Partimos para Algeciras en una plácida travesía descansando en las coloreadas hamacas y columbrando la majestuosidad de la senda de aguas azules y profundas en que se abre al Estrecho. A levante el cálido mar Mediterráneo, a poniente el inhóspito océano Atlántico. Desde la cubierta de un transbordador-correo las mitológicas columnas de Hércules se nos antojan inaccesibles, como si sostuvieran con sus cumbres el techo azul de los cielos. Pocas cosas impresionan tanto como este paso entre Europa y África, donde al atardecer el sol se funde a poniente más allá de cabo Espartel y la punta de Tarifa, en un sortilegio donde la naturaleza semeja por unos momentos una hoguera donde todo se viste de rojo, y los altos cirros arden en un fuego que se reflejan en los cristales de nuestras asombrados ojos...
La roca de Gibraltar con su acostumbrada nube en la cumbre nos recibe a estribor al entrar en la bahía de Algeciras. A babor la playa agreste de Getares y punta Carnero con su imponente faro que, junto con el de punta Europa, alumbran a todos los buques en tránsito llegada la noche y facilitan la situación verdadera sobre las demoras trazadas en las cartas náuticas. Pasa el transbordador el mar de Isidro y los grandes mercantes fondeados en espera de combustible, para girar a babor la farola roja de la punta del malecón del puerto; y tras una ciaboga de libro donde la hélice dextrógira de babor gira avante y la de estribor -en sentido contrario a la manecillas de un reloj- gira atrás, el Victoria después de dar las estachas a tierra y virarlas en los cabirones del molinete y en el cabrestante de popa, queda atracado y paradas las máquinas al cantil del muelle en su costado de babor.
Pasamos la aduana y nos dirigimos a los autobuses verdes de Comes que se hallaban a la salida del puerto. Esperamos que llegara el autobús que dijeron que venía de la Línea. Y tras un buen rato de espera nos situamos en la parte trasera que se hallaba desalojada de pasajeros. Por fin arrancó la camioneta que nos condujo por el litoral de los montes de Pelayo y el puerto del Bujeo, donde desde el alto cerro de su mirador (*) se columbra una vista esplendida en toda la amplitud del Estrecho desde Ceuta a Tánger que pareciera una postal por su quietud, si no fuera por el paso de ferris y buques mercantes que se adivinan en el brochazo azul de las procelosas aguas de este canal entre continentes. Que si consultamos los derroteros y las cartas de navegación marítima, nos avisaran de los accidentes y bajos del litoral; además de la medida que tomada al compás sobre la Mercator, nos marcará doce millas náuticas de distancia entre la bocana de la romana Septem Frates, y los bajíos y abruptos acantilados que descienden de la linterna de punta Carnero.
Acaba Europa entre acantilados conspicuos, agrestes y altivos ante el mar mitológico del Estrecho. Más allá, mirando hacia el sur principia África, con sus ciudades cabeceras de Ceuta y Tánger. África a golpe del roce de una mirada atávica, profunda, ilimitada en el concepto de finitud, donde no sabemos si empieza o termina un continente. Si acaso termina nuestro viaje o sólo acaba de empezar...
Pasado la villa de Guzmán el Bueno, la heráldica Tarifa, la carretera se allana entre campos de labor y pastizales para la cría de ganadería de toros bravos, donde viven de manera regalada hasta su cita en los cosos taurinos donde se ponen a prueba su casta y su bravura. A la derecha vislumbramos en subida airosa a la montaña a Facinas, un pueblo que nos despierta una cierta hondura de soledad entre lo agreste del terreno y el apego del labrador a su tierra. Más lejos aparece en una ampliación despejada del terreno el pueblo de colonización de Tahivilla, donde los campos de labor se extienden rotulados y terrosos en espera de la próxima siembra nada más acabar los cantones de sus últimas casas blancas. Llegamos a la Barca de Vejer al pie de la peña agigantada que sostiene al pueblo entre callejuelas tortuosas y en cuesta, pintadas de cal y adornadas con macetas de albahacas y geranios. La Venta Pinto ya tiene preparado en sus ollas sus famosos lomos en manteca colorá, que los viajeros se apresuran a degustar, bien por continuar los clientes con la tradicional degustación, o atraídos los nuevos por la fama de esta antigua venta de Cádiz en sus productos caseros.
Acaba Europa entre acantilados conspicuos, agrestes y altivos ante el mar mitológico del Estrecho
Los últimos viajeros suben al autobús después de la compra de la bolsa de mantecados, el pan crujiente del horno de la artesanal tahona, o las chacinas y los jamones que cuelgan sugerentes del artesonado de madera del techo. Conil se intuye en un resplandor de mar que refleja la ventanilla. Nos despedimos del bosque de pinos del Colorao, y alcanzamos los pueblos grandes de Chiclana y San Fernando, donde en aquel son famosas las bodegas del Sanatorio donde se siente el silencio como si de una catedral se tratara, y claro está, el vino trasparente de color amarillo, de oro, con un sabor que ya se hace imposible olvidar hasta que no lo pruebas de nuevo. Y, al poco, San Fernando y el puente Suazo, rodeado de esteros de robalos, bailas, lenguados y múgiles, donde las pirámides de sal le dan la más genuina estampa tradicional a la Isla de León.
Y, Cádiz, al fondo... Cabeza de la bahía en su extremo sur, que corremos en una larga carretera entre las dunas de arena del litoral y las vías del ferrocarril, que dan a las aguas someras del saco de la bahía un paisaje de durmientes espejos añiles; en contraposición a las más agitadas que -desde la isla de Sancti Petri y el ventorrillo del Chato- corren hasta besar el castillo y el faro metálico de san Sebastián.
El tren chifla entre las casas en su ya cercana aproximación a la estación final; y el coche de línea para en Residencia, pasa las Puertas de Tierra, baja por la cuesta las Calesas, asoma a San Juan de Dios, al Ayuntamiento y a los jardines de Canalejas, y por fin se adentra en la cochera término del edificio de Comes, junto a la entrada del puerto.
Descendemos, algo entumecidos, y sentimos como una bendición de Dios, ese ángel, esa alegría natural, espontanea, que tiene las gentes de esta tierra gaditana, tierra de carnaval y chirigotas, donde el pueblo, tiene la prerrogativa de unos días al año, decir: «al pan, pan; y al vino, vino..»
Y, aquí dejamos, la canción que más identifica a Cádiz, a su gracia, a su alegría constante y, sobre todo, a su gusto ancestral por la libertad:
«Cañones de artillería,
aunque pongan los franceses
cañones de artillería,
no me quitarán el gusto
de cantar por “Alegrías”.
Con las bombas que tiran
los fanfarrones
se hacen las gaditanas
tirabuzones.
Que las hembras cabales
en esta tierra
cuando nacen ya vienen
pidiendo guerra.
¡Guerra! ¡Guerra!
Son de piedra y no se notan,
las murallitas de Cádiz...»
(Popular)
Cádiz, y Ceuta, son ciudades parecidas en extensión y en números de habitantes, y las dos son dos penínsulas abiertas al mar. Y, es claro que las dos tienen un tipismo que las hace diferentes a otras. Antiguamente en la dirección de las cartas se escribía: CEUTA (Cádiz), señalando a la ciudad perteneciente a la provincia de Cádiz, como aún continua en una única diócesis eclesiástica de la Iglesia para ambas ciudad
Cuando paseamos por el Campo del Sur en Cádiz y la «Brecha» en Ceuta, la presencia de las catedrales en los dos paseos nos lleva ineludiblemente a una cierta semejanza, que no es sólo paisajista, sino también del olor y el sabor a brisa salina, a mar, en definitiva, a sal... Sin embargo, en Cádiz, el recuerdo de ser la única capital de España -la península- no conquistada por los franceses, aún permanece en el alma de los gaditanos que contagia «na» más llegar los viajeros y, Abdelaziz, no pudo sustraerse a sentir la libertad que se palpa en la ciudad que elaboró la Constitución de 1812, «La Pepa»...
(*) La longitud del Estrecho es de 14,4 km en su parte más angosta, entre punta de Oliveros (España) y punta Cires (Marruecos), y su profundidad varía entre unos 280 m en el Umbral de Camarinal hasta algo menos de 1000 m a la altura de la bahía de Algeciras. Desde que partimos de los muelles de atraque de la estación de transbordadores de nuestra ciudad a los muelles del puerto de Algeciras, arrumbando al Norte la corredera marca 16 millas náuticas, que a la velocidad media de un ferry convencional que navegara a 16 nudos la travesía dura una hora más los tiempos de atraque, que viene a ser de hora y media. Los ferris de nueva generación que usan turbinas de inyección de agua a presión en vez de hélices, la velocidad puede alcanzar los 35 nudos y el tiempo de la travesía se puede acortar a media hora.
Ya en la carretera camino de la antigua Gades, se alcanza un mirador situado a medio camino entre Algeciras y Tarifa en un paraje emblemático entre los parques del Estrecho y los Alcornocales, y se halla en un altozano a la subida del puerto del Bujeo de 300 m de altitud. La situación estratégica del mirador en una atalaya única, nos permite gozar de la cenefa de agua incluso en los días donde el temporal de levante viene deshecho desde el mar de Alborán...
Desde este cerro pasado Pelayo, se divisa perfectamente la silueta de África, que en los días de neblina, donde este inmenso río de agua salada pareciera sumergido entre nubes de redondos algodones, se divisa a 851 m la cumbre erguida e inalcanzable del yebel Musa, que: a levante deja Ceuta -la ciudad de las siete colinas- y el mar Mediterráneo; y, a poniente la Tánger bella y mora, de pasado internacional...