Opinión

Aquel patio de jazmines...

En primavera aquel patio del “Callejón del Asilo” se vestía exultante de jazmines y de las primeras rosas del huerto de Mariavera, que, como un oleaje de encajes de espumas se dejaba caer sobre el muro de cal blanca de la ramblilla. Los claveles y geranios se agolpaban con sus pétalos rojos juntos a las puertas de las casas, como anunciando que aquellas sencillas flores eran un grito a la esperanza de unas mujeres, que aunque desposeídas del disfrute que la vida les podía proporcionar, cada día entregaban sus propias almas en el alma colectiva de su soñado patio. Mi madre -como cualquiera de vuestras madres- gustaba de sus flores como si fuera una continuidad de su sensibilidad primigenia de Santapola, su pueblo natal que siempre recordaba como algo lejano lleno de la magia y la suavidad azul del litoral alicantino. Fina, en un susurro, me recitaba en “valencia” las canciones que oyera cantar -mientras jugaban- a los coros de las niñas con una musicalidad que siempre me acompañó, cómo una nostalgia que perdura en mi interior a través del tiempo y la distancia. Algunas veces la calidez de su voz en la cercanía de mi cama, traiga consigo que el sueño se allegara y quedara dormido a los pocos minutos. Tal vez en este mundo tan ajetreado y tan fugaz en cuanto asoman los sentimientos por el lado del corazón, sea difícil entender el modo de convivencia que se desarrollaba en aquellos patios de la antigua Ceuta. Sin embargo, sería bueno recordar algunos retazos de aquella convivencia entre vecinos y el espacio urbanístico donde se desarrollaba.
De tal manera, las edificaciones de una o dos plantas se situaban alrededor de un patio central, donde niños y mayores pasaban gran parte del día, unos jugando, en el caso de los niños; y, otros, los mayores, ajetreados en sus quehaceres diarios que ocupaban la mañana y mediodía, para a la tarde encender las copas de cisco, picón y carbón de las carbonerías del “gorrión” y de Juan “el Cojo”, y tras calentar café, oír aquellos seriales inolvidables como “Ama Rosa”, de Radio Madrid, o “Yo amo a un canalla”, de Radio Tánger.
Nada era superfluo y vano; sino todo lo contrario. Nada se allegaba fuera de la vida; sino que era la misma vida en su máxima expresión de unas gentes sencillas que trataban la existencia como la mejor de las besanas a punto de cultivar. Nada se detenía, pues todo fluía en una corriente que bajaba inexorable hacia el extenso mar de un nuevo tiempo, que se abría a un mejor futuro lleno de una suspirada esperanza…
Algunos piensan que en esa larga postguerra todo fue obscuridad y sombras; sin embargo, si bien fue un tiempo de necesidad y carencias, también es cierto que una solidaridad llena de un primitivo cristianismo de compartir parte de lo que se alcanzaba a tener, se daba de una forma natural en unas gentes que deseaban olvidar la terrible guerra pasada y apostar por nuevos horizontes plenos de ilusión, donde  las pantallas de “Cinemascope” del cine de Hollywood te transportaban por unas horas a esos horizontes que estaban por llegar… Cuando en un acto de regresión tratas de volver a ese pretérito de patios enjalbegados de blanca cal, y llenos de macetas pintando con sus coloreadas flores las paredes de las casas, se te allegan de manera inevitable los diversos olores que inundaban todo el espacio que circundaban los cantones, puertas y ventanas. Después del mediodía empezaban a hervir a fuego lento todos los guisos que se preparaban para el almuerzo. De tal manera, que por las ventanas de la cocinas el vapor y el olor de aquellos caldos trepaban hacia las nubes, inundando todos los rincones de ese gozoso bienestar que, a poco, los calderos estaban listos para ser servidos.
En unos párrafos que tratamos de escribir imaginativos y llenos de la sensibilidad suficiente para transmitir aquel mundo de olores y sugestivos colores, nos parece una tarea harto difícil para que con sólo la magia de las palabras, pueda allegarse la evocación de aquel castizo escenario, donde la convivencia era el principal valor que pudiera darse entre aquellos entrañables vecinos.
Sin embargo, pongamos, que los colores: blancos, azul, rojos y amarillos sobresalían sobre los demás, porque significaban paredes blancas de cal, sabanas, camisas, azucenas o jazmines. Pongamos que el azul, trazaba todo el patio de norte a sur, porque era el color añil de los cielos que bañaban su espacio. Pongamos que el rojo dejaba su pincelada roja de las corolas de geranios y claveles. Pongamos que los amarillos se dibujaban alcanzado el rellano de Dorotea y Olimpia, en las campanillas amarillas de las madreselvas que, cual abejas, libábamos su néctar.
Todo aquel entramado urbanístico denominado “Ceuta la vieja”, la primigenia ciudad que iba desde el Puente Cristo al Puente Almina, se columbraba como un encaje intimista que se había ido construyendo a través del trascurrir que los siglos fueron dejando en su acervo cultural y sus tradiciones; y, a bien que dejaron: placitas, callejuelas, ramblillas -empedradas algunas con cantos rodados de la Ribera-, pequeños huertos, patios, zaguanes, azoteas, colmados, carbonerías, talleres, sastrerías, zapaterías, ferreterías, droguerías, carpinterías, mercerías, papelerías, ultramarinos, estancos, obradores, reposterías, panaderías, churrerías, cafeterías, confiterías, tahonas, restaurantes, bares y tascas…, que convergían en la Casa Misericordia* -reconvertida en Escuela Pública -, dónde asistimos con la pequeña maleta, la pizarra -trapo y pizarrín- y el babi de rayas azules y blancas.
Y, si los colores de las paredes, del cielo y las flores de aquellos patios eran determinantes para haceros llegar su esencia, no puedo dejar de apuntaros, que aquellos hombres y mujeres** ampliaban el sentido de la familia hacía los otros vecinos, de tal forma que si bien se perdía privacidad en las relaciones tan cercanas, no es menos cierto que la soledad que ahora habita en muchos sectores de la sociedad actual, no tenía cabida en la de aquellos entrañables días, porque tu hogar no sólo era las estancias de tu vivienda, sino que también pertenecías a un patio y a una calle. Y en el patio y en la calle todos los paisanos conocían tu nombre desde que don Bernabé Perpén, te echaba sobre la cabeza las aguas del bautismo…
Algunas veces, cuando en nosotros se enciende la nostalgia, nos preguntamos: ¿Si las Autoridades de nuestra capital, en vez de tener ese afán terrible de destruir todo el paisaje urbano que identificaba el pasado del municipio, hubieran restaurado toda la Ceuta “la Vieja”, que puesta en valor se tendría de nuestro patrimonio cultural y de la propia historia y de la añadida personalidad de nuestra ciudad? La pregunta nos queda en el aire para que sea contestada por los estudiosos y por aquellos que en su corazón sienten a Ceuta como parte de ellos mismos; sin embargo, hemos de decir, que, ahora se tendría un centro remozado con el sabor de la ciudad primigenia, donde podría adivinarse la vida en aquel callejero único y lleno del encanto y la magia de pasear por la historia de su placitas, huertos y callejuelas.  Bien conocida es la prosa poética de Gabriel Miro en la descripción de las tierras, los pueblos y la marina del litoral alicantino, que ha dejado en sus párrafos el testimonio de un poeta para que la historia no olvide sus paisajes y sus gentes. Y, del mismo modo y manera, transidos de los líticos textos del maestro, los poetas -alquimistas de la palabra- de esta tierra, permanecerán prisioneros y comprometidos con describir la belleza indescriptible que se allega desde que principiamos la andadura por el litoral abrupto que circunda nuestra ciudad, desde los pinares altos del Hacho a las playas Homéricas de Benzú y el Tarajal.
Y, como dijera el nacido en Alacant en el “Cantarero y la fuente”: “¿Quién recogió las aguas entre los brazos como una túnica?” Y, él nos apunta: “que muchos quisieron gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, moldeándola como una ropa dócil a nuestros dedos; pero únicamente Dios puede recogerla…” Como si a cada paso que diéramos, nos reencontrásemos con el alma de un paisaje que un juglar cantara entre las brumas del taro, para que nunca olvidemos el lugar donde nacimos: Ceuta, la ciudad de siete colinas, que quedó anclada en las aguas profunda del Estrecho al sur y al norte de los continentes…

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