Ceuta, años 60. En la calle Canalejas, al pie de las escaleras que suben hasta el Pasaje del Pilar y la calle Sevilla, una reluciente academia, bautizada con el nombre de San Juan de Dios
A Chiqui, José Ángel y Carmelo,
en el recuerdo compartido
Uno de los aspectos que la memoria retiene con más insistencia son los recuerdos de la escuela y de los maestros, y no por pasar entre ellos los mejores momentos de nuestra vida, sino porque la peculiaridad de su evocación araña las emociones infantiles y se adhiere a ellas para siempre. Esto nos ocurrió en esta academia de San Juan de Dios a muchos de nosotros, niños en aquella Ceuta de los años sesenta.
En la calle Canalejas, al pie de las escaleras que suben hasta el Pasaje del Pilar y la calle Sevilla, una reluciente academia, bautizada con el nombre de San Juan de Dios, sustituyó de un día para otro a una antigua cuadra establecida en el barrio: un cobertizo que durante mucho tiempo dejó asomar por una reja oxidada, las cabezas de unos jamelgos silenciosos y tristes, con las miradas fijas en los chiquillos que correteaban por los escalones y sus aledaños.
Durante años, aquellas cuatro paredes de la vieja cuadra, ahora enlucidas de blanco, albergaron a un grupo de mulas y de caballos sin que el vecindario mostrara curiosidad alguna por su origen o su destino. Tampoco logró inquietar a los vecinos el ilustre cambio, aunque por propia conveniencia, comentaron durante cierto tiempo el acontecimiento con alegría.
Ciertamente, el nuevo colegio no obtendría nunca su lustre académico, deslucido siempre por ese carácter de antiguo establo que indujo a la chiquillería a sentenciar a los pupilos “los burros de San Juan de Dios” desde el primer día.
Su flamante director, Don Manuel, ayudaba sobremanera al aciago gracejo. El peculiar andamiaje corpóreo del maestro se dejaba adornar con una delgada y excelente palmeta de la que jamás se desprendía. A la fina y alargada tablilla, que cimbreaba en el aire atemorizando a unos y otros, se unía su falta de decoro cuando él mismo decía “han sacado a los caballos para meter a los burros”.
El ideario de la escuela se basaba en la palmeta y en algunos conocimientos generales sin ninguna ciencia cierta. Dividida en dos secciones, la clase de abajo y la clase de arriba, el colegio dejaba la puerta abierta a unos y a otros, a chicos y grandes, a aplicados y perezosos, a inteligentes, listos y tardos, a traviesos y bulliciosos, a pacíficos y obedientes…
El primer objetivo de la academia fue siempre preparar a los alumnos para su ingreso en el Instituto de Enseñanza Media. Y en su ideario, la iniciación de aquellos en las cuestiones del alma a fin de ingresar en el seno de la Santa Madre Iglesia: prepararse para la comunión era misión estelar.
El segundo propósito servía de suplemento a la escasa economía de los maestros, y era este el de reforzar el estudio de los bachilleres suspendidos en una u otra materia. Así, las tardes completaban los oscuros bancos de madera con los alumnos del Instituto, y también de los Agustinos y de La Inmaculada -Las Monjas-, que acudían presurosos para hacer los deberes bajo la estricta vigilancia del maestro que, o bien les otorgaba el visto bueno o, por el contrario, se empleaba a fondo con la palmeta ante la perplejidad de los presentes, que sentíamos en cada palmetazo, el dolor del lema académico de aquel entonces, “la letra con sangre entra”.
Su condición de pago como colegio “particular”, le confería cierto matiz de “buena posición social” en la calle Canalejas, y que ya se adivinaba por la indumentaria y los buenos o zafios modales del pupilaje, niños y niñas que venían de todos los barrios circundantes: Canalejas, Cuesta del Molino, Calle Sevilla, Recinto, Pasaje del Pilar, Pasaje Matres, Pasaje de las Heras… Una clase media baja, en general, que iniciaba su escolarización en los finales de los cincuenta, y durante la década de los sesenta, con serio afán de los padres de ofrecer a los hijos la educación académica que ellos no tenían, una licencia para adquirir mejor posición de la que ellos gozaban.
Dividida en dos secciones, la clase de abajo y la clase de arriba, el colegio dejaba la puerta abierta a unos y a otros, a chicos y grandes, a aplicados y perezosos, a inteligentes, listos y tardos, a traviesos y bulliciosos, a pacíficos y obedientes…
La clase de abajo se especializaba en “cultura general”, tan general que insertaba las dotes de adivinación del maestro de todos aquellos platos que sus pupilos habían almorzado. La técnica era fácil en apariencia: te daba un par de golpecitos en la cabeza con su puño cerrado para llevárselo de inmediato a la nariz y aspirar profundamente el supuesto tufillo que el puño desprendía; a continuación, solía decir ufano: “Fulano, lentejas. Has comido lentejas”.
Nunca se supo si realmente nuestro docente adivinaba o no el almuerzo digerido por el alumno en cuestión. Nadie se atrevió jamás a contradecirlo, y en el dato incierto de su saber, fue aumentando su fama de adivinador de alimentos. Envanecido de su arte, y ante nuestras expectantes miradas, no cejó un solo día de aplicarse a sí mismo su pericia en un severo adiestramiento de golpes en la cabeza y puño cerrado en su nariz, sin que nosotros lográsemos asegurar si el maestro sería capaz de adivinar su propio alimento.
No era tarea fácil gobernar la clase de abajo. El estrés era continuo. La incertidumbre permanente entre aquellas cuatro paredes blancas, sin más adorno que el crucifijo, inducía a un discreto y soterrado alboroto que, apenas perceptible por el maestro adivinador, nos mantenía en la incertidumbre infantil de no saber cómo finalizaría el día o con qué alumno se emplearía el maestro en su quehacer cotidiano.
Las niñas siempre estuvimos a salvo de las tropelías del maestro, y en el trato especial, siempre creímos ser mejores, al menos más estudiosas, buenas y obedientes, como eran la gran mayoría de las niñas de entonces, aunque nunca dejamos de ser testigos de aquellas prácticas que nos metía el miedo en el cuerpo y nos creaba una desazón permanente.
Entre aquellos niños que más alborotaban, figuraba muy especialmente el singular Carmelo, de mediana estatura, delgado, rubio, y una cara redonda siempre sonrosada y sudorosa: no paraba un instante. Su voraz astigmatismo imprimía a su físico un sello especial, y también a su carácter, con aquellos colosales ojos detrás de las gafas, y ese aire suyo de despiste permanente. Nada más llegar a la Academia, maestros y alumnos intuyeron que Carmelo se convertiría en la diana de aquella disciplina escolar.
El nuevo pupilo era un niño travieso y dicharachero, al que gustaba bromear y reír tenazmente, y cuyo original comportamiento en el aula ejercía sobre todos nosotros una enorme fascinación; también solía sorprendernos a diario, sobre todo cuando llegaba tarde a la escuela, que era su costumbre y una de las más castigadas. Carmelo solía retrasarse casi siempre, y aún así, entraba en el aula con tal soltura y desapego que parecía sobrevolar por encima de lo que allí se cocía, sin sentir el más mínimo temor a la represalia del maestro, y en sus gruesos labios, además, siempre se dibujaba aquella sonrisita suya sin motivo aparente, si por su peculiar carácter, o por su propio atolondramiento.
O tal vez solo fuera un gesto amable en el que Carmelo se refugiaba de su propio miedo. Lo cierto es que jamás se libró de las advertencias y palmetazos del maestro sin dejar de sonreír nunca, entregado honrosamente a la liturgia académica. Su fama y admiración creció entre todos nosotros, que siempre le profesamos una inestimable simpatía por ser como era, por su permanente desafío al maestro, que jamás le vio caer una sola lágrima por su cara saludable y su sonrisita, eterna en sus labios adolescentes.
La clase de arriba revestía un carácter especial y de rango superior, muy distinto a la de abajo, y no solo por las diferentes materias que en ella se impartían, sino por el propio maestro, Don Luis, que no guardaba con el anterior semejanza alguna, a excepción de la palmeta. Aquí se respiraba otra atmósfera, en principio. De mediana altura y delgado, usaba el maestro gafas de montura fina y dorada sobre una nariz prominente que terminaba en una boca pequeña y de labios finos en un permanente y severo rictus malhumorado.
La clase era más pequeña que la de abajo y se accedía a ella por una empinada escalera que nos hacía llegar acalorados y atravesar la puerta con cierto aire de importancia. Cambiar de clase nos parecía acceder a un grado superior de conocimientos, y esta creencia nos reconciliaba con el maestro que nos enseñaba matemáticas, física, química, biología y geometría, en las variopintas fórmulas de las ciencias de entonces.
Don Luis nunca sonreía, y su cabeza, como la de un pájaro, no dejaba de girar de un lado a otro, al objeto de controlar a los pupilos y refrenar sus travesuras y falta de atención.
Inventó el maestro el modo y manera de incentivar en el alumnado el estudio y la dedicación a sus materias. De modo que asignó a las bancas y a cada asiento un orden numérico horizontal y vertical, y así, el que hubiera memorizado la lección perfectamente, ocupaba el primer asiento de la banca primera, y tras esta, las siguientes, hasta la última fila en la que el alumno no había memorizado absolutamente nada.
La clase de abajo se especializaba en “cultura general”, tan general que insertaba las dotes de adivinación del maestro de todos aquellos platos que sus pupilos habían almorzado
Esta fórmula duró un tiempo largo, hasta el día en que el procedimiento habitual que el maestro seguía quebró, y se desmontó aquel modelo incentivador: Don Luis no solía preguntar las lecciones en horario de tarde, dedicada básicamente a resolver los problemas de matemáticas que, sin duda, era materia principal y preferida. Pero aquella tarde decidió desviar la atención a la geometría y preguntar la lección correspondiente, de modo que fue llamando uno a uno a su mesa para tal evaluación.
Mi fama de niña aplicada sobrevivió hasta esa fatídica tarde en la que el maestro me llamó; en la primera pregunta que formuló, no fui capaz de abrir la boca, a lo que el Don Luis me indicó severamente que abandonara el primer banco y me fuera a la última fila, no sin antes propinarme un buen palmetazo, el único que recibí en mi vida, y que aún sigue doliendo. Avergonzada y humillada, recogí mis libros y cuadernos y abandoné aquel primer puesto del que tanto tiempo había gozado, y me trasladé al último asiento, detrás de todos los demás.
Don Luis fue preguntando la lección de geometría uno a uno, y por suerte para mí, nadie respondía una sola palabra, de modo que tras cada instante de espera y silencio, de oírse el chasquido de la palmeta y su orden precisa: “¡a la última fila!”, solo hubo que esperar unos minutos para verme recobrar mi primer asiento, en la fila primera, llena de un orgullo reprimido, que apenas dejaba asomar envuelto en la tristeza y la humillación recientes.
También sabía Don Luis utilizar refranes para mantener la atención de los más traviesos, así que cuando veía a algún alumno distraído, no se le ocurría más que decir: “¡Fulano, ojos que no ven…!”, y el alumno debía completar el refrán correctamente: “corazón que no siente”, salvándose solo así de la reprimenda.
No tuvo esa suerte José Ángel, uno de aquellos alumnos juguetones y despistados que, al decir el maestro: “¡José Ángel, ojos que no ven…!”, no tuvo más que responder: “porque están ciegos, Don Luis”; la carcajada general no hizo sonreír al maestro, que se limitó a decir: “ven aquí, anda”, descargando en sus gemelos una soberbia retahíla de palmetazos. Y lo más hilarante es que el alumno, bailando al compás de la palmeta, insistía: “si no ven, es que están ciegos, Don Luis…, lo estoy diciendo bien…”.
Al llegar el mes de mayo, la Academia de San Juan de Dios se daba un respiro de su tensión escolar, porque era el mes en el que se celebraba la Primera Comunión en la Iglesia de los Remedios, la parroquia a la que nuestros barrios pertenecían. Representaba esta actividad una función extraordinaria en la escuela que, de alguna manera, nos influía a todos los niños y niñas, y también a los maestros: nos sentíamos más buenos y aplicados que de costumbre, y la palmeta parecía ausentarse en este tiempo.
La preparación para recibir el sacramento de la Eucaristía nos envolvía a todos en una atmósfera de cordialidad y delicadeza; nos investía de un recogimiento gozoso y alegre, y otorgaba a la clase de abajo una aureola luminosa que la alejaba del aspecto de cuadra enrejada que siempre tenía.
Las palabras contenidas en el catecismo, este libro de instrucción de la doctrina cristiana de entonces, nos llenaba de curiosidad y de responsabilidad en su aprendizaje. También nos hinchaba de regocijo y alegría el ensayo general, la tarde previa, de todos y cada uno de nuestros movimientos del día de la celebración; y esto nos hacía recobrar la tensión habitual: los maestros se empleaban a fondo en que el rito católico de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo saliera perfecto en presencia de padres, familiares y amigos. Nada impediría que la ceremonia lograra el éxito exigido.
Y así, nos exhibimos y comportamos aquel grupo de niños y niñas, de entre seis y ocho años, de la Academia de San Juan de Dios en la parroquia de Los Remedios y ante el padre Arenillas, encargado de la ceremonia y de darnos entrada, un momento antes de tomar la Eucaristía, para recitar aquellos divinos versos que, a decir de todos, emocionaron a los maestros, y se grabaron en la memoria para siempre:
¡Oh Jesús bondadoso!,
¡oh fuente de alegría!,
alma del alma mía,
más dulce que la miel.
Ven a este pecho ansioso,
Jesús, mi padre eterno,
Y haz nuestro lazo eterno,
Y hazme por siempre fiel.
………….
“Conmigo vais, mi corazón os lleva…” (Antonio Machado).