Desde hace muchos años uno tiene la costumbre de acompañar el aseo de la mañana, así como el desayuno, con las primeras noticias de la radio o la tele, pero últimamente voy a tener que dejar tal sistema de información: me entristece enormemente la relación de atrocidades que cada día nos ofrecen los medios de comunicación.
Es verdad que el hecho de apagar la radio o la tele no quiere decir que estas atrocidades no se vayan a cometer, pero al menos no me amargarán la mañana. Las últimas son especialmente conmovedoras: un padre que asesina a sus dos hijas, un novio que mata a la novia y a la amiga de la novia, un marido que mata a hachazos a su mujer, otro que le prende fuego al piso donde está su mujer, otro que hace lo mismo con el coche, otro que paga a un matón para que la aplaste con el coche… Así todos los días. ¿Hasta dónde vamos a llegar?
Todo esto respecto a España; si salimos fuera el panorama es aún más sombrío y aterrador. Basta echar una mirada a Siria o al llamado Estado Islámico para hacerse una idea hasta qué grado de horror puede llegar la maldad humana. La frase de Hobbes, “el hombre lobo del hombre”, cobra cada día más actualidad.
Los autores y comanditarios de estas atrocidades en la mayoría de los casos jamás recibirán el merecido castigo. Nadie castigará a los fanáticos del Estado Islámico, ni al dictador de Siria ni a ninguno de sus satélites. Ni siquiera cabe pensar que sus remordimientos les produzcan pesadillas por la noche. Eso sería atribuirles una conciencia que, evidentemente, no tienen. Los otros, los que cometen la atrocidad en un país civilizado, como es el caso de España, esos sí se exponen a que les caiga encima todo el peso de la ley. Muchos lo saben y, después de asesinar a la mujer o a la amante, se suicidan; otros hacen el paripé de haberlo intentado. ¡Tan fácil como habría sido si, a la hora de matar, el asesino hubiese invertido los términos y, en lugar de comenzar por la mujer, hubiese comenzado por él!
En España tenemos por norma criticar todo lo que se hace y las recientes reformas del código penal, con la pena de cárcel continuada y revisable, no ha escapado a ese espíritu crítico. Dicen que se trata de un eufemismo que esconde la antigua cadena perpetua, algo que debe ser desterrado del código penal español para siempre. Yo creo también que efectivamente es un eufemismo que, en alguna parte, lleva adosada la cadena perpetua. Pero, puestos a impartir justicia, ¿qué se merecen estos individuos? ¿Qué se merece un hombre que ha asesinado a sus dos hijas, una de cuatro años y otra de seis? ¿Qué se merece otro que ha asesinado a la novia y a la amiga de la novia y ya tenía preparados el hoyo y la cal que debía quemar los dos cuerpos? ¿Habrá mayor evidencia de premeditación? Los más optimistas hablan de recuperación, de esa meta inalcanzable que es conseguir que el asesino se convierta en ciudadano normal. Sería maravilloso que, después de unos años en chirona, todos los delincuentes salieran convertidos en ciudadanos corrientes y molientes, dispuestos a trabajar como todo el mundo y a respetar a los demás, pero los numerosos casos de reincidencia demuestran que no siempre se consigue tal propósito de enmienda. Todos hemos leído la noticia del atracador que, después de pasarse veinte años a la sombra, por asalto de un banco en el que hubo un muerto, en cuanto se ha visto de nuevo en la calle, lo primero que ha hecho ha sido, pistola en mano, asaltar otro banco. Está claro que, al menos en este caso, el efecto reformador de la cárcel ha sido nulo. Es evidente que, en el caso del monstruo que asesinó a sus dos hijas, no hay el peligro de que, si un día sale de prisión, repita -bancos hay muchos, pero hijas sólo había dos-, y algo parecido ocurre con el que estranguló a su novia y a la amiga de ésta. Pero en seguida surge la pregunta: si fueron capaces de hacerlo con sus seres más queridos, ¿no lo harán con cualquier otro? Son un peligro para la sociedad y, salvo el caso en que se viera un verdadero arrepentimiento, deben permanecer alejados.
El pueblo español es sencillo, pero creo que tiene un sentido innato de la justicia. Eso lo vamos a ver el día que el primer monstruo de los varios ya aludidos estrene la pena de prisión revisable. ¿Cuántas personas levantarán ese día la mano para pedir clemencia y protestar porque la pena es excesivamente severa? No hace falta ser profeta para adivinarlo: nadie, ni siquiera un loco. Todo el mundo se alegrará de la severidad de la ley y las palabras que más se oirán en la calle serán: “Se lo tiene bien merecido”, “se lo ha ganado”, “que se pudra el canalla en la cárcel”.