Anoche estuve viendo en la televisión una entrevista que le hicieron a una chica de veintinueve años. No es nadie conocida. Es una de tantos jóvenes en este país, bien formados, que no encuentran trabajo, o el que han tenido o tienen son ejemplos palmarios de explotación laboral. La chica de la que les hablo estudió diseño y vive en Madrid. Tuvo un trabajo en una empresa relacionada con su formación que le hizo un contrato de treinta horas, pero le exigían trabajar más de cuarenta. Todo por un sueldo que no llegaba a doscientos cincuenta euros. Al final se vio obligada a dejarlo, ya que le costaban más los desplazamientos hasta el puesto de trabajo que el dinero que recibía como nómina. Dicho esto, el entrevistador le preguntó a esta chica cómo imaginaba el futuro. Su respuesta fue que no pensaba más allá de dos años. Que no le queda más remedio que vivir día a día. Y que era plenamente consciente de que ni ella, ni la mayoría de los chicos y chicas de su generación, llegarían a alcanzar el nivel de vida que han gozado sus padres.
Al terminar la entrevista me quedé pensando sobre las palabras dichas por esta chica. Pensé en el mundo que les ha tocado vivir a los miembros de su generación. Un mundo modificado de manera irracional por sus congéneres, contaminado sus ríos, sus mares y su aire por un sistema económico contrario a la vida, sin expectativas de empleo y marcado por una sociedad individualista y consumista. Forman parte de una generación completamente desvinculada de la naturaleza, con los sentidos aletargados y anestesiados por el abuso de las nuevas tecnologías de comunicación. Sus experiencias vitales son cada día menos significativas y sus conocimientos cada día más estériles. Este último proceso no es nada nuevo. Lleva siglos gestándose y fue denunciado cuando daba sus primeros pasos por insignes intelectuales como Ralph Waldo Emerson. Él ya advirtió que “el civilizado construye carruajes, pero ha perdido el uso de los pies. Se apoya en muletas, pero en la misma medida ha perdido el vigor de los músculos. Lleva un hermoso reloj suizo, pero ya no sabe averiguar la hora valiéndose del sol. Puede consultar el almanaque náutico de Greenwich y estar seguro de encontrar todas las noticias que precisa, pero no conoce ninguna de las estrellas del cielo. No observa el solsticio y sabe muy poco del equinoccio. Todo el brillante calendario del año no tiene un cuadrante en su mente. Su agenda debilita su memoria; las bibliotecas abruman su ingenio; los seguros aumentan los accidentes”.
Del anterior texto de Emerson les invitamos que cambien la palabra carruaje por coche, el reloj suizo por los modernos relojes de pulsera, el almanaque náutico por el gps, la agenda por el Smartphone y las bibliotecas por google y tendrán ante sus ojos un preciso dibujo de nuestro tiempo. Todas estas máquinas no han hecho más que debilitarnos y hacernos cada día más dependientes de los dictados de los mercados. Hemos perdido nuestra autonomía y capacidad para la autosubsistencia. ¿Cuántos de nosotros sobreviviría en un entorno natural sin acceso al complejo entramado civilizatorio? La mayoría de la población desconoce las técnicas básicas del cultivo, la pesca o la ganadería. Tampoco saben distinguir un fruto saludable de uno venenoso, ni tienen ni idea de las propiedades curativas de las plantas. Todo el conocimiento que han adquirido en la escuela no les valdría para nada si tuviesen que sobrevivir en la naturaleza.
Ante este panorama cabe hacerse una pregunta: ¿A que esperan nuestros jóvenes para tomar las riendas de sus vidas? ¿Todavía no se han dado cuenta de que no pueden ni deben esperar nada de las instituciones que gobiernan el mundo? ¿Por qué se conforman con una realidad que les impide llegar a ser lo que son y desplegar todo su potencial? Las aguas de la sociedad están estancadas y los jóvenes deben ser los que rompan los diques que hoy día impiden el fluir de sus vidas. Pero no lo harán si no recuperan algo tan esencial como la confianza en sí mismos. Nuestros jóvenes no tienen por qué seguir el ritmo de tambores tocados por los muertos, ni cumplir los dictados de las instituciones que estos mismos tamborileros crearon para un tiempo que no es el nuestro. No busquéis los responsables de vuestras desdichas en la política, ni en la economía ni en la sociedad. Vuestros verdaderos enemigos están en vuestro interior. Ahí residen la indolencia, la pereza y la búsqueda del placer, pero también viven con ellos la voluntad, el esfuerzo, el carácter, la identidad y el valor. Vosotros decidís quien manda en vuestro mundo interior, si un bando u otro. Pues, bien, yo os repito las palabras del sabio Emerson: “basta de desconfiar de vuestras capacidades. Apresuraos a proyectar, ejecutar, realizar. No concedáis un instante a los plazos de la pereza. La obra es vasta; el tiempo breve; la ocasión, fugitiva, no se presta jamás a nuestras exigencias”.
Que nadie se confunda. Este escrito no es una oda al “emprendimiento empresarial”. Más bien todo lo contrario. Es un llamamiento al cultivo del fértil suelo de las almas de nuestros jóvenes. Las semillas que deben plantar son las que hallarán en la naturaleza que les rodea y que ahora dan la espalda. Todo lo que necesitan saber lo pueden aprender a través de la atenta observación de la naturaleza. Allí aprenderán otra vez a percibir, a sentir y a pensar por sí mismos. Estas experiencias en contacto con el medio natural serán el abono necesario para que florezca una vida plena y elevada. Sus vidas reencontrarán el camino de la bondad, la verdad y la belleza. Adquirirán un solida ética personal que hará posible un mejor entendimiento entre los pueblos y garantizará la preservación de la vida en la tierra. Desarrollarán la capacidad de extraer lo esencial de la ciencia y la filosofía. Y lograrán algo fundamental: ser ellos mismos y cumplir con su misión existencial.
Ante tanto mensaje negativo nosotros le decimos a nuestros jóvenes: ¡Adelante! ¡No os conforméis con la vida que lleváis! ¡Vivir deliberamente, con un propósito claro y sencillo! ¡Estar atento a lo que la vida tiene que enseñaros! Como dijo el bueno de Henry David Thoreau, “vivir es caro”, así que no practiquéis la resignación a menos que sea completamente necesario “¡Vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida!”
¡Vivir de manera tan simple y sincera como seáis capaces de hacerlo! ¡Dejad atrás todo este mundo de lecciones rotuladas, de abstracciones enfermizas, de marcas y móviles inteligentes que os vuelven estúpidos y dirigiros a la común, lo divino, lo original y concreto! ¡No leáis el diario! ¡Leed la eternidad! Esto que os decimos, nos lo decimos a nosotros mismos y al resto de los adultos. No somos predicadores, sino aspirantes a nosotros mismos. Nos consideramos buscadores insaciables de la bondad, de la verdad y la belleza que hemos sido educados al igual que vosotros, los jóvenes. Fuimos igualmente apuntados de nuestros sentidos sutiles, reducidos a simples números en la escuela, la universidad y el mercado laboral. Separados de la naturaleza, criados en el miedo a la vida y conformados a la opinión general. Pero conseguimos salir del rebaño. Aprendimos a tener voz propia, a decir en todo momento lo que pensamos y a asumir las consecuencias de la rebeldía en un mundo de apatía y conformismo. Nos comprometimos con la defensa de la naturaleza y empezamos a aprender de ella. Y así, de manera progresiva, empezó nuestro renacimiento. Del tronco mutilado por la sociedad empezaron a salir nuevas y vigorosas ramas con las que captamos una realidad diferente. Nuestras raíces profundizaron hasta estratos desconocidos de nuestra tierra natal, alimentándonos de unos nutrientes desconocidos que nos han hecho fuertes, en algunos casos salvajes, resistentes a las críticas y al mismo tiempo flexible ante el comportamiento general de la sociedad, sin vanagloriarnos de nada, pero sin demostrar falso pudor ni vergüenza a la hora de expresar nuestros sentimientos y pensamientos.
Siguiendo el ejemplo de Walt Whitman y del retrato que de él hizo Giovanni Papini, hemos salido de casa y de la ciudad. Hemos sentido y amado directamente las cosas, las más delicadas y las sucias. Hemos expresado “nuestro amor sin contemplaciones, ni palabritas dulzonas, sin adminículos métricos, sin respetar demasiado las santas tradiciones, las honestas convenciones y las estúpidas reglas de la buena sociedad” (Giovanni Papini). Nos hemos vuelto, tenemos que confesarlo, un poco salvajes, y a mucha honra. Es bastante llamativo el hecho de que salvajismo y sensibilidad vayan de la mano. Cuando más salvajes somos, más sensibles nos hemos vuelto. Tenemos que darle la razón a Emerson cuando afirmó que “el gran hombre retorna al hombre esencial”.
Éste es un ser realmente libre, salvaje, que encuentra su verdadero hogar en la naturaleza respetando sus normas y leyes. Un hombre y una mujer que enfrenta con valentía la vida y la muerte que con ella va asociada. Lo dijo no hace mucho el escritor Arturo Pérez Reverte: tenemos que elegir entre el papel de lobo o el de cordero. Allá cada cual con la decisión que toma. Vosotros, los jóvenes, sois los primeros que debéis decir que hacer de vuestra vida. Una existencia de resignación, apatía y conformismo, o una vida de rebeldía, pensamiento elevado y acción perseverante.
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