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Ceuta Británica - Capítulo 8 - Mustafa el Hosmari

RESUMEN DE LO PUBLICADO: Adolfo Estrada, periodista del diario El Globo viaja de Madrid a Málaga en el AVE para dirigirse posteriormente a Ceuta. Conoce en el vagón a un inglés llamado Stephen Sullivan (Steve) que también tiene el mismo destino porque es profesor en la Universidad Winston Churchill de la ciudad africana. Durante la conversación Steve recuerda al español que el Dictador Primo de Rivera cambió Ceuta por Gibraltar. Adolfo está sorprendido por esos datos y porque el tren llega a Algeciras en vez de a Málaga. Se apean en la magnífica Estación algecireña, suben a un moderno buque y, al desembarcar, el periodista se dirige al Hotel El Hacho. Cena en el Restaurante-Pub La Sirena, escribe el primer artículo y, al día siguiente, tiene una cita con Helene que le acompaña a Marruecos. De regreso, relata sus impresiones y, ya en el hotel, comienza a charlar con un camarero musulmán del cofee shop. -¿Es usted de Ceuta?  -prefirió comenzar así, a pesar de que notaba que el tratamiento que predominaba a ese nivel era el tuteo-
-Naturalmente que soy ciudadano ceutí. Mi familia lleva tres generaciones aquí y yo estudié en Ceuta, asistí a la Escuela de Hostelería, hice prácticas en España y después, por fin, encontré este trabajo.
-¿Hay una Escuela de Hostelería en Ceuta? ¿Qué tal es? –preguntó el periodista que ya había encontrado una fuente de información distinta.
•Creo que es muy buena –contestó el camarero en correcto español- porque la enseñanza se imparte en castellano, inglés y árabe, con lo que es necesario conocer los tres idiomas, pero ello no es difícil, porque se aprenden en todas las escuelas –el ceutí cruzó los brazos detrás y continuó la conversación con forzada naturalidad-  Hay dos formas de cursar los estudios, con una beca del gobierno de Ceuta que cubre parte de la matrícula y que obliga a trabajar en la ciudad durante tres años o pagando el importe completo, con lo que se tiene libertad al terminar. Se hizo esto porque casi todo el mundo se marchaba a trabajar a España o Marruecos y era necesario tener profesionales preparados en Ceuta.
Adolfo comprendió entonces que estaba reuniendo muchos datos de asuntos diversos, pero muy pocos de la población musulmana y sus inquietudes, así es que se animó a seguir preguntando.
-¿Y qué otras oportunidades tienen los ceutíes de religión musulmana? –el periodista sabía que la pregunta podía dar pie a confesiones críticas- ¿Cuáles son los puestos de trabajo que suelen ocupar?
•Bueno –contestó Ahmed que así se llamaba el camarero según la chapita negra que llevaba sobre el chaleco-  ya sé que usted es periodista y va a escribir sobre Ceuta. Mi experiencia es que podemos estudiar lo que queramos y acceder a todos los puestos, pero debería hablar con alguien que le explique todo esto con más detalle y fundamento.
•¿Y con quién puedo hablar en profundidad, Ahmed?  -el periodista tuvo la impresión que el camarero estaba pensando en alguien concreto- por eso arqueó los ojos como invitando a su interlocutor a que contestase.
•Creo que la persona indicada es el Hach Mustafa el Hosmari, porque se trata de una persona que conoce bien la religión, la vida en Ceuta y, desde luego, Marruecos e incluso la ciudad española de Melilla. Ejerce la abogacía aquí, así que tiene excelentes relaciones. Es mi cuñado y pienso que es la persona indicada –Ahmed había dicho todo lo que tenía pensado como presintió el español e hizo un gesto con la mano que éste entendió como okay-
•Me encantaría hablar con su cuñado, Ahmed. ¿Cómo podría contactar con él?  -inquirió Adolfo ya muy interesado por el contacto.
•Lo llamaré al teléfono móvil para fijar una cita mañana y le dejo   nota en recepción –contestó el camarero mientras miraba a un lado y otro como si temiera que le estuviera vigilando el encargado por detenerse tanto tiempo en una mesa-.
El periodista le vio alejarse. Se quedó un rato leyendo el periódico, ahora con datos generales como horarios de barcos, helicópteros, aviones desde Tetuán, nacimientos, defunciones y otras generalidades. De pronto se sintió cansado y decidió irse a la habitación. Al pasar delante del mostrador de Recepción, un joven uniformado de azul marino y con relucientes botones dorados, le entregó una nota cuidadosamente doblada. La abrió y, sonriendo con satisfacción, la leyó en dos segundos  “Mi cuñado Mustafa el Hosmari le espera mañana en el restaurante Las Palmeras, aquí cerca, para comer a las 13:00. Tiene un juicio pero a esa hora habrá terminado. Si no puede ir, deje una nota en Recepción. Ahmed”.
Por supuesto que iría. Un abogado ceutí y musulmán era lo que le interesaba precisamente. Se guardó la nota en el bolsillo y se dirigió al ascensor soñando con la gigantesca cama que le esperaba.
La mañana siguiente se la tomó libre. Pidió el desayuno a la habitación junto a la prensa local. Abrió el ventanal y contempló la ciudad allá abajo. El monte llamado Hacho que había conservado su nombre, estaba salpicado hasta el mar de bonitas casas que parecían muy lujosas y ello era comprensible por su emplazamiento. Con el tele-objetivo de su cámara pudo ver una especie de enorme cuartel donde ondeaba la bandera de Ceuta y, a partir de esa construcción, los edificios de la ciudad con calles que, al menos desde aquella altura, parecían estrechas. El mar azul lo envolvía todo a ambos lados, abrazando la estrecha península que parecía terminar en las murallas. Un ferry enfilaba  el puerto y los montes, formando la frontera con Marruecos, cerraban aquel cuadro que a Adolfo le pareció diferente. Después, al revés de cada día, entró en el baño, puso música con el teléfono en aquel altavoz portátil que le regalaron y se entretuvo todo el tiempo que quiso. Todavía le quedó margen para tomar algunas notas en el ordenador, hacer un par de llamadas y meditar brevemente sobre su trabajo en Ceuta. Sin embargo, le turbó el recuerdo de Helen que, de pronto, apareció en su mente. No sabía qué conclusiones sacar de su encuentro con ella. Ignoraba por qué le dedicó el día, por qué se insinuó si es que lo hizo, por qué tuvo impulsos de los que se arrepintió enseguida y por qué era tan mojigato y poco decidido en momentos cruciales. La apartó de su mente o al menos lo intentó, pero de pronto miró el reloj y eran las 12:30 y, recordando que siempre le faltaba tiempo al final, se vistió rápidamente para acudir a su esperada cita con el abogado musulmán.
En el ascensor fue pensando si habría elegido la ropa adecuada. Llevaba una chaqueta de ante marrón, un pantalón beige y una camisa blanca de esas que se llevan sin corbata. Su interlocutor, si venía de los juzgados, quizás vistiera más formal pero, al recordar que era periodista, pensó que una indumentaria casual, podría ser adecuada. Iba pedir un taxi pero le indicaron en la conserjería que solo tenía que bajar una cuesta, andar un poco hacía abajo y encontraría enseguida el restaurante Las Palmeras. Eso le tranquilizó y comenzó a descender, siempre con un horizonte de mar y pinos.
Se llegaba a Las Palmeras desde la calle bajando unos escalones hasta entrar en el salón principal. Observó la decoración que era completamente árabe, alfombras típicas, jarrones de Safi, espejos con amplios marcos, cortinas recogidas con abrazaderas de metal muy trabajado, palanganas y jarras plateadas, cuadros que reconoció como reproducciones de Mariano Bertuchi y un olor como de especias en el ambiente. Su observación del conjunto que ya parecía impertinente o propia de un turista principiante, fue interrumpida por la voz del maître que le preguntó en un relamido castellano:
•Perdone, señor. ¿Viene Vd. a ver al Sr. Mustafa el Hosmari?
•Sí, estoy citado con el Sr. Hosmari – contestó el periodista tratando de sonreír, aunque sin exagerar.
•Sígame, por favor –contestó el maître comenzando a andar hacía el fondo entre los comensales- le llevaré a su mesa porque el Sr Mustafa el Hosmari aún no ha llegado.
Como iba detrás del maître observó que vestía impecablemente pero con un estilo que a él le pareció árabe de diseño y adaptado el estilo occidental. Llevaba medias impecablemente bancas que, saliendo de unos amplios zaragüelles de color marrón, terminaban en unas babuchas lisas y amarillas. El chaleco, corto y  recamado, dejaba ver un justillo de blusa blanca. Llevaba el pelo corto, arreglado y cubría la cabeza con un tarbouch rojo. En un momento determinado, aquel elegante servidor tan típico, le introdujo en una habitación en la que había una mesa para seis, pero con tres cubiertos en uno de sus extremos. A él le señalaron uno de los laterales, quedando libre el del centro y otro justo enfrente.
El maître se disculpó con un gesto y salió de la estancia cerrando la puerta tras él. Adolfo, con la curiosidad propia de un avezado periodista, comenzó a fotografiar mentalmente aquella amplia sala que, evidentemente, era un reservado para clientes especiales. A su derecha, una gran cristalera le dejaba ver el mar tranquilo y España con Gibraltar al fondo. Enfrente había una especie de aparador con platos y vasos. El mantel blanco cubría toda la mesa y, en el centro de ésta, habían situado un jarrón con flores que a Adolfo le parecieron silvestres. El suelo estaba cubierto con las consabidas alfombras y las paredes con vistas de Ceuta bastante originales porque presentaban una ciudad antigua y con encanto.
Se abrió la puerta y, mientras un camarero ataviado como el maître pero más modestamente la mantenía abierta, entró en la sala el que debía ser el abogado que Adolfo esperaba. Éste se levantó enseguida, fue a su encuentro y se presentó con su nombre. Su interlocutor hizo lo propio añadiendo “ soy Mustafa el Hosmari, a su disposición”.
Se sentaron. El Hosmari se situó en lo que podía ser la presidencia. Hablaba español pero con un cierto acento influido quizás por el andaluz y el curioso inglés que se utilizaba en Ceuta. El musulmán comenzó diciendo lo que le agradaba aquel encuentro, celebrando que la prensa española se ocupara de la ciudad africana sin motivo aparente, porque, según su opinión, los periodistas siempre aparecían cuando saltaban a la actualidad noticias sensacionalistas.

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