Hace medio siglo, España, que figura a justo título como cofundadora del derecho internacional por varios conceptos, comenzando por el más relevante, la introducción del humanismo en el derecho de gentes; que fue primera potencia mundial, categoría sólo compartida con la posterior Inglaterra, así como el mayor imperio a escala planetaria, transitaba en el furgón de cola europeo, sin más comparsas que el vecino Portugal y Grecia, y si se quiere con la rota Irlanda.
La política exterior, además de reflejar la esencia hispánica, ha de rentabilizarla, capitalizando desde los valores culturales, con el factor formidable del segundo idioma internacional aunque asumiendo que el primero es el único en la práctica, hasta la Marca España, vieja ya de dos décadas, con importantes aunque disímiles componentes, que la sitúan como la cuarta economía de la Unión Europea, integrada complementariamente en la alianza militar occidental, todo lo cual facultaría para reverdecer viejos laureles en la escala que corresponda. Y desde luego para impulsar, para terminar de concretar, desde sus sobresalientes coordenadas comunes, un efectivo lobby iberoamericano, ante las altas expectativas que conllevaría en la diplomacia multilateral. En otros términos, con legítima vocación de gran país, de volver a ser un gran país.
Porque ese es el ámbito en el que un Estado con las marcadas características del nuestro, que al tiempo de proclamar sus potencialidades y no ocultar sus falencias, debe de proyectarse. Al doblar el siglo, yo como tantos otros, escribía Una política exterior de prestigio, lo que redoblaba y suavizaba desde la prudencia en España y el interés nacional, encuadrando un panorama moderadamente triunfal y desde luego factible a la búsqueda del pasado esplendor. Nuestra eseidad, nuestros compromisos y responsabilidades históricas y nuestras expectativas, volvían a emplazarse en la vieja Europa, en el mundo clásico, en los principios occidentales, todo ello nucleado por el valor-guía del humanismo.
Sin embargo, con el decurso del tiempo no parece que la res pública se esté manejando todo lo bien que se debiera, al menos a niveles suficientemente sostenidos, con la polivalente heterodoxia semi campando por sus respetos. Y a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España a veces da la impresión de tener más dificultades que otros países similares, no ya para gestionar sino hasta para definir e incluso para identificar cumplidamente, el interés nacional.
En un país como el nuestro, tipificable posiblemente por un confusionismo creciente, ya galopante en cuanto a la pérdida de ciertos valores, así como por un casi correlativo menguante peso atómico en el olimpo de las naciones, quizá no esté de más el formular alguna que otra crítica al devenir nacional que, en nuestro caso, por mor de la especialización, se limitará al plano internacional, partiendo de la aceptación de unas leyes diplomáticas, meta y para jurídicas, amén de menos concluyentes como es obvio que las matemáticas -ya acuñó el conde de Saint Aulaire hace más de un siglo que “la diplomacia es la primera de las ciencias inexactas”, “por la complejidad de supuestos, por la diversidad de escenarios, por el juego del alors, del en ce cas”- pero que faculten para una filosofía congruente, regida por la necesaria aunque tan difícil de aplicar asepsia vertebrada por la unanimidad bastante, cuando se trata del interés nacional.
Surge así, se agiganta en esta especie de iter filosófico como núcleo incuestionable y básico, el campo cardinal de los derechos humanos, en el que es clave la dialéctica principios e intereses, que tanto afecta a España, desde el conflicto facticio del Sáhara Occidental hasta los fundamentales, en el sentido primario de fundamentos, de la cooperación al desarrollo y la inmigración. Aquí hay que volver a aquellas concepciones cuasi perdidas, atingentes a la filosofía moral, comenzando por la abanderable, el respeto a los derechos humanos, refrendados desde la vertiente europea con las cláusulas democráticas de los convenios suscritos por la UE. Apoyada en una ética supranacional en incremento, España tiene en estos frentes, la posibilidad –y la necesidad- de sacar adelante una política exterior comprometida, no fácil, aunque de prestigio, arropada por una creciente sensibilidad de la opinión pública en asuntos exteriores.
En el terreno internacional y junto al capítulo rector de los derechos humanos, España aparece lastrada por el específico de sus contenciosos y diferendos –los restos irresueltos de su grandioso imperio, que en lo ultramarino llegaron hasta el tropológico 98- vinculados por otra ley diplomática: mientras no los resuelva o al menos los encauce adecuadamente, no conseguirá normalizar su posición en el concierto de las naciones. Esto es pura lógica diplomática y si en el punto anterior la salida al dédalo diplomático venía signada por el humanismo, aquí, en las controversias territoriales, lo hace principal, casi exclusivamente, por la realpolitik, es decir, por el pragmatismo, por el realismo, por el posibilismo, siempre claro está dentro de una aceptable ortodoxia. Dicho de otra manera, la última ratio radica en instrumentar de acuerdo con los cánones, y su responsabilidad histórica, la realpolitik que corresponde.
En este histórico, clave e irresuelto aunque no irresoluble tema, hay que traer también a colación, como subdato, que los tres grandes contenciosos ven complicadas sus soluciones autónomas al estar íntimamente conexionados como en una madeja sin cuenda, donde al tirar del hilo de uno aparecen, automática, indefectiblemente, los otros dos. De ahí, que requieran un tratamiento coordinado en un centro conjunto por el que vengo abogando largo tiempo ha.
Y además, y con categoría de dato vinculante, ahora, en la viva actualidad, se impone precisar que en el Sáhara -los otros dos diferendos, Gibraltar, el más histórico, y Ceuta y Melilla, el más complicado, resultan menos acuciantes- la tradicional posición española anterior al movimiento sanchista y a la que se propone volver de la “neutralidad activa” tampoco escapa al marco recusable, como con tranquilidad de conciencia moral y administrativa vengo hace tiempo manteniendo.
Para España no resulta suficiente formar parte del “Grupo de amigos” y por ende, su postura de la “neutralidad activa”. Su responsabilidad en este drama desafinado en do sostenido mayor es única y a ese tenor, la exigencia derivada. La salida, mejor ya que solución, a tan desgraciado conflicto radica exclusivamente en el acuerdo entre las partes, entre las dos partes, sin interferencias de terceros. Y para llegar a ella, todavía inaccesible, Madrid tiene que involucrarse más amén de presentar mayor visibilidad, comenzando por designar un comediador con el representante de Naciones Unidas, hoy el bueno de De Mistura, cuya ejecutoria parece fácil pronosticar en la línea de sus predecesores de una lista ya tan larga como ineficiente, tras aceptar sin rechistar que Burita le leyera la cartilla fijándole los límites inflexibles para su misión. Es bien conocida mi disponibilidad, respaldada desde más de una instancia cualificada -la Carta de los 43, el Instituto de Estudios Ceutíes- en base a mi especial competencia en los contenciosos diplomáticos, desde que hace cuatro décadas y media fui el primer y único diplomático en ocuparse in situ de los 339 compatriotas que censé, y allí habían quedado tras nuestra salida.
Sustancia y procedimiento constituyen, pues, una diarquía de técnica diplomática capital, inexcusable, en el acaecer exterior del país y que si se la ignorara mediatizaría el juego internacional español hasta extremos de muy difícil, por no decir casi imposible reconducción, marcando la senda hacia la buscada pero todavía no encontrada armonía diplomática.
Y siempre al fondo, matizando la dura dialéctica contenciosa, el viejo dicho del desierto: “Habla a quien comprenda tus palabras…”
P.S. Respecto de la Leyenda Negra, coyunturalmente lanzada a la palestra que no es precisamente el campo del honor, no hay que ser un Metternich para concluir en la inconveniencia de las discusiones históricas en política exterior. Y ello es tan evidente que podría significar una ley si no matemática, desde luego que sí diplomática.
La técnica a instrumentar parece clara: España no entra, por no proceder, en valoraciones que pertenecen a siglos pasados. Ya es tiempo de que Madrid instaure esa praxis como respuesta y la eleve a doctrina internacional. La grandiosa, en el doble sentido del término, obra hispánica, refulge por encima de los excesos, consustanciales a las conquistas, a toda conquista, sobre la base dual de haber sublimado la incipiente normativa internacional al introducir el humanismo en el derecho de gentes, lo que constituye una histórica, indeleble aportación española a la civilización. Y naturalmente en el mestizaje, la profunda y muy visible diferencia con los demás países conquistadores. Con el bicornio puesto como San Martín o descubierto como Bolívar, como he escrito en el artículo Los próceres de la emancipación hispanoamericana, en sus magníficas estatuas ecuestres que veo a diario con mis perros, cerca de mi casa, en el madrileño Parque del Oeste.