Quienes hemos perdido a un ser querido, así, sin más, sin tan siquiera avisar, como una puñalada directa al corazón intentamos buscar explicaciones a lo que no lo tiene. Por qué y por qué precisamente a él o a ella. Son las preguntas que nos hemos hecho cuando una llamada telefónica nos ha comunicado que se va, que se marcha, que ese ser querido nos deja para siempre. Y entonces asoman los recuerdos, las risas, los momentos, los consejos y revisamos como locos las fotografías después de un duelo que hay que pasarlo. Y eso no es tan fácil como nos cuentan, como lo pone en los libros. No tiene fecha de caducidad. A algunos el duelo nos dura toda una vida, lo que pasa es que está dormido y cuando menos lo esperamos nos domina de nuevo.
Cuando nos parieron nos arrojaron a una vida complicada. Conforme pasan los años y asimilamos en qué consiste realmente esta etapa las dudas son cada vez más profundas e irresolubles. Surgen conforme nos topamos con injusticias, con situaciones adversas, con complicaciones y nunca finalizan, todo lo contrario. Somos tan soberbios y tan altivos que aunque a diario esa vida a la que nos arrojaron nos escupa lecciones, seguimos sin cambiar el rumbo, empecinados en no vivir como se debe, obsesionados en realidades materiales que dejaremos en vida, atrapados en debates sin sentido que nos impiden ver en qué consiste realmente todo esto.
Nada es justo, no lo puede ser que te llamen y te comuniquen lo que nunca quisiste escuchar, que te rompan los esquemas, que te arrebaten a tu referente. Pero esta es la vida y es un camino que termina cuando, sin avisar, de la manera más cruel, te pone el punto y final sin permitir siquiera despedidas, sin arañar más tiempo, sin poder cronometrar unas escenas para las que nunca estaremos preparados. Jamás.