Venceré cuando el mar me devuelva el mensaje de la eternidad, cuando las nubes grises dejen libre un mundo de colores, y el arco del triunfo signifique el fin del cautiverio. Pero, ¿acaso es gratis la vida en libertad, o es un talento que se ha de pagar? Es cosa mayor y certidumbre: estoy en deuda con la sociedad que me dio una tierra para labrar.
El mar es ancho, lo sé, pues así se percibe, y el tiempo, de largo, es infinito. Pero en la playa de Calamocarro ocurren pensamientos que sólo la lucidez del vigía puede observar: ¿es la perfección una casualidad o es la pureza un libro por encontrar? A esas horas camino descalzo sobre piedras que trajeron las olas con el vaivén de los siglos.
Pronto reinará la noche y habré guarecerme de la humedad y de su frío, a no ser que algún alma noble me entre en su cabaña y me dé cobijo. Al calor de las maderas agradecidas escribiré el libro de la hospitalidad, que por bello será entretenido.
A buen recaudo los recuerdos renacen como las brasas mortecinas, y que al fin de la noche, como si de una despedida se tratara, suspiran su último calor. Algo arriba el sueño de Calamocarro crece el alcornoque por doquier y algún que otro cultivo.
Es como un sortilegio. Los lugares tienen su voz, su historia, su esencia. Y se manifiesta los ojos, si es que hay magia en quien observa.
Imaginaos el bagaje de quien anduvo por los caminos a ambos lados del Mar Nuestro. Imaginaos la belleza de sus luces, la persistencia de sus silencios, la fuerza de su memoria, la finura de sus miedos.
Las palabras son como cadenas que nos aferran a la razón, pero ¿qué hay de aquellos que sufrieron la injusticia del laberinto? Cuando las palabras pierden su sentido sólo queda una solución: iniciar la búsqueda del juicio, allí donde se encuentre. Al final de los días hallaremos el reino donde habitan las respuestas.
“Abajito” del alma tengo un anhelo: dar sentido a las tardes que permanecí sobre el escritorio, dotando de materia el mundo de los sueños. Vivo obsesionado con la lentitud de las frases, con regalar oxígeno al lector insatisfecho. Sólo un vacío habita en mis adentros: ¿seré capaz de sostener mi palabra por espacio de un libro?
Al otro lado de la luz de mi flexo un coleccionista de momentos invoca el nombre de sus maestros, por si hay vida más allá de la tinta que se seca, por si hay truco en la reserva.
¡Cuán esquiva es la luz de la paciencia!