No me lapiden- que no tengo la manicura hecha- pero lo veo muy negro. Igual que en el cuentecito del polaco Mrozek parecemos abocados a la fatalidad de ser árboles frente al progreso.
No nos acordaremos de estas nieves cuando nos abrase el calor de agosto. Los que lleguemos, porque yo ya no hago planes. El año pasado fue duro, pero éste se me está haciendo hielo en los huesos. Sé que voy para mayor porque excepto Benjamín Button ese es nuestro camino común y sin escapatoria. Cómo lo hagamos ya es otra cosa. Si los dioses propicios no me hubieran hecho tan descreída me iría cien veces mejor y tendría más amigos. Pero mi verbo fácil, mi carácter áspero y decir la verdad está en lo más bajo de la escala de valores. Si parezco tímida es porque estoy rumiando algo que no estoy muy segura que sea correcto que vea la luz y cuanto más callo menos bueno el resultado. En esta vida de ruindades y envidias solo nos salva la compañía, los buenos amigos y que nos miren como el marido de Ruth Baden Ginsburg lo hacía con ella, con ese gesto tan maravillosos que duele (en la nula comparativa) con solo echarle una ojeada. Todos aspiramos a que nos quieran, pero no todos tenemos la suerte de llegar a la meta soñada. Por eso los que nos descarriamos en la ingrata aventura, vamos por el mundo sordos, mudos y ciegos a todo lo que sea esa pequeña belleza que es que un gorrión famélico por las lluvias de Filomena a pie incandescente en tu ventana mientras escribes una columna para que compartas con él , el pan duro de antaño. Cuando lleguen las bochornosas calores del infierno africano, con agostos solapados de un sol que se extingue, ya no importarán los planes desde Marruecos, ni las agendas oficiales, ni nada que haya sucedido, ni el frío en mis manos escribiendo, ni la humedad que se me clava en los costales engordados por las navidades, el ansia y la frustración. Nada importará de este enero desfavorecido por las novedades de que la democracia se tambalea por políticos imbéciles y gente sin escrúpulos, con covid untado en la mantequilla del desayuno, con vacunaciones a cuentagotas e intolerantes que le importan los demás guano de murciélago. No hago planes porque me desbordan o me dejan lastrada, porque mi puntillosidad hace que quiera domesticar el tiempo y la voluntad del sino que, como Don Álvaro y mi profesor de lengua de las Carmelitas- Don Antonio- nos dejaron muy claro a todas las que quisimos escucharlos , son indomesticables y viciosos de tuétano.
Fíjense lo que han cambiado los tiempos que mis hijos a sus profes los llaman por su nombre y de “tú “con muchísimo menos respeto que lo hacíamos nosotros con los nuestros en aquella época en que los calcetines marrones (que picaban) llegaban hasta media pantorrilla y las faldas asomaban voluntades de libertad sin depilaciones laser, sino pelusilla de negritudes varias a ojos vista. No sé si entonces éramos más libres en nuestras salvedades, ignorancias y -sobre todo- esperanzas, porque creíamos que los nuevos años eran todos buenos y los pechos se acentuaban bajo los uniformes azules de faldas plisadas que se encogían en torno a tu cuerpo tanto como tú te estirabas. Cuando mejor te quedaban acentuando tu figura púber, te era cambiado por otro que más parecía hábito de monja que de adolescente deseosa de encontrar amor y perfiles cárnicos acordes con sus apetencias. No nos acordamos con estas nieves propicias que una vez fuimos primavera y el mundo se rindió a nuestras plantas y nos besaron creyéndonos que estaríamos amarradas a esos labios y esos cuerpos eternamente. No somos mojigatas ni estiradas, sino madres reconvertidas por el tiempo con pollitas jóvenes y tiktoqueras locas por creer en el amor de niñatos tatuados, estirados y gelatinosos que solo quieren coger cacho y salir corriendo a poner otra muesca en su libreta digital. Estamos ateridas, pero no de frio sino de impotencia con Filomena danzando sobre nuestras cabezas, con nuestros hijos ya haciendo planes de vida propia y cogiéndose el hatillo y campando por un mundo que se nos ha hecho hostil y extraño desde que perdimos a quien nos miraba como a Ruth Baden Ginsburg su marido.
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