Recientemente se han cumplido cien años del fallecimiento de uno de los grandes de la Literatura Española: don Benito Pérez Galdós. Una persona que ha sido más que un literato, escritor, novelista, dramaturgo, cronista y académico.
Años más tarde y con el acontecer de los tiempos, su recuerdo no se ha desvanecido, legándonos diversas obras que encarnan la irrupción de la novela hispana en la segunda mitad del siglo XIX. Además, de haberse convertido en uno de los máximos exponentes del realismo español.
Sucintamente, sería un transformador de la novela que por entonces se estilaba, dejando de lado el romanticismo para apuntalarse en el naturalismo y profundizar en el modo de sentir de sus personajes. Componiendo en su amplio espacio de imaginación, alrededor de unos ocho mil. Reflejando con minuciosidad y al hilo del contexto real que plasma a la raza humana, los muchos apasionamientos, sinsabores, abatimientos, sentimientos y aspectos varios, relatando al detalle cuántas circunstancias envolvían a los protagonistas.
Con estos indicios, su obra narrativa configura un asombroso paisaje verbal de los automatismos de la España a la que me refiero.
Queda claro, que Galdós es un autor decimonónico y un hombre inspirado por la filosofía positivista, el liberalismo y el anticlericalismo de su época, personificando la sociedad que sus ojos contemplaron y que le entusiasmó, con un arte mundialmente elogiado.
Tanto es así, que especialistas y estudiosos lo han catalogado sobresalientemente, hasta el punto, de ser propuesto como el mayor novelista, inmediatamente después de don Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616).
Sin lugar a dudas, Galdós, es un narrador evolutivo, también, un clásico por redescubrir, entusiasta e incómodo en sus días, cúspide del realismo, liberal de izquierdas e impetuoso y recóndito en sus relaciones íntimas.
Existe unanimidad sobre la excelencia de sus obras, que acariciaron el Premio Nobel del año 1915. E incluso, ensayistas, impresores y traductores con productividad literaria en poesía, novela y ensayo tan absolutamente cervantistas, como don Andrés García Trapiello, comparan su originalidad con el promotor de “Don Quijote de la Mancha”.
Igualmente, sigue siendo un referente para escritores afamados de nuestros días, como don Manuel Longares o don Antonio Muñoz Molina, o doña Almudena Grandes Hernández, que regenera casi la conformación de los ‘Episodios Nacionales’ en su andanza narrativa sobre la inacabable Guerra Civil Española.
En el lado contrapuesto, no faltaría quién desaprobó el existencialismo de Galdós, tachándolo palabra por palabra de ‘rancio’ y ‘garbancero’, como don Ramón María del Valle-Inclán, o don Juan Benet Goitia o don Francisco Alejandro Pérez Martínez, más conocido, como Francisco Umbral.
Por lo tanto, la Literatura Universal se congratula en rememorar en el año 2020, a quién mejor mostró su etapa en novelas como ‘Fortunata y Jacinta’ (1887), la mejor síntesis del arte novelar; amén, de reproducir el dietario de la España del siglo XIX y principios del XX, puliendo su conciencia en los cuarenta y seis capítulos de sus ‘Episodios Nacionales’ divulgados entre 1873 y 1912, respectivamente, que superponen casi un siglo, o séase, desde la ‘Batalla de Trafalgar’ (1805) hasta la ‘Restauración’ (1874). Conjuntamente, es de destacar, sus enfoques como político implicado con la idea cierta de España, con los españoles de su curso y la clase trabajadora.
De espíritu republicano, a pesar de su improvisado apoyo al general don Juan Prim y Prats (1814-1870) y al reinado volátil de Don Amadeo I de Saboya (1845-1890), con anterioridad a cambiar al republicanismo moderado, alternaría en ambientes liberales.
Mismamente, integrado en la doctrina idealista del krausismo, elogió la Institución Libre de Enseñanza y fue un atrevido regeneracionista, pero, alcanzada su longevidad, se orientaría hacia la izquierda.
A la postre, terminó asimilando la doctrina del considerado don Pablo Iglesias Posse (1850-1925), con quien constituiría en 1909 la Conjunción Republicano-Socialista y que Galdós dirigió. Siendo diputado en tres legislaturas, su lapso político más agudo se encuadra entre 1907 y 1912. Incuestionablemente, la horquilla de más proximidad al fundador del Partido Socialista Obrero Español, por sus siglas, PSOE.
Con lo cual, Galdós forjaría con la observación la fundamentación de su tesis estética, pretendiendo reproducir la naturaleza social del momento; sin desvirtuar, los inconvenientes que las mujeres soportaban para alcanzar la autonomía.
Ciñéndome sucintamente en lo que objetivamente me permite la extensión de este texto, don Benito Pérez Galdós nació el día de 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria; su ocaso se produjo el 4 de enero de 1920, en Madrid. Bautizado con el nombre secular de Benito María de los Dolores, ocuparía el décimo puesto entre los nacidos del coronel don Sebastián Pérez Macías y doña Dolores Galdós Medina.
Paulatinamente, siendo todavía infante, su progenitor le inculcó en las narraciones históricas, refiriéndole pasajes acompañados de servidumbres en la Guerra de la Independencia, de las que él mismo había participado.
En 1852, entra en el Colegio de San Agustín de las Palmas, recibiendo una enseñanza a la vanguardia de la época de su tiempo y en los años que comenzaron a popularizarse las controvertidas teorías darwinistas.
Diez años más tarde, en 1862, consigue el título de Bachiller en Artes, donde ya se atisbaba su desenvoltura en las directrices del dibujo y su dote valioso de la memoria. Precedentemente, colaboró en la prensa local con publicaciones de poesías satíricas, ensayos y cuentos.
Ese mismo año se traslada a la capital de España, al objeto de matricularse en la Universidad para los estudios conducentes a la carrera de Derecho. En este entorno académico conoce a don Francisco Giner de los Ríos, patrocinador de la Institución Libre de Enseñanza, quien le estimula a escribir, pero, sobre todo, a percatarse por el krausismo: una doctrina idealista que se aprecia en sus obras preliminares.
Gradualmente, Galdós alterna su presencia en el Ateneo y los teatros, dedicándose a la lectura de los más importantes autores europeos en los idiomas inglés y francés. Precisamente, es en el transcurso de una conferencia donde coincide con el crítico y novelista don Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901), en lo que iba a significar el prólogo de una dilatada amistad.
Los historiadores e investigadores apuntan que este mismo año, Galdós escribía como redactor excepcional en los periódicos ‘El Debate’ y ‘La Nación’, así como en la ‘Revista del Movimiento Intelectual de Europa’. En seguida, se ofrece en la confección de crónicas periodísticas sobre el proceso de la nueva Constitución Española de 1869; texto constitutivo aprobado bajo el Gobierno Provisional de 1868-1871, una vez había triunfado la Revolución de 1868 que ponía fin al reinado de Doña Isabel II (1830-1904).
Si bien, en estos trechos precisos de periodismo, se desentierra parte de la sustancia seminal del Galdós novelista. De igual forma, sus inestimables capacidades de cronista e inclinación por el conocimiento y la madurez en el teatro. En 1870, se publica su primera novela titulada ‘La Fontana de Oro’, redactada entre 1867 y 1868, que con las carencias de toda obra principiante, se presta de umbral para el extraordinario trabajo de primera mano, que como cronista desenvolvería en los ‘Episodios Nacionales’.
Este acervo novelístico compendia una de las creaciones más significativas de la Literatura Española, incrustando niveles inaccesibles en el progreso de la novela histórica. Justamente, para saber de buena tinta las evidencias de esta población, Galdós, se dedica a transitarla en tren de tercera clase, simpatizando con el rostro menos amable de la miseria y alojándose en hospedajes corrientes.
Con orden y sin pausa, en 1873, empieza a dar a conocer los ‘Episodios Nacionales’, una crónica extraordinaria que atesora la semblanza de los españoles identificando su relato rutinario, como su relación con las vicisitudes de la historia nacional que determinaron el designio de este Estado.
Al hacer alusión a su tarea de escritor, necesariamente hay que puntualizar que, más o menos, disponía de una vida aparentemente confortable, residiendo primero, con dos de sus hermanas y, a posteriori, en el domicilio de su sobrino don José Hurtado de Mendoza.
Normalmente, despuntaba con el sol y asiduamente se dedicaba a la escritura con lápiz, aproximadamente, hasta las diez de la mañana, porque, a su juicio, la pluma le entorpecía en demasía. Acto seguido, paseaba por las calles de Madrid explorando interlocuciones ajenas, hasta percatarse de algunos pormenores para la creatividad de sus novelas. De ahí, la ingente originalidad y diversidad en sus razonamientos.
Por lo demás, Galdós, no bebía, pero, consumía sin cesar, cigarros de hoja.
Las primeras horas de la tarde las consagraba propiamente a la lectura en español, inglés o francés; seleccionando los clásicos ingleses, castellanos y griegos; especialmente, Cervantes, o Lope de Vega Carpio, William Shakespeare, Eurípides o Charles John Huffam Dickens. En su enriquecimiento intelectual empezó a acostumbrarse por el novelista ruso Lev Nikoláievich Tolstói, distinguido como León Tolstói. Luego, retornaba a sus caminatas, salvo cuando hubiese un concierto que le interesase.
Desde la dinámica del convivir diario, por antonomasia, Galdós era bastante despreocupado en la forma de vestir, utilizando tonalidades oscuras para pasar inadvertido.
En la estación invernal resultaba familiar verle con una bufanda de lana blanca enroscada al cuello, un puro a medio fumar en la mano y, ya sosegado en una silla, componía la imagen trivial junto a su perro.
Desde su recalada en la capital del Reino, una de las mayores afinidades que repetía continuamente, consistía en pasar por el viejo Ateneo sito en la calle de la Montera, donde haría amistad con pensadores y políticos de cualesquiera de las inclinaciones, incluyéndose a personalidades tan distantes a su convicción y sentimentalismo como don Antonio Cánovas del Castillo, o don Francisco Silvela de Le Vielleuze o don Marcelino Menéndez Pelayo.
La trayectoria parlamentaria se inicia de una manera un tanto inverosímil, cuando en 1886, habiéndose acercado al Partido Liberal, su afinidad con don Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar, le permite incorporarse como diputado en el Congreso.
Su inexcusable concurrencia a las Cortes, a todas luces indecisa, parcamente le haría separar los labios, pero, una vez más, su presencia en este escenario le proporciona de viva voz, un laboratorio exclusivo desde el que diferenciar lo que sin dilación llamaría ‘La sociedad Española como materia novelable’. Subsiguientemente, en las Elecciones Generales de 1910 se presenta como líder de Conjunción Republicano-Socialista, integrada por fuerzas republicanas y el PSOE, consiguiendo el 10,3% de los votos.
En lo que atañe a su disposición por el teatro, por anticipado lo emprende, como lo subraya en sus ‘Memorias de un desmemoriado’. Del mismo modo, ya de discente hizo sus tentativas como dramaturgo, pero, impulsivamente, desistió a esta vocación para ocuparse por completo a la novela. Algunas de las piezas se resienten de su raíz narrativa, aunque numerosas proceden de novelas dialogadas.
Es de subrayar, que sus dramas engloban introspecciones regeneracionistas sobre el valor protector del trabajo y del dinero; la incumbencia de una aristocracia espiritual; el esplendor del arrepentimiento y el desempeño vivificante y mediador de la mujer en la existencia social. Un hecho puntual de especial relevancia sucede el 7 de febrero de 1897, pese a las controversias de las parcelas conservadoras, fundamentalmente, los neocatólicos, es designado miembro de la Real Academia Española.
Por lo que respecta a la vertiente sentimental que suspicazmente guardó en lo oculto, se prorrogaría en ser investigada con cierto procedimiento. Debiendo de esperar a 1948, cuando el hispanista lituano afincado en Estados Unidos, don Hyamn Chonon Berkowitz, reveló su análisis biográfico llamado ‘Pérez Galdós. Spanish Liberal Crusader (1843-1929)’.
La amplia mayoría de los críticos admiten en sopesar, la aridez biográfica de Galdós en sus ‘Memorias de un desmemoriado’, anteriormente mencionada, asentada en un diario de viajes, en el que se desconoce, si acaso, para desmoralizar algún empeño biográfico. Lo que es indiscutible, que Galdós continuó soltero hasta su defunción.
A día de hoy, se le reconoce una hija natural, doña María Galdós Cobián nacida en 1891, de doña Lorenza Cobián.
De lo indagado por personas afines a Galdós, el repertorio de efervescencias amorosas, se puede integrar con los nombres de la actriz doña María Concepción Morell Nicolau y la novelista doña Emilia Pardo Bazán.
En el periodo conclusivo de su vida, dosificó sus quehaceres entre los deberes políticos y la ocupación como escritor; sin obviarse, su efusión por los cuartetos de cuerda de Ludwig van Beethoven. Instantes que lo protagonizaron la disminución acelerada de la visión, fusionado con los efectos desencadenantes de sus desaplicaciones económicas, predisponiéndolo a empeñarse constantemente.
Particularidades reservadas que el joven periodista don Ramón Pérez de Ayala y Fernández del Portal (1880-1962), valiéndose de su interesado afecto con el longevo Galdós, supo reunir al pie de la letra en sus ‘Divagaciones literarias’.
Como parte de las fuerzas políticas republicanas, la Ciudad de Madrid lo distinguió como representante en las Cortes de 1907. Ya, en 1909, rigió con Iglesias la coalición republicano-socialista; toda vez, que no sintiéndose con las suficientes energías para la esfera política, acabó retirándose, administrando sus insignificantes bríos a la novela y el teatro.
En paralelo, el hábil criterio político de don Álvaro Figueroa y Torres (1863-1950), más conocido por su título nobiliario como el conde de Romanones, fraguaba encuentros del joven Rey Don Alfonso XIII (1886-1941) con el admirado Galdós, que lo emplazaban en un contexto confuso. Con todo, en 1914, enfermo y con progresiva ceguera consiguió la candidatura como diputado republicano.
Literariamente, en Galdós se acentúa el asombro por la obra de Tolstói, que elocuentemente hace constar en sus últimas notas el espiritualismo.
Siguiendo la anterior línea rusa, no pudo encubrir la desilusión por el rumbo de España, tal como se interpreta en las páginas de uno de sus últimos ‘Episodios Nacionales’, al que pertenece el párrafo que a continuación se cita: “Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres que nos aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte.
No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos…”.
Como inicialmente se ha expuesto, no era de extrañar, que para quien jamás se había encubierto su compromiso ideológico; sin embargo, era mal visto para los conservadores y tradicionales, que en cuanto conocieron el más mínimo resquicio de posibilidad que Galdós se nominase al Premio Nobel, prontamente se trabaría una conspiración hacia su persona que acabó eclipsando cualquier posibilidad.
En esta coyuntura de acoso, quiénes así lo estimaron pertinente, remitieron telegramas y cartas reiterativas a la Academia sueca, exigiendo que no se lo otorgase dicho reconocimiento. Este total rechazo, lo encuadraría en el prestigioso elenco de los no seleccionados como don Miguel de Unamuno y Jugo; o don Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo; o Rainer María Rilke o Tolstoi, que simbolizan el triunfo del conservadurismo frente a los principios liberales.
Por consiguiente, esta es la somera mirada subjetiva que retrata a don Benito Pérez Galdós, uno de los máximos embajadores del realismo español y, como tal, un hombre ilustre, célebre y acreditado de gran riqueza inventiva, que fortaleció nuestra tradición novelística redimiendo la herencia del Siglo de Oro, donde el cénit lo rotularon Cervantes y Lope de Vega.