Como rebaño bien entrenado, vamos cruzando los pasos, ensartando voluntades. Los niños a rastras o a tiras, bobaliconeando al lado nuestro. Unos van abriendo el paso, como en comitiva y otros rezagados, austeros los gestos. Cansadas o exhaustas, las que envejecemos, seguimos sin derrochar sonrisas sino rastrojos en el viento. Pero allí estamos, sin fotos, sin prensa, sin noticias que nos asistan porque somos Marías de cuerda fina.
Levantamos el día por ellos y los seguimos, como poco hasta el instituto, haciendo de nuestra vida la suya, de sus exámenes los nuestros y de sus fracasos, lo más abyecto. No nos lo comemos todo solas, porque a veces nos acompañan ellos, nos apoyan ellos y nos recogen ellos, cuando nos caemos. También barrenan en los partidos cuando al susodicho le frenan o no mete gol o se cae antes de llegar a meta. También cuando no saca la nota soñada para Selectividad o cuando le dan de lado los amigos. Estamos para todo, porque son todo en nuestra vida, ejecutado mil dudas, como si fueran malabares ante nuestra incredulidad, protagonizando miles de sueños que nunca deseamos para nosotros mismos. No le damos teta en publico, porque se nos secó con la existencia, pero sí que los educamos en privado, dándoles nuestros dioses y nuestras dudas, adoctrinándolos con palabras jocosas y versos ordinarios, que chascarrean con media lengua, naciéndonos miel en los labios.
No tenemos edad contable que queramos recordar, sino celebraciones escolares: el fin de curso, el inicio, el día de la alegría, el de vestirse de gilipuertas, el de llevar el trabajo de sociales... Son de vida o muerte los cumpleaños de los demás, tanto o más que el del susodicho que no tiene genero, ni plural, más que sin son varios los que nos acongojan el alma. En ese caso, no aprendemos y metemos la pata aún más porque en el arte de ser madre o padre, nunca se llega a entender nada, porque la vida trueca y juega con las cartas del mago pop, dándonos por la trasera y dejándonos con la boca peripatética.
Nunca nos gustó dar de mamar, más que en la santidad de la casa, porque sacralizamos el oro en paño que representa. Tampoco nos hacen falta galones, en esta guerra que es eterna, cansina y quieta. No morimos en la batalla, más que al cerrar los ojos cada noche, tan cansada que crees morirte en la inconsciencia. Luego a mitad de la dormida alguien tose o lloriquea, o se levanta a estudiar o se marcha a coger el primer tren para la facultad y el corazón se te despierta convertida de nuevo en lo que siempre fuiste, desde que nacieron ellos. Barrenamos, eso sí, créanme, en arameo en los partidos, hinchados los pulmones abreviando al árbitro, acordándonos de las reglas del juego, viéndolos caer, blindar, marcar o defender, con el corazón a cuadros. Das una ojeada y estas sitiado, lastrado y animado por una grada de padres y madres como tú, que estas allí inmerso en el mundanal ruido atronador, seca la garganta de tanta marujada y griterío, que sale por ella. Transmutas, si darte cuenta, no por las glándulas mamarias, sino por el cerebro porque como el gran dios, has parido con el pensamiento, con el sentimiento y con la concordancia, de darle la importancia que merece a ese ser que es tu responsabilidad y agobio. Por eso por las mañanas entrecruzas pasos con gente que no conoces de nada pero que tienen hijos como tú, que vas cada día a llevarlos al colegio, a soltarlos en el instituto antes de rebanarte el cuello con el cinturón del coche, con las ganas que tienes de no llegar tarde al trabajo, para luego estar allí y pensar a cada rato si estará bien, porque te ha dicho que le insultan, encogiéndote la barriga y dándote ganas, no de ir a hablar con la directora, sino de partir cuellos de pollo.