Podemos mirar horas al mar pero no captar su sagrada esencia, algo tan virtuoso es muy fácil que nos cautive y embelese los sentidos, sin embargo, llegar a contemplarlo en su absoluta majestad, solo está al alcance de verdaderos observadores de la naturaleza que se sientan conmovidos por la gran obra de la creación. Imposible comprender la mente de semejante arquitecto cósmico, pero, si, guardar la esperanza ilusionante por localizar un simple susurro del origen de los tiempos, algo que nos habilite para crear unos sencillos párrafos acertados con sabor a franqueza y llegar a considerar inteligible y honesto. Comprender un fenómeno a base de observación, paciencia y amor es algo tan mágico y misterioso que solo podemos realizar especulaciones al respecto. Esta clase de conocimiento es a la vez sencillo, directo, espontáneo, natural y sobretodo humano pero no por ello deja de ser asombroso que tengamos un nivel de comprensión tan elevado de las cosas tan sublimes. Cuando Goethe desarrolló su teoría botánica del desarrollo vegetal en torno a la hoja contaba tan solo con su capacidad de observación, su mente despierta y su enorme capacidad para la emoción por la naturaleza. Hoy en día estudios genéticos avanzados están corroborando las hipótesis desarrolladas por el sabio alemán en aquellos tiempos románticos. De igual forma podríamos hablar de su teoría del color en contraposición a Newton y su descomposición del espectro luminoso en longitudes de ondas; dos formas de representación del mundo natural en clara contraposición y separadas por enormes simas conceptuales. Lo maravilloso es que a Goethe le bastó observar con atención paciente y una profunda pasión por la vida y los fenómenos físicos para comprender observando. Con este, en apariencia, modesto arsenal, creó teorías explicables de las realidades naturales plenas de belleza poética y emoción. La ciencia que desarrollo en el mundo de la vida marina, los corales y de los paisajes sumergidos se mueve en este ámbito de conocimientos, y así voy gastando mi vida creyendo firmemente en la indisoluble unión de razón, sentimiento, poesía y emoción para comprender realidades accesibles del mundo natural que el Altísimo ha tenido a bien mostrarme por su infinita misericordia. Cada vez que logro resolver algún enigma zoológico y encuentro una bella relación entre las especies y sus ecologías, distribuciones e historia natural, siento que una ola de mística recorre mi espíritu y me acerca más a la misión que me ha sido encomendada. No me siento especial, pero si agradecido de que se me haya concedido justamente, “el darme cuenta”, por parte del relojero universal. Dice el Islam que los seres humanos somos simples gestores de los bienes creados y solo nos corresponde maravillarnos por la infinita obra ejecutada y administrar con justicia, inteligencia y piedad todo aquello que ha sido hecho y por lo que se nos pedirán cuentas un día en el otro mundo. Así, el hecho de llegar a comprender es suficientemente reconfortante para nuestra alma y por esta anomalía animal y cultural que somos los seres humanos, deberíamos estar muy agradecidos al excelso poder superior. Al fin y al cabo, hemos sido creados sin justificación aparente, por pura piedad y afán de servir a la buena causa, no existía ninguna obligación de hacerlo y de poner en marcha este maravilloso fenómeno que es la vida y sus procesos evolutivos visibles y entendibles a la luz de la razón.
El oleaje rompiendo en cualquier costa brava y salvaje es un espectáculo sublime y ha sido tan cantado, escrito, dibujado, pintado, filmado y fotografiado, que se podría entender por concluida ya la cuestión. Sin embargo, cuando se unen las piezas científicas y poéticas reconocibles y reconocidas, uno tiene la sensación de escasez, de no haber hecho nada y desea irremediablemente volver a recomenzar para seguir captando tan impresionante espectáculo de fuerza y sonoridad atronadora. Reiniciar todo el proceso de captación de esta sinigual realidad con la mente en blanco, casi quiero viajar en el tiempo al primer momento en el que un ser humano se encontró con un muro de agua y lo sintió deslizarse y romper como un gran ser multiforme que se va transformando conforme se acerca a su aparente final. A nadie he visto describir las esencias y potencias el oleaje como a Henry Beston en su amable y documentada experiencia en el frente de Cape Cod. Me encanta dormir cerca del arrullo del mar y no encuentro molesto la sonora retirada y subida del mar en las costas donde se producen estos fenómenos de forma significativa. Siempre que voy a Sidi Ifni me quedo a dormir muy cerca de la playa en un destartalado y auténtico lugar con el fin de acostarme y yacer con estos sonidos, olores y humedades. Después de leer a Beston puedo poner nombre a los chisporroteos, bufidos y demás resonancias. Pensar la ola como Beston es penetrar en el universo de las esencias racionales pero con ecos de ancestralidad y trascendencia únicas. Me encantan las olas, verlas romper y nadarlas con buen y mal tiempo; retarlas con levante es algo simplemente irresistible cuando me entra la fiebre del guerrero; esperarlas, entenderlas y soportarlas con paciencia hasta poder convivir con ellas un rato de baño y de nado, experiencias, todas ellas, altamente recomendables para sentir el pulso del planeta; la sístole y la diástole bestoniana. Con las olas, uno tiene la sensación de estar entre una multitud parloteante y grosera que empuja en distintas direcciones, aunque también cambiante, pues al poco, el bullicio se aplaca y te encuentras con un suave burbujear de espuma chispeante entorno al cuello y cara que enamora. Es como si un ejército de zafios se hubiera convertido de repente en una dulce congregación de pequeñas hadas bonachonas que intentan besarte a su fresca manera. El oleaje es una ilusión, la trasmisión de la fuerza imparable de los océanos que se produce sin cesar en una cabalgata interminable de secuencias numeradas que se llaman trenes de olas.
La ola no existe como entidad física, es un fenómeno ondulatorio trasmitido desde el confín del mundo marino; es una vibración del harpa de la tierra, es una montaña en movimiento; magia en marcha constante. Si nos adentramos en nuestra propia galaxia debemos vernos a nosotros mismos y al planeta en el que habitamos como raros y extravagantes, únicos y a la vez diversos, pleno de coloridos y poblado por el extraño e inexplicable suceso que es la vida. Quizá por este planteamiento y por las conexiones con todo lo que no puedo ver, pero siento que existe, tengo la sensación de venir de un remoto lugar y de estar temporalmente en este paraíso cuajado de vida.
Estoy frente al mar y me veo transportado a un extraño planeta en el que veo dos grandes colinas de agua agitada en movimiento que portan en sus cumbres un manto blanco intenso, en el fondo hay una luz amarillenta, un velo vespertino que lo inunda todo de inexplicable calidez húmeda. De improviso, las ondas acuosas se transforman en criaturas antediluvianas con aspectos pisciformes que avanzan imparables hacia la costa envueltas en un sorprendente proceso evolutivo. Así voy asistiendo al nacimiento de una rompiente de cetáceos y caballerías marinas que terminan desembocando en un totus revolutus de cabezas reptilianas que devoran todo a su paso mientras al unísono de produce un desmembramiento de estas producciones marinas con un estruendo y grandiosidad inesperadas. Cuando todo ha terminado y antes de que vuelva a empezar el ciclo de olas, siento profundamente la ciencia como poesía, y pienso en la poesía como la ciencia que todo ser humano debe practicar y cultivar en su interior. No me cabe duda que la propia contemplación de estos espectáculos son una forma de conocimiento y de acercamiento al inefable, incomprensible y maravilloso todo transcendente.
Siento romper el equilibrio del paraíso para decir que cómo puede afirmarse que la energía no tiene entidad física y que una ola no existe como tal (que se lo cuenten a las eléctricas). Lo que no existen son los espíritus y dioses, son relatos para intentar comprender el mundo y simples convenciones sociales para cohesionar la tribu.