Sólo hay dos patrias; la chica -de nacimiento, infancia y ensoñación- y la que educa o protege tu salud y la de los tuyos. El resto son zarandajas.
En el universo de los papeles, sin embargo, existen pequeños grupos que desafían la simplicidad futbolera que no admite a la gente sin equipo. Pero existen. Y en los trastornos del espectro burocrático, genera un grave desconcierto no saber si alguien es de los nuestros o no.
Conozco tres ejemplos de naturaleza profundamente distinta que conducen, sin embargo, a una paradoja común. Estonia, el país báltico, tiene un 30% de rusos entre su población. Tras la independencia de la URSS, a principios de los noventa, la mitad de ese grupo decidió hacer equivalente su lengua materna al pasaporte, y se quedaron sin ser estonios con papeles. Pero la otra mitad de los rusos optó por tener “ciudadanía indefinida”, un documento de color gris, que es como no tener bandera y que te miren raro en los aeropuertos.
Por su parte, los “niños españoles de la guerra”, cerca de tres mil evacuados de la España republicana a la URSS en 1937, se reconocen en sus memorias como personas con dos patrias, aunque ninguna lo haya sido del todo y ambas, tanto la soviética como la española, cotizan a la baja en las subasta de imperios.
Por último, los 300 de Ceuta, con un “Título de Viaje” que les reconoce -a medias- el derecho humano de transitar, han quedado atrapados entre la discusión hispano-alauita por el candado de Ceuta, “puerta caliente” como Las Termópilas, en cuyo umbral están están detenidos dos poderes que no quieren ceder el paso ni pueden pasar a la vez.
El próximo lunes, interpretación de “apátridas”, el concepto.
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