Opinión

Una cama en una ambulancia

Hemos tocado fondo. Nuestros cuerpos parecen alérgicos a la bonanza. Todo luce igual y sin embargo ha cambiado. Lenta. Inexorablemente. Dicen las grandes mentes que esto tardará en volver a esa normalidad que nos es tan grata. La misma que los magrebíes llevan en su pensamiento cuando se lanzan al mar para encontrarla. No existe en verdad porque es como los mitos de Homero, inventada. Tenemos en el pensamiento épocas muy felices o muy trágicas, épocas no de pandemia pero sí de eventualidades en las que creíamos que la vida o los dioses nos estaban probando, para descubrir -finalmente con la madurez que nos da la cama de una ambulancia- que nada es cierto sino tan aleatorio como ganar millones o que seas privilegiado con el amor eterno. En Portugal, las ambulancias hacen cola a la puerta de los hospitales para dejar enfermos que ya no tienen cuota de entrada. ¿Se podría describir una imagen más triste para el nuevo año? Ya les digo yo que no, más que quizás las de dos magrebíes que se han jugado la vida tirándose a un mar voraz con dos neoprenos.

La muerte nos acecha desde que nacemos, quizás antes, pero no la vemos. Ya con nuestras industrializaciones y colchones anímicos casi ni la presentimos. Es lo bueno de la sociedad avanzada, que ni la enfermedad, ni la pobreza se ven porque le echamos un manto por encima o la escondemos bajo la alfombra. Pero ahora sale a la luz, nos escupe en los ojos su amargura y hasta los negacionistas se mueren entre estertores de incredulidad y miedo.

Son malos tiempos para la comedia, malos para la sabiduría entre tanto tontaina, malos para morirse y enfermarse, malos para estar solo de solemnidad aplastante.

Y aun así hay programas en los que la gente se pone a prueba, sin amor que los guarde sino con las faltriqueras llenas de ganas de destacar, enseñando ubres vacunas y cuerpos idénticos sin cerebro en un mundo que se nos escapa de las manos como el paraguas a Mary Poppins. Llegará un 14 de febrero y se nos quedarán las ganas de sal en el velo del paladar porque los ositos rojos de los bazares asiáticos no ven la luz en sus ojos de cristal, ni los lazos son de raso, ni las velas tienen aroma a besos.

El reloj se nos ha parado a la puerta de un hospital lusitano porque las moscas no han tenido invierno y nos pican con desesperación magrebí que no hay como desear para intentarlo, una y otra vez.

Mis huesos enmudecen al frío del invierno sin él, tan sola como Trump desalojado de la cúpula de poder sin los indios blancos capitolinos guardándole.

Nos hemos hecho historia y la contarán sin nosotros los que tecleen letras difusas en el futuro, narrando un anecdotario de muertes y enfermedades que no tendrán como en toda buena guerra ni nombres, ni apellidos.

Seremos arena del desierto, hambre en estómagos vacíos, mares embravecidos para los náufragos y el colmo de la desesperación de los incautos.

Seremos cuarto y mitad de nada, envueltos en el ADN de los nuestros, pululando quizás para arribar de nuevo a este puerto que no es más que cama de ambulancia a la búsqueda de asilo. Quizás todos nacemos para morir en la Plaza de san Juan de Dios de Cádiz, al lado de un banco y un patinete. Quizás a todos nos echan a palos de nuestra casa vital y nos enferman, atropellan y vilipendian sin que nos demos cuenta de la hermandad de especie que hay entre una tumba y otra.

Hay que tocar fondo para impulsarse hacia arriba. Llegar a las puertas de un hospital y esperar a que alguien sea dado de alta- o que fallezca- para ocupar su cama. Resistir para culminar la carrera ósea y cárnica porque somos pegotones de células y nervios, deseos y caídas de ojos.

Y aun así, sale el sol y me duele el cuello, recordándome que tengo que dar las gracias por estar viva. Mientras, los pájaros pian a un plomizo día de invierno en que medimos nuestro valor, nuestra entrega y nos lanzamos al mar de la vida con niebla persistente y un neopreno.

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