Colaboraciones

Abdelaziz o la búsqueda de la identidad (VII): Regreso y música

Durante unos meses Damián llamaba -según tardara el turno de pesca a las playas del litoral de Marruecos- a la residencia de estudiantes marítimo-pesquera de Vigo, y se comunicaba con Abdelaziz para preguntarle cómo iban los estudios y si requería o estaba falto de alguna prenda o cualquier otra cosa que fuera menester. Sí bien, Damián dejaba traslucir una cierta preocupación cada vez que llamaba, siempre opinaba que había que dejar pasar un tiempo para que se fuera acostumbrando a las costumbres y a la meteorología tan fría y lluviosa de Galicia.
Sin embargo, Abdelaziz le comentaba que se sentía solo y que le costaba mucho acostumbrarse al carácter de los gallegos y a la forma tan diferente de entender las cosas de la vida. Ante tal situación Damián intento traerse al muchacho a la Escuela de Cádiz, pero estando en ello, me contó que cuando llamó a la Residencia, le comunicaron que Abdelaziz hacia una semana que no iba por su camarote ni por la Escuela. Volvió a llamar Damián, y cuando se tuvo que ir a la mar en su pesquero, me encargó que volviera a llamar cuantas veces hiciera falta. Y, de manera continuada, llamamos cada día a la Residencia de Estudiantes para comprobar si había regresado o tenían conocimiento de su paradero. Las respuestas de los responsables de la Residencia siempre desvelaban extrañeza e ignorancia acerca de su desaparición, a pesar de haber preguntado a los alumnos que asistían al mismo curso.
Pasados los 12 o 15 días que solía durar el turno de la pesca en aguas de las costas de Larache y desembarcada la pesca en el Puerto de Santa María, Damián se allego a Cádiz, que nada más verme y con cara de preocupación que lo decía todo, me contó que había recibido en días pasados una carta de Abdelaziz en la que le narraba: que por ciertos problemas acaecidos de difícil solución en su ámbito personal, había cogido la maleta y se había marchado de la residencia y del curso de patrones.
-¡No puede ser! –le contesté a Damián- Eso mismo dije yo -me respondió Damián.
¿Pero ahora qué?
Damián me miró apesadumbrado, y me apuntó:
-No lo sé, Manuel, no esperaba este desenlace.
El café que estaba tomando en el Bar Andalucía en la calle Columela -que era mi preferido por su rico aroma y su suavidad- me supo tan amargo que no puede tomar más de un sorbo.
-A ver, Damián, pero, ¿qué le habrá podido ocurrir para tomar esta decisión tan drástica y tirar todo por la borda? ¿Qué será de este chico, y a dónde habrá ido?
- No sé, no sé –me respondía Damián con la mirada perdida...
- Pero esto no tiene sentido, no hay por dónde cogerlo.
- Sí, es verdad, Manuel, no tiene sentido.
- En la Residencia, me repiten que no saben de su paradero.
Y, en esta disyuntiva de intentar conocer los motivos de su marcha de la Residencia y de la Escuela, estuvimos elucubrando durante horas y en los días siguientes sin encontrar respuestas a su extraño comportamiento.
Estuvimos unos meses sin tener noticias de Abdelaziz, y al fin Damián vino una mañana con una carta en la que le narraba que se encontraba en Tarragona, que un sacerdote al que le había contado su historia le había ayudado, y trabajaba en una casa de acogida que la Iglesia tenía para indigentes. Y, que tuvo que salir huyendo de Vigo, porque al parecer la chica con la que salía había quedado en cinta, y su familia le había amenazado de muerte.
La verdad, no eran buenas noticias, pero al menos no eran tan malas como pensábamos. Su instinto de conservación le había salvado una vez más. A Damián, se le caían las lágrimas y durante un rato no nos dijimos nada. Las lágrimas de Damián, eran las lágrimas de la impotencia, del desánimo, tal vez de la desesperación... Pues a él se le quebró la relación amorosa que tuvo con una muchacha tangerina y, en el desamor, encontró a Abdelaziz como un amor filial que le compensara de esa pérdida donde quedó marcada el alma. Después, Damián, me dijo:
- Manuel, la vida tiene estas cosas, nunca sabes a quién das la mano...
- ¡Cierto! -le respondí- Aunque tú desprendida generosidad salva cualquier fracaso.
-No tienes por qué atormentarte, hiciste lo máximo por ayudar a Abdelaziz; removiste mar y tierra para proporcionarle una oportunidad que no ha sabido o no ha podido llevar a efecto. La fatalidad o el destino llevan a veces diferentes rumbos a los que nosotros hemos trazado en nuestras cartas. La realidad se impone a nuestros mejores deseos, a pesar de nuestro empeño y nuestros desvelos...
La vida siguió su curso... Damián continuó en las pesquerías del litoral marroquí, y yo continuaba de barco en barco llevando la inquieta vida de un marino mercante. Pasaron algunos años y estando tomando una horchatas en las ramblas de Tarragona con Araceli -navegaba con mi mujer en la moto/nave «El Vega del Danubio» de primer oficial de puente- oigo pronunciar mi nombre, me vuelvo y allí estaba como un fantasma que regresara del pasado, el muchacho que un día llevara a Nazaret.
- ¡Abdelaziz!, ¿pero eres tú?, ¿cómo estás?
Y, un sinfín de preguntas, que apresurado deseaba que me contestara. Y, fue desgranando uno a uno los sucesos que le habían acaecido en todo este tiempo. Y, no pude reprocharle nada, porque las circunstancias se allegan tal como quiere el destino, y éste no quiso que Abdelaziz, subiera a la cubierta de un barco y trazara los rumbos a seguir en las estelas del mar. No pudo ser, el infortunio, la mala suerte, el azar, quién puede adivinarlo. No pudo ser... Los dioses que conforman nuestras vidas decidieron otro camino diferente al que un día trazamos...
Quedamos para el día siguiente, en la misma heladería de las ramblas de la ciudad. Conversamos de nuevo acerca de las circunstancias y los avatares que ha ido protagonizando desde que saliera de Ceuta. Si bien este muchacho tetuaní, era el mismo que un día yo conociera en la indigencia, ahora, como un personaje de La Busca de Pío Baroja, el aprendizaje de las experiencias vividas, le hacían parecer otra persona diferente, otro rol que convergía más allá de aquel primitivo ser que lata en mano pedía junto a la garita del cuartel el rancho del día...
Mi mercante partía para el Mar Negro, ocho horas arriba de la desembocadura del Danubio, el puerto fluvial de Brăila en la Rumanía comunista de  Nicolae Ceaușescu. Nos dimos un abrazo, se llevó -como siempre- su mano al lado del corazón y nos comprometimos a volver a vernos junto con Damián.
Pasó otro intervalo de tiempo sin saber de Abdelaziz... De aquella, navegaba en los transbordadores de ISNASA en El Estrecho, cuando Damián me llamó para decirme que Abdelaziz ya no estaba en Tarragona, que le había vuelto a escribir, y que ahora se encontraba, paradójicamente de nuevo en Ceuta, en una residencia de ancianos donde estuvo hace muchos años.
Otro nuevo giro parecía iniciarse, otro nuevo rumbo de timón -nunca mejor dicho- se hallaba en ciernes sin que dejara de asombrarnos por sus inesperados cambios. De nuevo un nueva situación que escapaba a nuestros convencionalismos y a la forma inveterada del quehacer de cada día. Abdelaziz representaba el cambio continuo, el ir un paso más allá de lo cercano, de lo tradicional, de la distancia que alcanza el tiro de una piedra, de lo propio, de la mansedumbre, de lo habitual, de la conciencia dormida... No cabía duda, nada más llegar el transbordador «Bahía de Ceuta» -me hallaba enrolado de piloto- a los muelles de Ceuta, tomé el coche y me dirigí a la residencia Nazaret en Benítez y pregunté por él.
- Sí, está aquí, vaya a la cocina -me dijeron.

"Pasó otro intervalo de tiempo sin saber de Abdelaziz... De aquella, navegaba en los transbordadores de ISNASA en El Estrecho, cuando Damián me llamó para decirme que Abdelaziz ya no estaba en Tarragona"

Y, efectivamente en la cocina, allí, entre perolas, ollas, y cacharros de cocina, se encontraba el muchacho de marras, como pinche, en su enésimo trabajo. Le di un abrazo y le sonreí. Él me devolvió la sonrisa, se quitó el delantal y me dijo que le acompañara a su cuarto.
-Ahora vuelvo - dijo Abdelaziz.
-No tardes, que hay mucha faena por hacer -le dijo el cocinero.
-No, descuida, vengo en seguida -le respondió.
Fuimos a su cuarto y lo tenía todo lleno de discos y casetes de música. Se había convertido en un verdadero experto de música moderna. Le pregunté el porqué de su vuelta a Ceuta, si le iba bien en Tarragona y tenía un trabajo en la casa de acogida Y, no me supo dar una razón clara, sino que sentía un fuerte deseo de volver. Le dije que cuando quisiera fuera a verme al muelle de atraque de los ferris, y en el Bahía de Ceuta, preguntase en el portalón por mí. Aún antes de marchame me regaló unos auriculares enormes que aún conservo.
A la semana, estando echado en la litera de mi camarote, me llaman y me apuntan que un muchacho moro pregunta por mí en el portalón. Me arreglo un poco, bajo y es Abdelaziz que ha venido a verme. Le invito a la cafetería y nos tomamos un café. Conversamos y de manera cordial le pregunto si tiene pensado dedicarse a algo que de verdad le guste, y que yo pueda ayudarle. Y, él, tomándose unos segundos, me mira, como si mirara más allá de mis ojos -al alma diría yo-, y con una voz segura, firme y a la vez llena de un candor especial, me dijo: ¡Quiero ser músico!
No le respondí nada, sólo me sonreí a su respuesta. Y, a mí mismo, me pregunte: ¿Es la quimera de un ser humano que lucha por sobrevivir, o tal vez la vocación definitivamente encontrada?
Le acompañe al portalón del Garaje. Nos despedimos, pero esta vez no se llevó la mano del lado del corazón como siempre; sino que me la apretó con fuerza, luego me abrazo, me sonrió, y dado unos pasos se volvió, alzo la mano y se despidió con la mejor sonrisa que un ser humano pueda entregar a otro...
Pasadas unas semanas me allegue a la residencia Nazaret para saludarlo, y me contestaron que hacía unos días había recogido sus cosas y se había marchado, les pregunte si sabían a dónde, y me respondieron que a Marruecos...
Nunca volví a ver a Abdelaziz. Como un caminante sin destino -tal como lo hiciera Lord Jim, en la novela de Joseph Conrad-, se adentró en la tenue niebla del Marruecos profundo para desaparecer para siempre; como si con esa actitud quisiera volver a sus orígenes, a sus atávicas tradiciones de su cultura milenaria... Pasado un tiempo, Damián -que residía en Río Martil, y había abrazado la fe del Profeta- indagó y recorrió por unos meses, junto a una docena de amigos magrebís que se prestaron generosamente a tal menester, todos los pueblos y campos de la Yebala con el fin de hallar el paradero donde Abdelaziz había tenido a bien comenzar su nueva andadura.
De tal modo, acabada la búsqueda, vino a contarme que pertenecía a una familia arábigo-andalusí de abolengo, y que su familia nunca supo el porqué de esa suerte de locura por recorrer las tierras de España. Regresó un día, después de muchos años de ausencia, saludó y almorzó con los padres y con los hermanos y demás familiares. Y, a la mañana siguiente, antes que el sol rayara en el horizonte, se levantó y se marchó. Sólo dijo que deseaba ser músico, lo mismo que a mí me dijera...

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