Opinión

Cataplexia (III)

Pedro hoy me ha confesado que dentro de su ordenador tiene unos apuntes para una futura novela con el título ‘La sonrisa de la soledad’. De todos modos te damos las gracias por tu relato. A la mañana siguiente nos dirigimos hacia la comisaría de Policía donde Paolo nos estaba esperando. Era una persona de raza negra muy corpulento y medía más o menos los dos metros. Nos dio un sobre y unas armas de fuego, además de unos cinturones para llevarlas. Aquí hace mucha calor y por lo menos yo decidí llevarla en una cartera donde además llevaba mi documentación y una libreta y varios bolígrafos. Nuestra misión era saber lo que le había ocurrido a esos pobres hombres que aparecían al cabo de mucho tiempo y completamente fuera de ellos. Les llamaban zombis vivientes. Pues no teníamos más remedio que salir a la calle a investigar. Mi teniente me dijo si no tenía curiosidad por saber lo que había dentro del sobre. Y yo, no muy convencido, le dije si me lo podía decir. Y me comunicó que un montón de billetes de un dólares. Había habido un terremoto hacía pocas fechas y lo recordaba por las noticias. Pero era una gran pena estar por la zona. Sólo veía niños semidesnudos jugando y mucho escombro por todos lados. Tiendas de campaña, toldos y fogatas haciendo con leña comidas y preparando café. Unas escenas dantescas por todos lados. Camiones aljibes suministrando agua y todas las clases de cosas para llenarla de líquido elemento. Mi teniente se fijó en una niña que podría tener unos cuatro añitos llorando como una Magdalena. Se acercó le dio un beso y le ofreció un caramelo. Y de repente vi una figura nueva. La chiquilla cogió la chuche, la peló con mucha delicadeza, se la metió en la boca y nos dedicó una sonrisa que a mí me partió el corazón. Rocío le dio un beso, la acarició unos instantes, la peinó con las manos y se levantó. Le vi a mi teniente con una cara que inducía a unas lágrimas aguantadas de emoción. Seguimos la ruta y cuando llegamos al mercado escuché a una persona, ya mayor, hablar en francés. Mi instinto entro en órbita y me lancé a hablarle. -Perdone desearía saber algo sobre esas personas que dicen que aparecen después de mucho tiempo en casa y parece que son unos zombis vivientes. ¿Sabe usted algo de ello? -Usted es extranjero. Por lo que veo. Aquí estos temas son tabú. Pero a mí precisamente me importa poco todo lo que dicen. Sé que todos ustedes estáis hipnotizados por estos temas y os voy a advertir que es muy peligroso. Aquí hay mucho culto a la Santería. Es como la religión católica en muchos países. Pero aquí se vive y se muere por estos ritos. Sé dónde podéis hablar con alguna de ellas. Acompañadme por favor. Y ni Pinto ni Valdemoro ya estábamos metidos en un nuevo lío. Yo me encontraba feliz por mi suerte pero a la vez en guardia. Y fue lo que le dije a mi compañera. Que se pusiera junto al hombre mientras yo me quedaba un poco rezagado por si acaso. Nos llevó a una casa de planta baja con una arcancela y después de llamar Ángel, que fue como se identificó nuestro amigo, pasamos adentro. Me aconsejó que le diera un par de dólares a la mujer y eso fue lo que hizo mi teniente. Tras unas preguntas de rigor sobre lo que queríamos, adopté la figura de un turista que quería presenciar un rito para quitar las malas presencias. Y me dijo que viniera en la noche siguiente que había un rito previsto. Nos fuimos del lugar y quedamos con nuestro amigo junto a la comisaría de Policía. Le prometimos que le íbamos a dar 10 dólares por su colaboración. Y como buena voluntad le dimos 2. Regresamos a nuestra habitación para comer. Habíamos comprado pan y charcutería y muchas botellas de agua. Ya nos advirtieron de que tuviéramos mucho cuidado con estos extremos. Podíamos caer en alguna enfermedad por la falta de limpieza. Así que todas las comidas tenían que ser con las garantías sanitarias suficientes. No por llevarnos por la tacañería de ahorrar. Aquella tarde nos fuimos a buscar más información pero lo que encontramos fue una playa magnífica donde el que suscribe se pegó unos buenos baños en calzoncillos con la vigilancia de Rocío. Y es que vivir en Baeza y ver de repente esta inmensidad de océano da a uno ganas de estar todo el día metido en el mar. Por la noche me vinieron unos trastornos del sueño producidos por el estrés y por no estar junto a los míos. Además de pensar en que me depararía está nueva situación de la tarde noche que me avecinaba.

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