Es la barriada más periférica y alejada del centro de la ciudad. Puede situarse en el catálogo de las históricas porque los orígenes de la Almadraba, o lo que hoy queda de ella, se remontan a más de un siglo. Pequeñas casitas de pescadores de planta baja se levantaron alrededor de esta zona bañada por la bahía sur. Un mar alrededor del que ha girado la vida de un vecindario dedicado en exclusiva a él. Son, precisamente esas aguas, el germen de un barrio, quizá el más marinero de Ceuta en el que vivían personas humildes y sencillas que construyeron una gran familia.
Pequeño y acogedor, el tránsito diario, desde pequeños a mayores, era inseparable del mar. “Cuando nuestras madres se iban a trabajar a la conservera nosotros nos quedábamos jugando en la playa hasta que salían”, recuerda José Hernández, uno de aquellos niños que nació en el barrio y de los pocos que a día de hoy puede rememorar la vida en él.
Aunque no era de gran extensión, apunta Eduardo Pareja, oriundo también de la Almadraba e inseparable amigo de José, “desde Juan XXIII todo lo abarcaba la Almadraba”.
Ellos pertenecen a las últimas generaciones que nacieron en el barrio y, aunque hoy ya no habitan allí, siguen vinculados a él y, por consiguiente, al mar. “A mí no me sacan de la Almadraba, estoy aquí todos los días”, comenta Eduardo.
Un recorrido por el barrio junto a estos dos amigos supone un viaje al pasado, en el que el olor a salitre y el vibrar del mar empaña unos recuerdos teñidos de nostalgia que, en ocasiones, les genera una gran emoción. “Absolutamente todos los establecimientos, comercios o actividades diarias estaban relacionadas con la actividad pesquera”, señala José, quien siguió la tradición del barrio y de su familia y se ha dedicado toda su vida a la pesca. Así por el camino encontramos algunos vestigios,- hoy convertidos en talleres, tiendas de ultramarinos, viviendas o escombros-, de talleres de reparación de barcos, almacenes de redes “como el que tenía Antonio Fuentes donde hoy se sitúa la mezquita”, o el tintero de Benito La Morena, “cuya función era darle la tinta a las artes”-. Sin olvidar, por supuesto, las dos fábricas conserveras, las volaeras, que por entonces se situaban en la playa justo detrás de la capilla y sumaban hasta 20, y las dos almadrabas, presentes todavía.
La Almadraba también contaba con la estación de los autobuses de Marruecos, de la que ya no queda nada, pero sí conserva la primera barraca que se construyó en el barrio y que dio nombre al restaurante ‘La Barraca’. La Almadraba ha sufrido una gran transformación, poco queda de ese barrio de los recuerdos, aunque lo que se mantiene es la gran unión de aquellos antiguos que hace años emigraron a otras zonas de la ciudad pero cada domingo se reencuentran en la capilla, “nuestro nexo”, donde todavía se respira una gran feligresía y familiaridad.
Eduardo Pareja: “Mi profesión no ha sido la pesca, pero por dentro soy pescador”
Eduardo Pareja pertenece a esa generación de niños que nació, creció y se crió en la Almadraba. Aunque ya no reside en el barrio, manifiesta que “de aquí no me saca nadie”. Sus días, ahora en plena jubilación, transcurren en ese hogar que tanto ha cambiado y, sobre todo, junto a un mar que ha sido la base y fundamento de todo. Esa implicación al mar ha pasado de generación en generación.
Todas las familias se dedicaban a sus faenas y era la herencia que dejaban a sus hijos. Eduardo marcó un poco la excepción: “Toda mi familia ha sido pescadora menos yo”, no obstante, aunque su profesión no ha sido la pesca reconoce que siempre ha estado muy unido a ella. “La llevo por dentro. He pasado malas noches, frío, pero porque me ha gustado”. A la pregunta de si hay que nacer para ello, está convencido, “por supuesto”.
José Hernández: “Desde pequeños hemos conocido las técnicas y artes del mar”
Más de medio siglo dedicado al mar. Ese es el resumen de la vida de José Hernández, quien con ocho años se lanzó a la bravura del oleaje. Una época en la que la actividad pesquera se cernía bien complicada. Sin embargo, reconoce que para él “no ha sido duro porque me ha gustado”. Toda una vida ligada al mar y a la pesca que le ha hecho inseparable y de la que sigue disfrutando. Su puesto de volaeras, antes situado junto a la capilla de la Almadraba y ahora en Juan XXIII, ha cumplido los cincuenta años.
Fiesta de la Virgen del Carmen, un fervor con más de cincuenta años que se ha extendido por toda la ciudad
A 1963 hay que remontarse para la primera procesión de la Virgen del Carmen. Sus fundadores fueron tres jóvenes, José, Eduardo y Ramón, que tras percatarse de que cada 16 de julio su Patrona partía del centro de la ciudad decidieron tomar ellos la iniciativa y procesionarla por su barrio. “Veíamos cómo el día anterior venían a nuestra capilla a llevársela, así que dijimos, por qué no la sacamos nosotros”, recuerda Eduardo. Así, Ramón, “que por entonces trabajaba en el varadero”, le construyó una parihuela, y entre unos quince jóvenes la pasearon por la Almadraba. Desde entonces, esta sencilla procesión de barrio ha adquirido un carácter magistral, como también lo ha hecho el gran evento que se genera alrededor del mismo. Cientos de ceutíes colman cada tarde del 16 de julio los alrededores de la capilla y la playa, donde hace quince años decidieron sumergir a su Patrona. Un fervor y devoción por la reina de los mares que traspasa los muros de la Almadraba, aunque Eduardo, actual capataz de la Cofradía, apunta que “es un día que hay que sentirlo. Desde San Antonio hasta nuestro día se me genera un pellizco en la barriga y hasta que no la veo salir, no se va. Entonces ya no sé si reír, llorar...”. José, emocionado, se queda sin palabras. Son muchos, muchos años los que llevan volcados con una festividad que ya arrastra una gran tradición.
Unas verbenas muy marítimas que nacieron para costear la operación de una vecina
Las verbenas que se organizaban en torno al gran día de la barriada, el de la Virgen del Carmen, tienen su origen en el aspecto que más ha definido a este barrio: la familiaridad y la caridad. “Había una vecina con muy pocos recursos que necesitaba irse a Cádiz a operarse. Así que un día en el bar del Jato, Ramón de la Cruz, José Hernández y yo decidimos organizar unas fiestas a través de las que recaudar dinero para poder ayudarla”, explica Eduardo. Y así fue. Unos jóvenes de dieciséis años movilizaron a todo un barrio, o más bien a toda una ciudad, “porque no teníamos nada de dinero, así que nos pasábamos por las empresas para que donasen o subvencionasen”, comenta, y gracias a ello aquella vecina pudo operarse y arrancaron con unas fiestas muy ligadas al mar que con los años evolucionaron y se consagraron. “Organizábamos regatas de bote, que iban de dos y cuatro remos bogando, y para las que se invitaba al comandante de Marina para darle más realce. También había carreras de piraguas, de sacos y, por supuesto, la elección de la reina”.
Las desaparecidas conserveras y los restos de las volaeras
Dos fábricas conserveras ocupaban gran parte de la actividad laboral de la barriada. Daban trabajo a más de doscientas personas y a ello se dedicaban, principalmente, las mujeres. Una, la más grande, era la de Benito La Morena. La otra, de dimensiones más reducidas, era la del Consorcio, que pertenecía a un particular, y sus trabajadores solían proceder de la Península, principalmente de Almería, Málaga o Barbate. Las volaeras son lo poco que queda hoy de esas faenas del mar. Sin embargo mucho han cambiado en las últimas décadas. Antes de situarse en la explanada de Juan XXIII, se extendían por toda la playa detrás de la capilla y llegó a sumar hasta 20 puestos.