De un tiempo a esta parte, la Iglesia está siendo objeto de ataques sistemáticos cada vez más frecuentes y desde distintos frentes, para que no se olvide quién es el “objetivo a batir”. A veces, incluso, provienen de personas que no niegan a Dios ni a Jesús, pero que consideran deslegitimada y corrupta a su Iglesia. Personas que se empecinan en ver sólo lo negativo de su historia. La suya es una historia larga, y se puede encontrar de todo. Sin embargo, ellos sólo encuentran cosas negativas. No quieren ver las positivas. Postura ésta, con frecuencia, fruto del resentimiento y del odio. Pero de esta forma convierten su crítica en algo estéril, llena de intereses personales, provincianos, que no ayuda a corregir nada. Parece como si únicamente quisieran llamar la atención sobre sí mismos “metiéndose” contra la Iglesia, que tiene ya su personalidad bien demostrada. La verdad es que esto no es nada nuevo: desde el comienzo de su andadura, el cristianismo se encontró con antagonistas. Testimonio de ello son los escritos apologéticos del siglo I, que defienden la fe, el cristianismo, la Iglesia primitiva.
Después de manifestar mi rechazo y repulsa hacia esta “forma de escribir” (¿!!?) tan sectaria, subjetiva y manipuladora, que no suele salirse de los tópicos superficiales de siempre, no seré yo quien niegue que existe el pecado en la Iglesia, pues nosotros, las personas que la formamos, somos pecadoras. El mismo Jesús de Nazaret afirmó: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Sin embargo, nos esforzamos cada día en tratar de llevar a la práctica su mensaje y, aunque no lo cumplimos en plenitud, algo lo practicamos. La Iglesia ha ido haciendo cosas a lo largo de todos los siglos que abarca su historia, guiada por la luz de su mensaje.
Cuentan que en la carpintería hubo una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le comunicó que tenía que renunciar porque ¡hacía demasiado ruido! Y, además, se pasaba todo el tiempo golpeando. El martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija, porque era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre estaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto. En eso entró el carpintero, se puso el guardapolvo e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente, la rústica madera inicial se convirtió en un hermoso juego de ajedrez.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo: "Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos". La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas, y observaron que el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir y hacer cosas de calidad. Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
Ocurre lo mismo con los seres humanos. Las virtudes de la Iglesia han sido reconocidas desde antiguo, hasta por sus enemigos. El emperador Juliano, conocido como el Apóstata (+ 363), una vez emperador, decidió restaurar el paganismo, reformándolo de forma que fuera realmente una fuerza impulsora del imperio. Para ello se inspiró ampliamente en el cristianismo, dotando a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Pues, el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Él quería emularla y superarla. Al actuar de este modo, el mismo emperador nos confirma cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia. Y no ha dejado de serlo a lo largo de toda su historia.
Actualmente, la Iglesia es la Institución mundial que más obras de caridad realiza, con miles y miles de voluntarios que dan su vida por los demás, manifestando el amor a Dios y al prójimo. Solo hay que acercarse a las distintas parroquias y comprobar lo que se hace por los demás, especialmente por los más pobres, en sus dos dimensiones, espiritual y material. Las cifras de lo que la Iglesia católica hace sólo en España se nos han recordado hace unos meses tan solo: emplea más de 45 millones de horas en el servicio de los demás; atiende, en su conjunto, a no menos de 15 millones de personas a través de distintas prestaciones; asiste directamente a cerca de tres millones de necesitados; y mediante los colegios católicos, ahorra al Estado más de cuatro millones de euros al año. La gratuidad de los recursos y la eficiencia de su uso supone que cada euro que se invierte en la Iglesia rinde como más de dos veces y media (2,73) a su servicio equivalente en el mercado. La actividad pastoral desplegada por la Iglesia católica en el ámbito pastoral, educativo, cultural, asistencial supone un ahorro de miles de decenas de millones de euros para las arcas públicas... ¡Oiga! ¡Es que, no todas las confesiones, ONGs, partidos, asociaciones, etc. que existen contribuyen del mismo modo al bien común de la sociedad! Los datos hablan muchas veces por sí solos. En su totalidad pueden verse en la Memoria anual de actividades de la Iglesia Católica en España, que la Conferencia Episcopal Española entrega al Ministerio de Justicia, al final de cada ejercicio, para informar sobre la actividad de la Iglesia y sobre el destino de sus recursos humanos, materiales y pastorales. Así está estipulado en el acuerdo sobre la asignación tributaria. Y esta Iglesia “de la caridad” es la misma Iglesia que, en su encuentro con Jesucristo, llega a la fe, llega a creer; y la misma que cultiva y celebra su fe. La misma. Es única: no son tres diferentes. La Iglesia tendrá defectos, no será santa, entre sus miembro hay “pecadores” (y ¡quién no lo es!), pero, en lugar de dedicarse a la crítica vacía y rencorosa, actúa. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesús de Nazaret. “Es fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo, pero encontrar cualidades, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos” (Klerm).