principio del “trato especial y diferenciado” para las naciones en desarrollo en el comercio mundial.

Subsiguientemente, la ONU intensificó su posicionamiento para asegurar que estos países tuvieran el acceso a la financiación demandada. Pero, la superación económica únicamente constituía una parte en la ecuación del desarrollo. Esta confirmación afloró en 1978, cuando la Organización Internacional del Trabajo, OIT, difundió un estudio que concretó las carestías básicas de estas personas como la nutrición, vivienda, vestuario, educación y transporte público.

Obviamente, posibilitó la senda para cristalizar la conceptualización de ‘Desarrollo Humano’, que el PNUD se encargó de resaltar en sus Informes. Más tarde, se llevaron a cabo diversas conferencias que engrandecieron aún más, la agenda de ‘Desarrollo ‘Humano. Tómese como ejemplo, la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en 1995, con la que se acogió la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing: el modelo más progresista para auspiciar los derechos de la mujer, marcando un punto de inflexión en la mejora de las condiciones de vida.

Ya en 2011, se instauró la entidad especializada denominada ‘ONU Mujeres’, para la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer, con el propósito de urgir estos ideales.

‘ONU Mujeres’ es una de las representaciones de la red con este patrón, que muestran el compromiso de Naciones Unidas con el desarrollo social. Mismamente, estas envuelven a la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, abreviado internacionalmente, UNESCO; además, de la Organización Mundial de la Salud, OMS; el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO.

Otro nodo necesario en esta malla, es el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, dispuesto en la Conferencia de Estocolmo de 1972 sobre el Medio Ambiente Humano.

Consecutivamente, una sucesión de reuniones tuteladas por la ONU, desde la Cumbre de la Tierra realizada en Río de Janeiro en 1992, hasta la Conferencia de París sobre el Cambio Climático, COP 21, en 2015, han derivado en alianzas ambientales para contrarrestar la variación del sistema climático terrestre, conservar la biodiversidad y atajar la desertificación. Simbolizando la mejor certeza para mantener el planeta habitable, en coyunturas en que los efectos desencadenantes del cambio climático nos acucia a no subestimar el alcance de los esfuerzos ofrecidos.


De hecho, la ONU justifica el concepto de desarrollo sostenible, al reconocer que un desarrollo adecuado a largo plazo aglutina los caracteres económicos, sociales y ambientales.

En 2020, la ONU asumió los planes de desarrollo del milenio, que fueron reemplazados en 2015 por los propósitos de desarrollo sostenible, los cuales, establecen el molde idóneo para prosperar en esta agenda.

Con lo cual, la ONU es una institución destacada. Si cabe, reproduce uno de los rostros del sentido común de la raza humana: la dignidad del hombre debe ser respetada y remando en la misma dirección es la forma de lograrlo.

Por otro lado, inmersos en las vicisitudes del presente, la fractura acumulada en los últimos años, hay que añadir la crisis sanitaria que nos atenaza con todo tipo de secuelas económicas, políticas y sociales. Naciones Unidas, como parte integrante de este grupo de alto riesgo constituido por el multilateralismo y la cooperación internacional, no ha eludido el profundo impacto del virus y la disyuntiva acrecentada entre Estados Unidos y el gigante asiático.

En contraposición, la unidad y cooperación quedan suplantadas, porque el agente patógeno aviva la competitividad entre Washington y Beijing: la República Popular de China pretende hacerse con un as en la manga, que ve la crisis como una encrucijada ideal, en tanto, el coronavirus brama a sus anchas en las debilidades y contradicciones de los americanos.

De los frentes en erupción, llámense la vertiente geopolítica, comercial, tecnológica o sanitaria, uno de los campos de batalla más degradante sería el Consejo de Seguridad de la ONU, conducido el pasado mes de marzo por China. Inexplicablemente, tuvieron que contabilizarse casi 90.000 decesos en el mundo y contagios en más de 180 países de los 193 miembros, para que el Consejo de Seguridad al margen de lo que estaría por sobrevenir, decidiese constituir definitivamente un encuentro virtual, para reflexionar sobre la letalidad del COVID-19.

Este entumecimiento viral desenmascara que la ONU está en riesgo de dejarse llevar por la irrelevancia, si a todas luces no es hábil para nutrir la cooperación internacional, enfrentando una crisis epidemial de proporciones, sin precedentes, que ningún país podrá allanar por su cuenta.

En consecuencia, con los casos al alza en la mayoría de las superficies, la pandemia del SARS-CoV-2 ha provocado casi un millón de víctimas y está lejos de ser aminorado. La economía siente la recesión más grave desde la Gran Depresión de los años 1930. Las catástrofes naturales, desde inundaciones hasta incendios forestales, producen devastaciones incalculables.

En esta tesitura, los Estados Unidos de América, primera potencia mundial y valedor de la cooperación multilateral a capa y espada, hoy la contradice e incluso, la discrepa a amigos y socios con sus estrategias. Una espiral irresoluta, en la que la ONU y la subjetividad en la solidaridad que encarna, nunca ha sido más imprescindible en los tiempos que corren.

La ONU, sustentada en la noción de igualdad soberana de sus estados miembros, sólida con la tradición del sistema de Westfalia plasmado tras la Guerra de los Treinta Años (23-V-1618/15-V-1648), con independencia de su dimensión o envergadura, cada estado es legítimamente semejante a cualquier otro. Este paralelismo acredita el voto particular en la Asamblea General de Naciones Unidas.

La diferenciación existente entre los estados, es el pulso por el poder de veto en el Consejo de Seguridad. Una prerrogativa reconocida a los cinco miembros permanentes y en la tarea reservada para los países más ricos, dentro del proceso presupuestario de la organización. A la par, el mayor peso de voto radica en el Banco Mundial, BM, y el Fondo Monetario Internacional, FMI.

Pero, la distinción entre lo doméstico e internacional, se ha atenuado progresivamente hasta inducir a un desgaste d e soberanía en sus estados miembros: intercambios en las comunicaciones; o interdependencia económica; derechos humanos; inspección de procesos electorales y reglamentación del medio ambiente, son asignaturas pendientes que van más allá de la competencia doméstica y entrevén supuestas cesiones de soberanía nacional.

Las guerras, enquistadas en un sinfín de pugnas civiles, no forman parte teóricamente del portafolio de incumbencias de Naciones Unidas; toda vez, que ante los inmutables quebrantamientos de derechos humanos, o los desplazamientos de refugiados, añadido al tránsito de armas y otros pelajes transfronterizos, la ONU, principal garante en minimizar los desbarajustes y maximizar las soluciones, es divisada como el indicador más apropiado para tomar iniciativas. Una percepción dilucidada en el desenvolvimiento de intervenciones humanitarias de la organización, en ocasiones, sin el beneplácito de los actores afectados.

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