Un pequeño combo de lanchas operaba frente a la bahía de Ceuta ese milagro antiguo que consiste en obtener peces del mar. Justo ahí, a escasa distancia de la playa que lleva el nombre del arte: La Almadraba.
Mientras la tripulación faenaba a brazo y cigüeñal, algunas embarcaciones de paseo se encontraron con ese bien tan anhelado por los turistas: la autenticidad.
El turismo viene y va, consume cosas y deja algo, pero todo ocurre entre decorado y ficción. Por eso la almadraba, con su verdad, provocaba el entusiasmo entre los navegantes de ocasión: al fin algo real e interesante en mitad del simulacro.
“Los puertos de pescadores, a cambio, entran con facilidad en los ojos de las personas”
Aún así, lo cierto es que la operación sorprendía. Primero, por la cercanía y naturalidad. Allí, mismo, cuatro o cinco pequeñas embarcaciones, estrechando el cerco, juntaban cada vez más peces y menos mar, como es propio de esa técnica. Otro motivo del interés residía en el tamaño, pues lo pequeño suele ser hermoso. Y aunque las dársenas de la ciudad, como los paquebotes que resuelven el Estrecho, tienen su aquel, lo cierto es que desbordan la escala humana y se vuelven inquietantes. Los puertos de pescadores, a cambio, entran con facilidad en los ojos de las personas.
Pero lo interesante de la Almadraba, y en cierto modo esperanzador, es el desafío que supone al signo de los tiempos. Hoy, cuando todas las mercancías, físicas, plásticas o semovientes, se pescan a la deriva en Internet, rezando a los dioses de la logística, los turistas viajaron en un santiamén del ocio al negocio, perplejos por haberse topado de golpe con un arte tan antiguo como vigente, que aplicaba sobre sus ojos ciegos de folletos un colirio suave y bello de realidad.