Los mitos se construyen utilizando como materia prima ciertos arquetipos o ideas elementales. Conocerlos y entenderlos nos permiten acercarnos a la manera de pensar de unos antepasados no tan lejanos como pensamos. El modo de pensamiento llamado arcaico, en contraposición del moderno o contemporáneo, estaba basado en una estructura mental distinta a la actual. Desde el punto de vista fisiológico nuestro cerebro no se diferencia en nada a un indígena perteneciente a una de las tribus que aún sobreviven en el Amazonas. Tampoco hay ninguna distinción en cuanto a las funciones que desempeña la mente. No obstante, sí que podemos establecer importantes variaciones en cuanto al modo en el que percibimos lo que nos rodea y les damos una integración emotiva y racional. Según nos hemos alejado de la naturaleza para instalarnos en las ciudades se ha producido un cambio radical en la percepción de nuestro entorno. Durante buena parte de la historia de la humanidad, la naturaleza era la fuente primordial de los recursos básicos de subsistencia, como el agua, los alimentos o los materiales para encender el fuego, construir las viviendas o protegerse del frío mediante vestimentas más o menos elaboradas. Esto no ha cambiado. Seguimos necesitando estos mismos aprovisionamientos, pero ahora una parte de la humanidad, la más rica, opulenta y derrochadora, los adquiere en cómodos hipermercados a cambio de una compleja construcción mental y económica llamada dinero.
El alejamiento de la naturaleza lo es también de su captación sensitiva. Nuestro horizonte se ha reducido al de las cuatro paredes de nuestra casa o al de las estrechas calles rodeadas de altos edificios y constantemente transitadas por miles de vehículos. Apenas hay símbolos de vida más allá de lo humano. Los árboles empiezan a ser una excepción en el entramado urbano y las aves más escasas. Su canto ya no nos llega pues el ruido de los coches, las motos y las maquinas monopolizan el espacio acústico y olfativo. Todo huele a diésel o gasolina quemada. Tampoco es que el sabor de las comidas muestre la amplia gama de matices de épocas pasadas. En definitiva, nuestros sentidos se encuentran aletargados y nuestras experiencias perceptivas son cada vez más insípidas e insustanciales.
Esta senda de gradual perdida sensitiva provoca una desorientación general en los seres humanos. Para orientarnos en el tiempo y el espacio necesitamos un punto central de referencia. Esta idea del centro ha sido clave en la definición del marco espacio y temporal. Tomando como referencia este centro, nuestros antepasados dibujaron un círculo con un doble sentido. Lo real era lo que contenía el círculo y la propia línea de la circunferencia simbolizaba un tiempo circular en el que el cosmos se regeneraba de manera periódica. El acto de divino de creación, o lo que es lo mismo, de establecer orden en un mundo amorfo se repetía año tras año. La cosmogénesis tiene siempre su origen en una pugna, entre el caos y el orden, protagonizado por los dioses o los héroes. Este acontecimiento se revestía de autoridad mítica y era recreado mediante sofisticados ritos al final de cada año.La elección de este punto central no era casual ni improvisada. Se elegía para este fin lugares cargados de energía telúrica o de características especiales. Al ser un punto de equilibrio energético solía ubicarse en lugares de conjunción de opuestos. Esto explica que uno de estos lugares centrales fuera el Estrecho de Gibraltar. Aquí se unen dos continentes, Europa y África; y dos mares, el Océano Atlántico y el mar Mediterráneo. Su simbolismo iba mucho más allá de estrictamente geográfico. Más allá de las columnas de Hércules se abría un mar tenebroso y desconocido, algo similar al caos originario del que partió el origen del cosmos. El sol se hundía cada noche en estas aguas y no volvía a resurgir, por Oriente, hasta la mañana siguiente. Era un espacio de muerte y destrucción. Pero la muerte no era el fin de un proceso lineal, sino el punto de renovación de la vida en el interminable círculo de la vida. Esta es la razón de que en la mitología clásica se ubicase el árbol de la vida en el entorno del Estrecho de Gibraltar y, más concretamente, en el mítico jardín de las Hespérides. Las manzanas doradas que colgaban de este árbol sagrado tenían la propiedad de otorgar la inmortalidad a quien las comiese. La misma cualidad tenía la fuente del agua de la vida (Ma`Al-Hayat) custodiada por el personaje coránico Al Khdir. En ambos casos, la vida eterna era un don atribuido a este centro energético. La eternidad es consustancial al centro, ya que se sitúa en un punto donde el movimiento del tiempo y la quietud de la eternidad se reúnen. Simboliza, igualmente, el momento de nacimiento, instante en el que todavía no ha surgido el deseo y el miedo.
El centro pasaba a ser un lugar sagrado y, por tanto, transformado en un santuario o templo. Estos espacios consagrados conectaban, -mediante un poste central o eje, llamado Axis Mundi-, los tres planos espaciales de la realidad: el inframundo, el terrenal y el celestial. Además este eje servía para conectar a los seres humanos con los dioses. También cumplía la función de ser el canal por el que entraban y salían las almas en el nacimiento y la muerte.
La idea del centro no se limita a una doble dimensión geográfica y temporal. Desde una perspectiva hermética, el ser humano no deja de ser una extensión microcósmica del macrocosmos exterior. Nuestro mundo de adentro sigue en su configuración el mismo esquema cuaternario del cosmos y cuenta con un centro con la misma capacidad de renovación de la vida. Este centro está ubicado, -según explicaba Joseph Campbell en su obra “El Poder del Mito”-, “en las profundidades del inconsciente” (Campbell, 2015: 284). Se nos presenta, de este modo, como la fuente inagotable de las energías de la vida. Este el sentido que encierra el Santo Grial, las manzanas del árbol de la vida o la fuente del agua de la vida. Esta última “no se preocupa por lo que sucede una vez que ha generado vida” (Campbell, 2015: 285). Todos los mitos, comentaba Campbell, coinciden en indicarnos que “lo que importa es dar y llegar a ser”, y en recordarnos que en todos nosotros “también hay un punto generador de vida” (Campbell, 2015: 285).
Todos venimos al mundo con un potencial, con un don, que debe ser puesto al servicio de un determinado fin. El intento de alcanzar nuestro objetivo vital es lo que nos aporta felicidad y sosiego. Para lograrlo tenemos que situarnos, como escribió Henry David Thoreau, lo más cerca posible del canal por el que fluye la vida. Podemos interpretar este consejo en un doble sentido. En el más íntimo y personal, significa que debemos beber de manera continua del manantial que brota en el centro de nuestro ser. Mientras que un plano espacial y temporal, situarnos en el centro es aproximarnos a la eternidad y alinearnos con el eje que une el inframundo, la tierra y el cielo. Precisamente, en la leyenda del Santo Grial, el rey pescador cae herido por una lanza (símbolo del Axis Mundi) cuando pierde el centro y cae presa del miedo y el deseo. Todo su reino pierde la conexión con la fuente de la vida y se convierte en tierra baldía. La sanación del rey la tierra no será posible hasta que el héroe de esta historia, el ingenuo Parzival, supere una serie de pruebas, llegue hasta el castillo del Grial y pregunté al rey por la causa de su enfermedad.
Tal y como hemos indicado con anterioridad, siguiendo a Campbell (2015: 285), en todos nosotros existe una fuente generadora de vida. No obstante, son pocos los que consiguen que esta energía fluya de manera constante. Quienes lo logran se convierten, de esta forma, en centros energéticos o polos. Precisamente, en el islam, a este tipo de santos más excelsos se le conocen como Qutb al-Din (el polo de la religión). A la energía con poderes curativos que estos santos desprenden en vida, e incluso después de muertos, se conoce con el nombre de Baraka. Sus tumbas son convertidas en santuarios a los que acuden los fieles para beneficiarse de la fuerza del santo.
Son pocos los fieles musulmanes que llevan a alcanzar el grado de Qutb al-Din. Uno de ellos estuvo viviendo en Ceuta unos años a mediados del siglo XIII. Su nombre era Ibn Sabin. Supe de él por el libro de Mª Carmen Mosquera titulado “La señoría de Ceuta en el siglo XIII”. Esta investigadora citaba a este polifacético personaje entre las principales personalidades que recayeron en Ceuta en el siglo XIII. Su verdadero nombre ocupa muchas palabras, así que se hizo famoso entre la gente por el apelativo de Ibn Sabin, aunque se le conocía también como Ibn al-Dara, que significa “hijo del círculo”. Combinando ambos sobrenombres (Sabin e Ibn al-Dara) vendría a significar “un círculo igual a Setenta” (El Moussaoui, 2014: 33).
Durante su infancia y juventud en su Murcia natal estudió Humanidades (Adab), ciencias jurídicas y filosofía. También adquirió amplios conocimientos de medicina, química y de magia blanca “Simya”, así como de la ciencia de los secretos de las letras alfabéticas (El Moussaoui, 2014: 35). Sus ideas fueron tomando forma y dando lugar a la constitución de una hermandad que llevaba su nombre, “Sabiniyyun”. Sus integrantes practicaban la pobreza voluntaria y se les distinguía por sus vastas vestimentas. La rápida expansión de sus enseñanzas levantaron las suspicacias de los guardianes de la ortodoxia musulmana, lo que motivó que Ibn Sabin tuviera que emigrar de su tierra natal para ir primero a Granada y luego a Ceuta. De su estancia en Ceuta los acontecimientos personales más importante que citan las fuentes escritas fueron su matrimonio con una rica y bella mujer y el nacimiento de un hijo que moriría en el año 646 de la Hégira. Su mujer, según cuentan, “le construyó un cenobio en su casa, donde el místico se retiraba varias noches para buscar la “Realidad Absoluta” (El Moussaoui, 2014: 40). Este cenobio nos recuerda a la cueva de Hera en la que Mahoma recibió las revelaciones del ángel Gabriel. Precisamente, un detractor de Ibn Sabin le acusó de visitar esta cueva para lograr la revelación divina (El Moussaoui, 2014: 33).
No contamos con ninguna prueba para afirmarlo, pero el cenobio con el que contaba Ibn Sabin en su hogar ceutí pudo ser la gruta sagrada descubierta en el transcurso de la excavación arqueológica en la calle Galea. Hablaremos de esta gruta más adelante.
En el plano público, el hecho más relevante de Ibn Sabin en Ceuta fue las respuestas que dio a las preguntas filosóficas planteadas por Federico II, rey de Sicilia. Estas respuestas aumentaron su prestigio y fama, pero, una vez más, despertaron el malestar entre los alfaquíes, quienes le acusaron de herejía y, por este motivo, fue expulsado de Ceuta. Tras abandonar Ceuta estuvo algún tiempo asentado en la localidad marroquí de Badir, cercana a Alhucemas. Luego pasó a Túnez y, finalmente, llegó a Egipto. Pero una vez más chocó con la ortodoxia de los alfaquíes y se marchó a la Meca donde encontró un ambiente más propicio para la transmisión de sus enseñanzas. En opinión del investigador A. El Moussaoui (2014: 45): “la estancia de Ibn Sabin en la Meca favorece su extraordinaria productividad. Simultáneamente, su vida mística se intensificó; las vueltas reales o mentales, alrededor de la Kaaba, interiorizada como “centro cósmico” alimentan un esfuerzo especulativo al que las visiones interiores, las percepciones teosóficas, proporcionan una confirmación experimental”.
La idea de un centro cósmico está también detrás del santuario y la gruta sagrada encontrada en pleno centro de Ceuta. Era el lugar perfecto para que un sabio, considerado Qutb al-Din (el polo de la religión) e Ibn al-Dara (hijo del círculo), estableciera un conexión con la divinidad absoluta. Insistimos en que no tenemos pruebas para relacionar el santuario de la calle Galea con Ibn Sabin, aunque hay muchos elementos indirectos que nos permiten establecer esta conexión. La cronología del yacimiento arqueológico coincide con los años en los que Ibn Sabin residió en Ceuta. Por otro lado, la complejidad del santuario, de los ritos allí practicados y el profundo y rico simbolismo que contiene la propia gruta y el exvoto con la representación de la Gran Diosa, sólo podía estar al alcance de una persona de elevada altura espiritual, además de amplios conocimientos de filosofía hermética, astronomía, matemáticas, alquimia y arte oriental. Estamos hablando de una persona de extraordinaria sensibilidad espiritual y de una sabiduría al alcance de unos pocos elegidos: de un Qutb al-Din, como lo fue Ibn Sabin. Existe un apoyo arqueológico a nuestra hipótesis sobre la persona que inspiró el santuario de la calle Galea. Estos lugares sagrados, considerados centros del mundo o, los que es lo mismo, el centro de un círculo mágico, eran marcados por piedras sagradas o betilos, como la propia Kaaba o el ídolo encontrado en la misma excavación arqueológica de la calle Galea. Pues bien, la principal obra de Ibn Sabin se titula Budd al-`Asif (el ídolo del gnóstico). Este tipo de ídolo es descrito por biógrafo al-Dimašqī, a partir de uno existente en Sumanāt (India), de la siguiente manera: “es un fetiche venerado compuesto por dos piedras representando los órganos sexuales de un varón y de una hembra” (El Moussaoui, 2014: 265-266). Esta descripción concuerda con el betilo asociado al santuario del que venimos hablando. La parte superior tiene la forma de un triángulo, símbolo de lo femenino, mientras que la parte superior representa a un glande masculino.
Las ideas budistas se infiltraron en una etapa temprana en el islam. Aunque sabemos que el califa al-Mutasin al conquistar la India destruyó todos los ídolos que encontró, esto no evitó que los soldados descubrieron “la civilización religiosa fetichista en esta gran región” (El Moussaoui, 2014: 266-267).
Contemplo con fascinación “la confluencia de los dos mares” y el encuentro de dos continentes
Relevantes autores sufíes como Ibn al-Farid o Ibn al Arabi se mostraron favorables a la coexistencia con otras religiones que adoraban a ídolos. Así dice Ibn al Farid, en uno de los poemas de su Diván:
“Mas si el nicho (miḥrab) de la mezquita se ve iluminado por el Corán,
No están en vano los Evangelios en
el altar de la Iglesia,
Ni los libros de la Tor,
(revelados) por Moisés a su gente,
Y que los rabinos recitan
cada noche rezando.
Si un peregrino se incline
ante los ídolos de una pagoda,
Sera insensato criticarlo con fanatismo”. (El Moussaoui, 2014: 268-269).
Por su parte, Iban Arabi dice:
“Mi corazón se ha convertido en receptáculo que acoge toda forma:
Es prado para gacelas,
convento para monjes,
templo para ídolos,
Ka‛ba del peregrino,
Tablas de la Ley (Tora)
y libro del Corán.
Sigo la religión del amor,
Y voy adónde quiera que vaya
su cabalgadura,
pues el amor es mi fe y mi creencia” (El Moussaoui, 2014: 269-270).
En opinión de A. Moussaoui, Ibn Sabin le da un sentido más teórico al término Budd (ídolo). Para el sabio murciano el término “Budd designa a Dios, a condición de que esta palabra esté vinculada, por relación gramatical y de manera consecutiva, al‛Aqil (razonable), al filósofo y al Mustaršid (novicio)” (Moussaoui, 2014: 270). El Budd vendría a ser, según el propio Ibn Sabin, “la fuente de donde brotan todas las formas y todas las esencias de las cosas” (El Moussaoui, 2014: 271). Esta definición del Budd (ídolo) se asemeja mucho a la que podemos encontrar en los textos alquímicos sobre la piedra filosofal, símbolo material del “sí mismo” (centro psíquico) o del centro del mundo (centro geográfico).
De lo dicho hasta ahora podemos hacer el siguiente resumen. Nos encontramos en una región, el Estrecho de Gibraltar, cargada de simbolismo geográfico, experiencial, místico, psíquico y cósmico. Lo es por varias razones, todas ellas asentadas en la base de la mayor parte de los mitos antiguos y medievales. El Estrecho es un espacio de encuentro entre los dos principios básicos que rigen el cosmos. El mundo, tal y como se entiende desde el pensamiento arcaico y mítico, surge a partir de la pugna entre el caos y el orden. Quienes intervinieron para equilibrar ambas fuerzas opuestas fueron los dioses al principio del tiempo. Lo hicieron en un momento y lugar preciso. Este punto era el centro del mundo. Situados en este lugar central, dioses, como Buda, dibujaron con su mirada un círculo mientras indicaban los puntos cardinales. El centro de este círculo emana una energía inagotable que se renueva de manera constante: la propia vida. Es un punto que está más allá del tiempo y el espacio, del deseo y del miedo, de lo masculino y lo femenino, de lo terrenal y lo celestial. Es el lugar de “la confluencia de los dos mares” descrito en el Corán e identificado por muchos autores medievales con el Estrecho de Gibraltar.
El Estrecho de Gibraltar es un gran círculo geográfico, económico, religioso y cultural cuyo centro, siguiendo el principio hermético, está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Esto no quita que en distintos lugares precisos de la geografía transfretana se hayan ubicado sitios míticos considerados el centro del mundo y simbolizados por elementos naturales tradicionalmente relacionados con estos puntos centrales. Así, en torno a la figura del Atlante dormido que reposa eternamente en las inmediaciones de Ceuta, surge el mito del jardín de sus hijas las Hespérides, encargadas de custodiar el árbol de las manzanas de oro, capaces de otorgar la vida eterna a quién la pruebe.
El mismo don de la inmortalidad era el que tenía otra hija del Atlante, la ninfa Calipso, cuya pequeña isla de Ogiggia, en la que estuvo cautivo Odiseo, se encontraba a los pies del Yebel Musa o Atlante dormido.
La misma percepción del Estrecho de Gibraltar como centro de un círculo en el que la vida y la muerte están en perpetuo movimiento continuó en época medieval. En aquellos tiempos, por medio del islam, este estratégico canal marítimo fue identificado con la mítica “confluencia de dos mares”. Estos mares, como arquetipos del agua, representan los dos planos de la existencia que parecen irreconciliables: lo material y lo espiritual, el cuerpo y el alma. Si se logra el resolver el “Mysterium Coniunctionis”, es decir, vencer a la dualidad y conciliar los opuestos, llegaremos a saborear la eternidad y acercarnos a la inmortalidad. De manera simbólica este centro cósmico es descrito en los textos islámicos como la fuente del agua de la vida (Ma`Al-Hayat). Llegar hasta este manantial no es una empresa fácil. Moisés lo logró, pero no supero las pruebas que le impuso el custodio de esta fuente, el célebre Al Khdir. Le faltó suficiente confianza en la sabiduría del “Hombre verde” y paciencia para entender las motivaciones de sus acciones. De modo que no consiguió la ansiada inmortalidad. Algo similar le ocurrió a Gilgamesh. Superó duras pruebas y encontró la planta que otorgaba la vida eterna, pero se quedó dormido y una astuta serpiente se la comió.
En todos los casos, el sabio o héroe debe superar obstáculos difíciles hasta llegar al lugar donde se encuentra el centro del mundo, punto en el que se encuentra el árbol de la vida, la fuente de la eterna juventud, la planta sagrada o el Santo Grial. Siempre es una empresa solitaria. El camino del héroe, estudiado por Joseph Campbell, emprende una aventura plagada de peligros en el que se podrá a prueba su valor, templanza, justicia y sabiduría. Pero no lo hace sólo. Cuenta con la ayuda de un maestro, que bien puede ser una representación del arquetipo del Viejo Sabio (caso del Al Khidr o Hermes) o el de la diosa, en sus múltiples formas; o bien de ambos, para distintas etapas del camino. El premio para quien consigue completar la misión es siempre algún tipo de elixir de la vida. En este momento, según explica Campbell, el héroe siente la tentación de disfrutar de este tesoro en solitario y no regresar al mundo real.
Lo que hace el héroe en la ficción mítica durante su búsqueda del elixir de la inmortalidad, custodiado en un símbolo centro, no deja de ser una bella metáfora del camino que todos emprendemos o deberíamos emprender en la vida. Somos empujados, desde que nacemos, a seguir una aventura no exenta de peligros, pero también de alegrías. Si nos situamos en el borde del círculo somos llevados, como si estuviéramos montados en una noria, de un punto a otro en un camino sin sentido ni fin. Pero si alcanzamos el centro nos alineamos con el eje del mundo (Axis Mundi) y podemos conectar, a través nuestra, el inframundo, la tierra y el cielo. Conseguimos así que fluya la energía vital o fuerza que, precisamente, parte del centro del círculo. Desde el centro tenemos una visión de la totalidad y podemos orientarnos. Todo girará a nuestro alrededor, pero nosotros permaneceremos imperturbables, como el mismo Buda apoyado en el árbol sagrado. No seremos presa, como él lo logro, del miedo y el deseo.
El verdadero centro del mundo no está ningún lugar concreto más que en nuestro corazón. No obstante, hay lugares, como el Estrecho de Gibraltar y Ceuta, en los que el paisaje del mundo de afuera se asemeja mucho a la geografía de nuestro mundo de adentro. Desde la cima del Monte Hacho siento que el árbol sobre el que me apoyó es tan sagrado como el de la Jardín de las Hespérides o el de Buda. Sus raíces se hunden en esta tierra mágica y mítica y la conecta con el firmamento. Desde aquí puedo reconocer con facilidad los cuatros puntos cardinales y reflexionar sobre sus muchos significados. También contemplo con fascinación “la confluencia de los dos mares” y el encuentro de dos continentes. Percibo la energía que desprende este punto de fusión energética, este centro cósmico rodeado de mar. Me siento vivo y revitalizado por esta fuerza. A veces, sin perder el centro interior, me gusta rodear el círculo que dibuja la trayectoria diaria del sol y reflexionar por el camino sobre las estaciones de la vida.
“La vida realmente vivida es la que más se aproxima al centro”
Me siento afortunado por experimentar estas sensaciones y emociones profundas que brotan de la fuente de la vida. Quisiera que otras personas pudieran sentir lo mismo que yo siento. La vida realmente vivida es la que más se aproxima al centro. Cerca del manantial la naturaleza reverdece y nuestros corazones se alegran y alcanzan el sano éxtasis. Los sentimientos y los pensamientos borbotean de la fuente sagrada y mi misión es transformarlos en palabras. Y aunque quedan recogidas por escrito, me gusta pensar que flotan en la atmósfera y llegan a formar parte del espíritu de Ceuta. Caen como hojas en otoño para nutrir el suelo de esta tierra. Las semillas sembradas en tiempos pasados por sabios como Ibn Sabin encuentran el abono que necesitaban en mis hallazgos arqueológicos y mis reflexiones personales. Ahora toca regarlas con el mismo elixir de la vida, esperar que crezcan y que den sus frutos en un futuro. Siempre habrá alguien que, como yo, busque las manzanas de oro que cuelgan del árbol de la vida.
BIBLIOGRAFIA:
EL MOUSSAOUI, A. 2014: El sufismo esóterico de Ibn Sabin (s.VII-XIII d.C.), Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, Madrid.
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