Colaboraciones

La abuelita más triste del mundo

Esto era una vez un niño precioso, llamado Paul, que había nacido en la ciudad de Becked. Una pintoresca ciudad, porque tenía el mar rodeándola casi por completo, de forma que parecía una isla grandota, aunque no lo era, ya que un puente servía de unión entre las tierras separadas. El pequeño Paul era muy feliz, porque sus abuelitos lo querían muchísimo. Cuando él iba a visitarlos, nunca se quería ir de la casa, siempre le pedía a su padre Itzan dejarlo un poquito más jugando con sus abuelos. “Cinco minutos más, papá”, le decía a su padre, cuando llamaba por teléfono para que se fuese preparando, que iría a recogerlo en breve. Por lo general, su tita Lucy, que también era su madrina, le llevaba al perrito Smith, y los dos jugaban incansables, como dos buenos amigos, que se quieren mucho. El niño decía: ”Es mi cariño. Este es mi perrito y lo quiero mucho”. Por el largo pasillo de la casa de su abuela correteaban ambos hasta quedar exhaustos. Y el perrito nunca gruñía, ni ladraba, para no asustar a su amigo. E incluso, controlaba sus energías y sus fuerzas, ya que no quería que el pequeño Paul pudiera hacerse daño con su ímpetu. El pequeño Paul crecía en un ambiente de mucho amor y muchos juegos. Era tan feliz al verse tan amado, que a veces, gritaba sin poder controlar tanta felicidad. Y su abuelita Cheer era la abuela más feliz del mundo. Ella decía que con el pequeño Paul lo tenía todo, todo. Que no necesitaba nada más. El niño era su vida, su alegría de vivir. Y Paul le decía a su abuelita:”Abuela, tú eres la abuela más buena del mundo”.
Y así pasaban el tiempo: jugando a leer chistes, o contándole ella a Paul historias sobre las Sagradas Escrituras, o completando palabras con las sopas de letras, o pintando dibujos creativos. Y viendo a ratos dibujos animados. Cuando Paul tenía hambre, le pedía a su abuela croquetas, que ella tenía preparadas para cuando su nietecito llegaba a casa de visita. Pero un día, sin saber cómo ni por qué, las relaciones de su papá Itzan, con sus padres, se deterioraron. “¿Quién podía saber qué mal se había metido en la cabeza de su papá?”, se preguntaba Paul, que ya tenía uso de razón, como le decía su abuelita al niño. “Paul, tú ya tienes uso de razón, porque piensas muy bien las cosas. Y a veces sufres”, le decía su abuelita Cheer a su nieto. Y el pequeño asentía moviendo la cabeza con gesto pensativo. Paul había cumplido siete años. Se acercaban las fiestas de Navidad, y el papá de Paul se iba a llevar a la familia de vacaciones.. Paul tenía un libro donde estaban las fotos de todos los juguetes del mundo, que se podían pedir a Santa Claus y los Reyes Magos. El libro lo llevó a casa de su abuelita. Había puesto una cruz para señalar cada juguete que pediría a sus Majestades. Por fin, llegó el día de la marcha. “Abuela, no te olvides echar mi carta a correos”, dijo Paul cuando se despedía de los abuelos. Y su madrina y tita Lucy también se preocupó de que la carta llegase a su destino, pues incluso entregaría en mano a Santa Claus, en el país de los Renos, lo que Paul tanto deseaba. Nieto y abuela se comunicaban por teléfono durante el viaje, los días que sus papás acordaban. Y el pequeño contaba los días que faltaban para el regreso. “Abuela, ya me quedan cinco días. Abuela, ya me quedan dos días”. Y el pequeño soñaba con llegar, ver a sus abuelitos, a su tita Lucy y a su amiguito Smith. Pero a la llegada sus deseos se vieron truncados. Paul no iría a visitar a sus abuelitos y no vendría a recoger los juguetes que les esperaban encima de la mesa larga del salón de la casa de Cheer y Derek, su abuelo. ¡Todo se precipitó! ¿Qué había pasado? ¡Por qué ahora ya no podía recoger sus tesoros? ¡Quién se lo impedía?

Cuando Paul tenía hambre, le pedía a su abuela croquetas, que ella tenía preparadas para cuando su nietecito llegaba a casa de visita. Pero un día, sin saber cómo ni por qué, las relaciones de su papá Itzan, con sus padres, se deterioraron. “¿Quién podía saber qué mal se había metido en la cabeza de su papá?”, se preguntaba Paul, que ya tenía uso de razón, como le decía su abuelita al niño.

Pasó un día y otro y otro. Y nada. El pequeño Paul, el niño más bonito y más bueno del mundo, ya no iría nunca más a la casa de sus queridos abuelitos. ¡Qué locura estaba pasando? ¡Cómo era posible que después de tantos y tantos días, aún estaban sus juguetes en la mesa larga de la casa de su abuela, sin poderlos recoger? Incluso un día que jugaba en casa de su amiguito Iker, tuvo que mentir, cuando Iker le informó que en casa de su abuelita Cheer le esperaban muchos juguetes, que fuese a recogerlos y ya de paso, ver a su abuelita, que estaba enferma. Y Paul le dijo a Iker:” Ya fui a recoger los juguetes a casa de mi abuela, Iker”. A Paul le daba vergüenza reconocer la verdad. Ya tenía uso de razón y no quería que su amigo supiera que sus padres no le dejaban ir a casa de sus abuelitos. Y Cheer estaba ahora muy triste, porque su pequeño Paul no daba señales de vida. Y eso para ella era la historia más triste de su vida. La abuelita ya no era la abuela más feliz del mundo, era ahora la abuela más triste del mundo, porque le habían quitado a su niño querido, a Paul, su nietecito. Ella se decía: ”Yo estoy muerta. Llamadme triste. Ese es mi nombre. La abuela más triste del mundo”. Y nadie, desde entonces, se atrevía a llamarla de otra manera.

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