Recuerdo como si fuera ayer mi primer trabajo en el instituto de Cártama Estación. De esto ya hará 31 años que llevo en la mochila de mi memoria. Estrenamos las aulas; era el primer año que el centro comenzaba andar: todo eran para mí emociones nuevas que había esperado después de terminar la carrera: alumnos, ideales, proyectos, sueños.
Las pizarras, los pupitres, el laboratorio, la sala de profesores, el gimnasio. Un espacio impecable para iniciar una revolución pendiente pintando las ideas con tizas, trazando líneas en el encerado para iniciar un camino en todas las direcciones. Fue uno de los mejores años de mi vida, un año que viví peligrosamente.
Allí conocí a mi Compañero Dalmiro García: profesor de Lengua, comprometido con la enseñanza, trabajador incansable, y una de esas personas entrañables que se te pegan al alma para quedarse contigo.
Con Dalmiro empezó mi trayectoria sindicalistas. Era uno de los fundadores del sindicato USTEA. Hablar con él suponía tomar lecciones de compromiso, de lucha, de mejora del trabajo docente, de reivindicaciones en la educación. Yo lo oía emocionado, tomando notas de sus palabras pues temía olvidar algunas. Compartimos desayunos, cafés clandestinos por sus ideas revolucionarias de poner boca abajo al sistema, de conquistar las calles para transformar la sociedad desde la pedagogía real, necesaria, auténtica. Encontrar lazos, romper cadenas, abrir pasos necesarios para educar a alumnos libres, críticos, responsables, capaces de conquistar el mundo que les tocaría heredar.
Mi compañero Dalmiro me abrió las venas para inocular la fortaleza, la renuncia al desánimo y el espíritu de lucha constante.
Corría el mes de febrero del año 92 cuando llegó a la Dirección del Centro mi cese: había que recolocar a un contingente de profesores que, por sentencia, ganaron una oposición. En el instituto fui el único profesor afectado.
Inicié una huelga de hambre, encierro con alumnos, noches con sacos de dormir en los pasillos, manifestaciones en las calles. Supe lo que significaba la precariedad en el trabajo, el abuso de la administración respecto al profesorado interino, la insolidaridad y la solidaridad, la soledad y el “ estoy contigo”.
Allí estaba Dalmiro García, a mi lado, junto a la desesperación de haber sido desterrado y borrado de lo que fue mi casa durante unos meses. Dalmiro me siguió con aquella cámara antigua que llevaba en ristre: escribiendo, fotografiando, relatando el diario de guerra del colectivo. Leía sus crónicas, esperaba su llamada de teléfono, su aliento.
Mi huelga de hambre duró 18 días. Así me hice sindicalista y puse a mi dignidad por testigo que jamás abandonaría lo que Dalmiro me enseñó cada minuto de nuestras largas charlas en las que las horas se hacían segundos.
Ayer me llamó mi amigo y compañero Juanjo: Dalmiro había fallecido en un accidente. Lo encontraron muerto en una cuneta mientras el conductor se dio a la fuga. A su lado estaba también el cadáver de otra compañera del sindicato y una cámara de fotos esparcida en un reguero de imágenes.
Necesitaba escribir este Cañonazo para soportar el dolor, vencer esa tristeza que te paraliza y que no deseas que se acabe.
Su testimonio gráfico recordarán a todos los besos censurados de la película Cinema Paradiso en el que el protagonista recupera las imágenes cortadas por los censores de la posguerra. Nos dejas tu conciencia, tu sencillez, tu respeto hacia otras opiniones, tu ternura en cómo decías las cosas importantes, cómo se enfrentaba a callejones sin salida. Dalmiro seguía enarbolando la bandera de la libertad. Tenía 73 años y seguro que pensaba que todo estaba por hacer. En el almendro de nata nos encontraremos y nuestras manos unidas sellarán la victoria en tiempos de desaliento.