Nací en Mérida (Badajoz), que fue fundada por los romanos el año 25 a. C., para que sirviera de solaz y descanso a los guerreros eméritos que habían luchado en el norte de la Hispania contra los cántabros, los astures y los vascones. La llamaron la “Segunda Roma”. Fue capital de Lusitania (actual Extremadura). En el siglo V, también capital de la Hispania visigoda, alcanzando su más alto grado de esplendor. Es la actual capital de Extremadura, ciudad monumental, artística, depositaria de todo un rico patrimonio histórico, arquitectónico y cultural, hasta haber sido declarada en 1993 Patrimonio de la Humanidad, junto con Cáceres y Guadalupe, conjunto inigualable al que yo llamo: “triángulo de oro de las más puras esencias extremeñas”.
Sin embargo, yo pienso, vivo, siento y hasta creo, con mi alma y con mi corazón en la mano, que soy de MIRANDILLA (Badajoz); porque en ella me crie y viví de forma permanente hasta los 16 años. Y dice el vulgo popular, que “se es de donde se pace y no de donde se nace”; por eso, para mí es un lujo y tengo muy a gala y a mucha honra tenerla por mi pueblo, sin demérito, menoscabo, ni minusvaloración para Mérida, a la que también amo con toda mi alma. Antonio Machado, decía: “Quien no ama a su pueblo, no es bien nacido”. Y el poeta Juan Meléndez Valdés, aseveró: “Desde pequeño, de mi vida, vi salir la aurora en los campos extremeños”. Y eso es el símil que a mí más representa, aunque salvando las grandes distancias mías con tan ilustre jurista extremeño.
Cuenta Mérida con un Conjunto Arqueológico romano: El Museo de arte romano, suntuosos monumentos localizados en la ciudad y en su entorno, Teatro, Anfiteatro, Circo, Acueducto de los Milagros, Puente Romano sobre el río Guadiana, Templo de Diana, Arco de Trajano, Casa del Mitreo, la zona Arqueológica de Morerías, el Pórtico del Foro, el Acueducto y Termas de San Lázaro, el Puente sobre el Albarregas, los Columbarios, las Termas/Pozo de nieve, el Dique de contención de aguas, el Castellum Aquae, las Termas de la Calle Pontezuelas y Zona Arqueológica de las Siete Sillas, la conducción hidráulica Aqua Augusta, el Xenodochium, los embalses romanos de Proserpina y Cornalvo y su magnífica Alcazaba Árabe.
En honor a la verdad, reconozco que Mérida es más importante que Mirandilla en monumentalidad, en número de habitantes, en arte y en cultura. Y, tanto para mí como para cualquier otra persona, creo que es un noble orgullo y un gran honor haber nacido en Mérida, que tanto renombre y prestigio tiene. Sin embargo, aun contando con tan brillante historial y ricas excelencias que yo aprecio y valoro en toda su extensión y profundidad, pero, en todo lo demás, mi corazón, mi cariño y mis sentimientos, los tengo más puestos en Mirandilla que en Mérida, porque es a la primera a la que tengo y quiero como mi pueblo, hasta el punto que, cada vez que vuelvo a él, a veces hasta me emociono y siento como si se me ensanchara el corazón y se me alegrara el alma.
Y es que, yo nací en Mérida de forma anecdótica y casual. Pero tres días después de nacer, mis padres me trasladaron de Mérida a Mirandilla y en ésta permanecí ya siempre hasta que cumplí los 16 años; habiendo sido en la segunda el lugar donde me crie, donde tuve mi cuna y mi niñez, de donde fueron mis antepasados, donde casi todos los míos descansan en la paz eterna de los justos: mis abuelos, mis padres, mis tíos y casi todos mis antecesores familiares; es decir, que Mirandilla fue el sagrado recinto familiar del que me vienen mis raíces, pues, por todo eso, tengo más que claro que, para mí, es mucho más importante Mirandilla que Mérida, la tengo más en valor, me despierta más vivos sentimientos, profundas lealtades y mi mayor afecto y cariño.
Y por eso también tengo a Mirandilla por mi patria chica antes que a Mérida; porque la primera, fue el solar querido en el que fui niño y pasé mi adolescencia; en ella tuve mis primeros amigos de la infancia con los que fui a la Escuela, jugué y correteé por la calle Arenal, por sus eras y regatos, recuerdo todavía a los estupendos maestros que me educaron; allí me nacieron mis primeros sentimientos, también en ella se fueron configurando mi cariño por mi pueblo, mi amor por Extremadura y por todo lo que es extremeño, sintiéndome también muy orgulloso de serlo, pero mucho más me satisface y me enorgullece ser de Mirandilla.
Además, en mi pueblo, se tiene un encuentro pleno con la naturaleza, que a mí tanto me seduce y me apasiona, donde se respira aire puro y sano, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica; donde la mirada se pierde allá en la lejanía hasta donde parecen juntarse el cielo y la tierra. Recuerdo que desde niño y en mi juventud, por las mañanas temprano me despertaba oyendo allí piar los gorriones y las golondrinas revoleteando por los tejados; por sus dehesas y sus campos arrulla la tórtola, cantan los grillos, la perdiz, el cuco, los jilgueros y los ruiseñores; a oscurecido, cuando el sol comienza ya a descender y poco a poco se va introduciendo en la penumbra de la noche, posados en los troncos de las encinas pían los búhos y los mochuelos.
Y por las noches se contempla allí la luna llena cuando sale por lo alto de la sierra, que toda henchida y resplandeciente alumbra el pueblo y los olivares en esas noches rasas y despejadas, acompañadas del fenómeno natural de poder ver su cielo todo engalanado de luminosas estrellas; porque, ¿habrá en algún otro lugar del mundo tantas estrellas como se pueden ver en Mirandilla en una de sus noches tranquilas y serenas?.
Con sólo pasear allí al lado de sus dehesas y densos encinares de los que está rodeado mi pueblo y que llegan hasta sus mismas puertas, me regocijo y soy feliz cada vez que voy en vacaciones, al menos dos veces al año. Ahora mismo cuando escribo, tengo la dicha de llevar más de un mes paseando a diario por la carretera entre Mirandilla y Carrascalejo, ambos pueblos plagados de verdes y frondosas encinas. Decía el poeta de Mérida, Jesús Delgado Valhondo, que “como mejor se inspiraba rimando sus versos era recostado sobre el troco de una encina”. Y Antonio Machado, rimó en uno de sus poemas: “Encinas, pardas en cinas; humildad y fortaleza”.
Pues, en mi pueblo y por la dehesa de los Arenales, gateé yo de niño por las encinas, cogí nidos, perdices corriéndolas al vuelo, cacé conejos y lagartos, rebusqué criadillas, romazas, cardillos y espárragos; dicha dehesa la recorría con mi abuelo Julián casi a diario por caminos, por cerros alomados y frescas cañadas, en medio de sus extensos y densos encinares de los que, en la época de montanera, él me cogía las bellotas más dulces para la avellaneda, que luego me “casaba” con higos y que me hacían las delicias culinarias al degustarlas asadas en los rescoldos y “borrajos” de las hogueras, para ingerirlas por el campo el día de la “mochila”, o “chaquetía”, que en mi pueblo llamamos.
Desde entonces, llevo grabados en mi paladar los ricos sabores de los productos extremeños, sobre todo, cuando los niños asistíamos a la típica y ritual “matanza” extremeña, en la que tan felices éramos, inflando la vejiga del cerdo, saboreando la “prueba” y el “pestorejo”, obtenido éste de la careta del hocico del cerdo. Y cuando estaban bien curados, también los exquisitos jamones, paletas, lomos, chorizos blancos y colorados, cachuela y el rico mondongo. Los jamones extremeños de “pata negra” tienen fama de ser los más ricos del mundo, y debe ser ello cierto, cuando nos los compran hasta en los EE. UU, China, Japón y otros lugares lejanos; todos productos derivados del cerdo, criados y engordados con bellotas de los encinares extremeños que, lamentablemente, cada vez hay menos debido a la pertinaz sequía que padecemos.
Cuenta la leyenda de Extremadura, que hacia los años 139/130 a. C., Viriato, aquel legendario caudillo de la antigua Lusitania romana, con capital en Mérida, descubrió un potente producto nutritivo que utilizó como principal alimento de sus indómitos guerreros extremeños: las bellotas, que asadas tienen un yantar exquisito y muy nutritivo.
"En mi pueblo, se tiene un encuentro pleno con la naturaleza, que a mí tanto me seduce y me apasiona, donde se respira aire puro y sano, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica"
Alimentándose Viriato y los suyos con bellotas, fue como, con su ejército irregular y mal pertrechado, derrotó a los invictos generales romanos del pretor Galba, que fueron Vetilio, Serviliano, Cepión, Plaucio, Unimano y Nigidio, a los que el viejo pastor expulsó de Lusitania, por el sur, hasta Algeciras y, por el norte casi hasta Cantabria. Y a punto estuvieron de arrojarlos de toda Hispania, pero varios rebeldes de Urxo (Osuna): Audax, Dicalton y Minuros, le traicionaron y asesinaron por la espalda; aunque cuando fueron a cobrar el precio de su traición, los romanos les contestaron: “Roma no paga a traidores”.
Pues, haciéndome eco de lo injusta que ha sido la sociedad con los pobres “cerdos”, en comparación con el bien que ellos nos aportan con sus suculentos manjares y exquisitos sabores que proporcionan a la cadena alimentaria, hoy voy a romper una lanza en su defensa. Se les empezó a llamar por el repelente nombre de “cerdos”. Luego, todavía se les hizo de peor condición llamándoles “guarros”, “marranos”, “cochinos”, “puercos”, “cebones”, “gorrinos”, “verracos”, “lechones”. O sea, que, a este inocente animal porcino, se le cuelgan todos los sambenitos y se le elige como cabeza de turco culpable de los peores males, pese a sus muchas bondades.
Porque son animales nobles, mansos y dóciles. Sólo gruñen cuando tienen hambre o los sacrifican, pero a nadie ofenden gruñendo, que hasta en eso podrían darnos alguna que otra lección a los humanos. Son pacíficos, simpáticos bonachones que hasta tienen andares garbosos y señoriales.
Estudios científicos acreditan que la capa de grasa de su tocino se va filtrando lentamente de arriba abajo hasta impregnar el jamón de un aroma exquisito y saludable que produce mucho colesterol del bueno, siempre que se ingiera con moderación en dieta equilibrada. Los jamones extremeños de cerdos engordados con bellotas, contienen: vitaminas B-6, B-12 y E; minerales: hierro, zinc, fósforo, potasio, magnesio y selenio.
Dicen que ingiriendo la carne porcina se detiene el envejecimiento de los humanos. Su componente proteínico es muy necesario para el correcto funcionamiento muscular. El ácido monoinsaturado que contiene su grasa suaviza mucho el semblante y las facciones de los rostros de quienes los degustan, aunque se trate de comensales irascibles, malhumorados, estriados, rugosos, rebeldes y cascarrabias. Pues, ¡olé!, por la especie porcina.