Hacía ya tiempo, tal vez muchos meses, que veía observando en el aseo habilitado para los profesores que una cisterna perdía agua. No era mucha, pero el pequeño fluir del líquido elemento era constante y no cesaba.
Cada vez que entraba en el servicio no paraba de pensar en ello e incluso alguna que otra vez traté de solucionar el problema apostando que era un asunto sencillo: el pulsador, encajonamiento del aparataje o la pequeña llave de paso que podría estar excesivamente abierta.
Bien sea dicho que si Dios me hubiera dado garfios en vez de manos tampoco habría pasado nada pues para mí todo lo manual lleva a ser un problema irresoluble: montar una jamonera, colgar un cuadro, cambiar una bombilla o cualquier manualidad propia de niños.
Una de mis peores pesadillas fue que me había comprado muebles de Ikea y tenía que armarlos. Me levanté sudando como un bendito.
Pues bien, el asunto de la cisterna supuso una especie de obsesión que retornaba cada vez que volvía a orinar o hacer “aguas mayores”.
En el instituto tenemos un cuaderno para anotar averías y dar aviso al equipo de mantenimiento. Cierto es que sí di cuenta del problema pero no hice hincapié en ello sin darle ningún tipo de importancia. Cada vez que salía del mingitorio, a los cinco minutos, ya lo había olvidado.
Esta semana, ni corto ni perezoso, anoté la incidencia en su lugar correspondiente, incluso invité a los compañeros responsables que fueran a verlo insitu
Al parecer no sería fácil resolver la avería; parte del mecanismo había cedido con el tiempo y se tendría que recurrir a otras soluciones.
A los dos días, Carlos, mi tocayo y colega me dijo que tenía una buena noticia que darme: “la cisterna se ha cambiado”. Fui presto a comprobarlo y, efectivamente, no caía ni una gota de agua.
Tuve una extraña sensación de felicidad, un haber cumplido con la obligación moral de las pequeñas cosas que te reconcilian contigo mismo.
Pensé en ese derroche innecesario por una cuestión de no haberme puesto “manos a la obra”. Reflexioné sobre todas las cisternas estropeadas que habrá en el mundo sin que nadie de cuenta de ello, pensé en los lugares de sequía, en pueblos perdidos del planeta que carecen de agua potable, en el desperdicio absurdo de un bien escaso y de primera necesidad, en la triste costumbre de hacer caso omiso a asuntos que no nos afectan personalmente y no reparar en ello.
Medité sobre las luces que no apagamos, sobre los ordenadores que dejamos encendidos cuando termina la jornada laboral, sobre folios que no reciclamos, sobre el poco ahorro y nulo miramiento al desperdiciar materiales que echamos en falta por un un abuso absurdo y desmedido: tinta, fotocopias, tizas, papel y un etcétera que no supone un cargo de conciencia para la mayoría de los mortales.
Nada es inagotable, pero la opulencia no nos deja ver la situación de un planeta en la agonía por el agotamiento de los recursos.
Siempre les digo a mis alumnos: “Pensar qué pasaría si cuando termina una clase o cuando no es necesario apagáramos la luz y eso ocurriera en todo el mundo mundial, pensar en los grifos que dejamos abiertos, en los libros que aparcamos cuando termina el curso y que se podrían aprovechar para otros compañeros, en el poco cuidado que tenemos con las instalaciones, ordenadores, pizarras digitales.. ¿y si todos actuamos de la misma manera?”
Un ejemplo más visual es caer en la cuenta de las cacas de perros que habría en la ciudad si durante un mes nadie recogiera las cacas de sus mascotas. 20. 000 perros, a dos cacas diarias por 30 días suman 1.200.000 cacas. En un años 14. 000. 000.
Hagamos el mismo ejercicio con el agua, la electricidad, lo que rompemos a conciencia o lo que deterioramos sin ton ni son.
Tenemos que recapaciclar para salvarnos. Debemos darnos cuenta que nuestras acciones individuales repercuten en la sociedad y que está en nuestras manos conseguir que todo funcione mil veces mejor. Somos responsables en la medida en que tenemos unas obligaciones morales en este barco en el que todos viajamos.
Nunca pensé que una cisterna podría convertirse en un tratado de Filosofía.
Tal vez Platón en vez del “mito de la caverna” tendría que haber escrito el “mito de la cisterna”.