Huele a humo. Aún la entrada del Edificio de Colores guarda un vestigio del incendio. Sus paredes todavía sufren las consecuencias del fuego que puso en alerta al vecindario y a los bomberos de Ceuta aquel 14 de julio de 2023.
Cada vez que sus residentes acceden a este llamativo bloque de pisos, sin quererlo, recuerdan cómo su vida dio un vuelco hace tan solo un año. Meses llenos de adaptación, retos e incertidumbre. Un túnel en el que empiezan a ver la luz y su final.
Un año después ese olor a quemado es solo un minúsculo efecto de todas las secuelas fruto del paso de las llamas. Arrasaron los muebles y las habitaciones de una parte de las viviendas e incluso redujeron a la primera planta a meras cenizas.
Afable y acogedora, África Gutiérrez abre la puerta de su casa sin reparos. Ilumina su rostro rodeado por una flotante melena grisácea. Se sienta en el sofá junto a José María Martínez, su marido. Ella es una de esas personas que pasa desapercibida por la calle, pero que se deja ver con facilidad cuando habla. Lleva 50 años compartidos junto a él, confitero de profesión. Enseñan, sonrientes, una fotografía en la que se le ve con las manos en la masa.
Decidieron mudarse para tener una vida más cómoda y un domicilio más accesible para llevar mejor sus achaques, producto del paso de los años. Lo que con toda seguridad no entró en sus planes es aquella aciaga fecha en el calendario en la que una chispa se prendió y vistió de negro los colores del inmueble.
José María Martínez, vecino afectado: "Llamó nuestro vecino y nos dijo ‘vámonos que hay fuego’. Tal y como estábamos nos fuimos"
“El día del fuego, eso fue muy fuerte, pero no solo el día. Es que era ese y al otro y al otro. Eso no se apagaba y no teníamos nada. Nos quedamos sin nada y sin la casa”, cuenta. Su mirada se torna triste al llegar a su memoria las brasas del incendio y las columnas de humo.
“Son muchas cosas. Es muy complicado decir ahora qué se siente. Pues mucha pena. A mí me da mucha alegría cuando veo lo bien que está la casa, pero hasta este punto…”, apostilla.
José María está a su lado. Se siente identificado con cada palabra que relata. “Nos hemos venido abajo muchas veces, pero, el uno por el otro, tiramos. Estamos los dos y estamos bien. No nos ha pasado nada gracias a Dios”, menciona.
África Gutiérrez, vecina afectada: "Son muchas cosas. Es muy complicado decir ahora qué se siente. Pues mucha pena"
“Esto no es para contarlo; es para ver lo que pasa. Cada uno lo manifiesta de una manera, pero uno se siente mal porque aquí lo tienes todo; toda tu vida aquí. Te ves que no tienes nada comprado. Zapatillas, ropa…ella tenía una batita puesta”, detalla Martínez.
La sabiduría popular asegura que las desgracias unen a las personas. Este caso no fue la excepción de la regla. El matrimonio saca a relucir la cara amable de esta vivencia, que no es otra que la buena relación que existe en el presente en la comunidad.
“Lo positivo es que hemos conocido a los vecinos, que antes no era así. Te cruzabas en el portal o en el ascensor y todo era ‘hola y adiós’. Hemos intimado y ya nos conocemos. A ver si, cuando se arregle todo esto, tenemos una reunión. Lo principal es que tenemos buena voluntad. Queremos que vaya todo lo mejor posible”, expresa.
Hace referencia a los residentes de la primera planta, que se quedaron sin su propiedad. “Les han demolido la casa. Es una pena porque tienen dos solares en lo que era su hogar y no tienen nada”, manifiesta. “Lo han perdido todo. Me pongo en su lugar. Se va a reconstruir, pero dicen que de momento no pueden hacer nada. ¿Por qué no?”, se pregunta.
Ahora su casa “está bonita”, pero hace relativamente poco era un espejo de lo ocurrido. Muros ennegrecidos que quedan atrás bajo capas de pintura y puertas que lucen como nuevas tras las cenizas. África y José María regresaron el 1 de junio y el 16 se establecieron tras un breve viaje. Es como si se hubieran mudado de nuevo.
Ese mediodía ambos se fueron con lo puesto a la calle a excepción de un monedero que ella cogió. Pintaban el salón y el sofá se encontraba en otro lugar. Después de la visita del técnico, se sentaron a la mesa como muchos otros ese viernes. “El muchacho acababa de irse y nos pusimos a almorzar. Terminando ya, llamó nuestro vecino Raúl y nos dijo ‘vámonos que hay fuego’. Tal y como estábamos cogimos y nos fuimos”, explica José María.
Esa pequeña cartera les hizo el apaño. Pudieron comprar prendas e ir a la farmacia a por los medicamentos de ella. “Teníamos que recoger las medicinas. No se podía entrar. Esto era un caos”, comenta él. “Les di las llaves a los bomberos y ellos subieron, aunque le dieran los fármacos porque, claro, lo hacían, pero había que pagar. Menos mal que ella tenía la tarjeta. Ellos nos los bajaron”, especifica. “Tuvimos también que llevar la ropa a la tintorería porque olía a humo”.
Esperaban volver al poco. Les sugirieron que, en principio, podrían volver el martes. Sin embargo, la virulencia y el avance del fuego finalmente se saldaron, en su caso, con once meses de espera.
“Pusieron unas mesas abajo por si había personas que no tenían donde quedarse para que fueran a un hotel u otro sitio”, expone el ceutí. Sus hijos les abrieron las puertas de sus casas. Esa fue su suerte durante un tiempo hasta que tuvieron que buscar un alquiler.
Las siguientes horas que siguieron al minuto cero del incendio transcurrieron bajo la batuta de la incertidumbre. Sin saber qué hacer o cuándo volvería la normalidad. Eduardo Verdugo experimentó esa sensación. Ese día se disponía a disfrutar de una paella. Se sentía pleno y aliviado. A sus ochenta años ya tenía pagada la hipoteca del piso.
“Vi que mi hija me llamó. ‘Papá, baja pronto de casa’, dijo. Nosotros estábamos tranquilos y no escuchábamos nada”, indica. No supieron cómo reaccionar ante ello. “Cuando vimos por uno de los cuartos de baño que estaba saliendo humo, vino un bombero a por mí. Me tuvo que poner una máscara y me sacó por la escalera porque por el ascensor no se podía. A mí mujer también”, narra.
Eduardo Verdugo, vecino afectado: "Vino un bombero a por mí. Me tuvo que poner una máscara y me sacó por la escalera”
La inhalación le afectó. “Me subieron a la ambulancia. Me dieron oxígeno. Gracias a Dios no me pasó nada y no ocurrió por la noche, porque si llega a pasar así habría sucedido una desgracia gigante”, relata.
Después de muchos días, ha vuelto junto a su esposa a su hogar. Ella está en la peluquería y él disfruta, durante un rato, de la visita de su hija. “Aquí llevaré durmiendo tres o cuatro noches”, confiesa.
“No podíamos entrar a la casa. Estaba prohibido por el arquitecto. No podíamos hacer nada. Ni arreglarla ni nada. Estuvimos varios meses así. Por lo menos entre cinco y seis”, cuenta. De hecho, Eduardo no regresó nunca a su domicilio. A partir de ese día su vivienda, ganada con el sudor de su frente, solo sobrevivió en el recuerdo.
Reside actualmente en otro piso, en el mismo bloque, escaleras abajo del que tenía. Su hija ha adquirido esta nueva propiedad para que ellos puedan vivir tranquilos. “Tuve la suerte de que ella vive en un edificio nuevo y, gracias a Dios, estuvimos con ellos mi mujer y yo. No tuvimos que pagar alquiler ni nada”, aclara.
La mala suerte los acercó a otras personas con las que compartieron este desafortunado capítulo vital. “Antes no los conocía. Por ejemplo, aquí al lado vive uno que es policía. Este muchacho es vecino. No sabía que se había venido a vivir, se mudó hacía poco. Fue dos días antes del incendio como mucho”.
Los únicos que conocieron de cerca el color de las llamas fueron ellos. Los bomberos del SEIS se abrieron paso entre las fauces amarillentas que se nutrían de la materia del edificio. Todas las dotaciones del cuerpo disponibles se personaron para apaciguar el foco.
Uno a uno abrazó el incendio. Cada operativo tan solo tenía diez minutos para acceder al inmueble y tener un cara a cara con el fuego. Se alternaban para controlarlo y rebajarlo. El calor, extenuante, solo les permitía estar a cada rato en su interior.
Juan Carlos Alguacil, Miguel Ángel Ríos e Iván García son testigos del suceso y de la conmoción de los vecinos. Coinciden en que aquello era “un horno” y que la forma de proceder fue clave para lograr un incidente limpio sin nada grave que lamentar.
Más de 1.000 grados se apoderaron del Edifico de Colores. Una temperatura para la que no está preparado ni siquiera el vestuario de estos profesionales que, como máximo, soporta en torno a los 80.
“Las primeras lecturas de la cámara térmica señalaron que estaba por encima de los 1.000. Ya eso nos hizo pensar que iba a ser un incendio complicado. El bajo techo de la planta superior con el estocaje hizo que se elevara mucho y se convirtiera en un horno rápidamente”, explica Alguacil, que fue sargento accidental aquel 14 de julio.
“Lo más difícil para un bombero en estas situaciones es siempre el calor”, confiesa Ríos, jefe de la unidad ceutí. “Se nos hacía compleja la aproximación. A esa temperatura lo que ocurre es que cuanta más agua se echa, más problemas surgen. A 100 grados se evapora”, puntualiza.
“Bajar todo eso no se hace ni con diez mil litros ni en quince minutos. Lo principal era refrescar airear y ventilar. Por eso se rompieron cristales. Se intentó abrir un acceso por otro lado. Esa fue la solución prácticamente”.
Los residentes del bloque y los empleados de los comercios aledaños fueron testigos de su estado físico. Cansados y exhaustos trabajaron codo a codo para acabar con aquel reguero ardiente.
“Esto era demasiado. Los bomberos, los muchachos, estaban ahí tirados porque no podían subir. El incendio estuvo 72 horas. Es mucho tiempo con muchos grados”.
“Estaba afuera y grabé. Lo que más me impactó, más que el humo, más que todo eso… Fue ver a los bomberos en el suelo desfallecidos. Salían y se echaban agua por la nuca, por la cabeza…”.
El humo invadió los huecos de escalera. El nivel térmico en la estructura y los gases provocaron dificultades a la hora de sacar a los vecinos del edificio. Lo más recomendable era permanecer en la vivienda. Sin embargo, los bomberos finalmente estimaron que lo mejor era que salieran. Más de cuarenta residentes del bloque fueron puestos a salvo. Algunos tuvieron que ser rescatados desde las terrazas y otros lo fueron desde el interior.
Una vez reducida la temperatura a una escala lo suficientemente baja, se pudo proceder a abrir la cristalera para crear una línea más de ataque. Era necesario esperar a este momento ya que, de no hacerlo, se podría haber generado un fuego vertical.
“Conforme la intervención se fue alargando por su complejidad, se empezó a valorar la opción de evacuarlos”, explica el bombero García. “Estaban nerviosos. No es una situación diaria que solieran tener y tampoco era agradable. Ponían en riesgo su vida y sus propiedades”, narra. “Cuando evacuábamos a niños pequeños. los padres, como es normal, estaban más tensos”, añade.
“Tuvieron que subir a por unos vecinos. Los bajaron y a el hombre tuvieron que darle oxígeno en la ambulancia. A los de los pisos de arriba tuvieron que llevarlos a la calle con la grúa. Eso fue sobre las ocho y pico o las nueve de la noche”, rememora José María, uno de los afectados. “Es una sensación que solo pueden describirla los que han pasado por ello”, apunta el integrante del SEIS, Alguacil. “Daba un poco de miedo. No por la tienda, si no porque no le pasara nada a nadie. Esa es la preocupación que tenía. A algunos incluso lo sacaron desde arriba”, señala Miguel, propietario de un negocio en la zona. Algunos vecinos ante el temor no supieron cómo responder y no siguieron el procedimiento marcado para estos casos. De hecho, los efectivos del SEIS vigilaron constantemente las zonas comunes por si alguien decidía bajar las escaleras en lugar de quedarse en su domicilio. De hecho, el sargento accidental se topó con una señora en un ascensor y tuvo que llevarla hasta el exterior.
“El buen estado de forma del parque de bomberos se vio de manifiesto en esas acciones”, subraya Alguacil. “El que no hubiese ningún herido grave eso fue fundamental”, asevera.
Muchas personas colaboraron. Les dieron agua y bolsas de hielos a los bomberos. Trabajadores de los locales circundantes e incluso los mismos afectados se implicaron. Ceuta se volcó ante este difícil episodio para el vecindario.
“Los vecinos, que ya de por sí tendrían que estar preocupados por la situación, ellos mismos nos echaron una mano una vez que salían del bloque”, apunta Iván García, que desempeñó el papel de cabo accidental ese día.
“Acudían con agua. Se encargaban de repartirla. Incluso trajeron comida. La ciudadanía echó una mano. Fue fundamental porque, aunque se activó a todo el servicio disponible en Ceuta, nos quedamos cortos en este tipo de intervenciones que duran mucho tiempo”, especifica.
“Tuvimos un poquito de miedo. Incluso venían aquí a resguardarse. Les ofrecíamos agua, que se pusieran aquí para relajarlos y que nos contaran lo que habían pasado. Estuvimos al pie del cañón ayudándolos a ellos, a los bomberos y a todos”, indica Noelia, una ceutí empleada en el supermercado Eroski. Ese día estuvo presente en el incidente como tantos otros. A pesar de los temores, decidió quedarse junto a otros compañeros y no irse. “Cerramos al público ese día porque ya entraba muchísimo humo. Nos quedamos dentro por si les hacía falta agua u otra cosa”, expone.
“No tengo palabras de agradecimiento. Cuando estuvimos haciendo las guardias posteriores al incendio, se acercaban. Estaban con nosotros. Eso quiera que no es muy satisfactorio; que todos viesen la labor que se realizó. Durante el desarrollo del fuego hubo muchísimas personas que nos ayudaron”, menciona el miembro del Cuerpo de Bomberos, Alguacil.
Destaca también la colaboración de la Policía Nacional, la Local, Cruz Roja y otras entidades.
“Se me escapan algunos. Estoy muy agradecido a todos los que nos respaldaron”, añade. “No nos faltó una botella para refrescarnos”.
La estampa de llamas y colores entremezclados no pasó por alto para muchos. Les pilló de sorpresa. El primer indicio que los descolocó fue el olor a quemado o el paso de los camiones del SEIS.
Noelia iba a ocupar su puesto como de costumbre. Una tarde como cualquier otra que cambió con el progreso de las llamas.
“Aparqué la moto justo en frente del bazar Lili. Pasando la entrada, noté un poco el humo. Pensaba que estaba controlado, que era algo sin importancia. Me tocó estar en la línea de caja y cada vez olía más fuerte y se metía más en el supermercado. Era más alarmante. Nos asustamos”, relata.
Miguel caminaba hasta su tienda para abrir y empezar con el horario de tarde. “Ese día venía de mi casa. Escuché el bullicio de los bomberos y a muchas ambulancias. Me dije ‘¿qué pasa aquí?’. Luego me dio el olorcillo a quemado”, recuerda.
“Cuando vi el humo y me encontré todo aquello ya me di cuenta de que el edificio estaba ardiendo. Dio la casualidad de que llevábamos tres días abiertos. Estábamos preocupados por si le había pasado algo a algún vecino”, confiesa.
La labor de los operativos, que se entregaron en cuerpo y alma a su tarea, tampoco fue invisible a los ojos de los que se vieron involucrados en aquel suceso.
“Los bomberos estuvieron increíbles. Hicieron un trabajazo. Estaban constantemente entrando aquí para ver si estábamos bien”, indica Noelia.
Desde su tienda, Miguel los vio en plena acción frente al inmueble. “No pararon. Tenían aquí una montada que no veas. Estaba todo acordonado”, comenta.
“Su labor fue impecable. Estuvieron todo el día ahí sin parar”, aclara.
“Estaba todo lleno de bomberos, de camiones, la calle cortada y los vecinos estaban fuera del piso llorando. Fue muy duro verlo. Tenemos la cristalera en la línea de caja y lo veíamos prácticamente todo. Fue muy sorprendente”, expresa Noelia.
Estos tres bomberos viajan a ese día a través de sus palabras. Tienen claro que es uno de los incendios más complicados de todos los que han encarado en su vida profesional. “Desde mi punto de vista yo diría que ha sido uno de los más complejos. Llevo 20 años”, remarca García. “Puede ser uno de los peores que recuerdo. Se convirtió en un horno gigante. Avanzamos muy lentamente. Nos costó muchísimo bajar la temperatura”, reflexiona Alguacil. “Lo primero y lo más importante para nosotros siempre fue la vida de los vecinos y su seguridad”, concluye.
“Llevo 42 años en el cuerpo y, en cuanto a penosidad, sin lugar a dudas este es el que más. Quitando los fuegos forestales, que son largos y fatigosos, lo es”, comenta Ríos.
Los residentes del bloque de pisos fueron afortunados. Sanos y salvos, aquello quedó en una pesadilla pasajera de una noche. “Hemos visto, por desgracia, el desarrollo de algunos incendios que tienen un desenlace fatal, que es la muerte. Gracias a Dios no se produjeron. Tuvimos esa suerte de que saliera todo bien”, señala Alguacil.
El edificio de tonos amarillos, azules y rojos se recobra. Como si se tratara de una herida, su cicatriz comienza a ser palpable. Mientras tanto, los ceutíes que lo habitan resurgen de sus cenizas, recuperan el color en sus vidas y sustituyen su gris.
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