¿Qué es eso tan desconcertante que llamamos tiempo? De él sabemos que deja tras de sí dolores y tristezas pero también lo que más amamos; que se dirige, como si de un ineluctable bajel se tratara, hacia su puerto de arrumbe, que es el olvido. ¡Cuántas maravillas. cuántos misterios perdidos a cada paso del caminante por la ciudad!
Así sucedió con el antiguo barrio de Jarbe en Ceuta. que nació durante el convulso periodo de las Taifas y que pervivió durante siglos. Barrio del Jarbe donde cada cual hacía su casa llamando a la hacedera entre vecinos. Situado a los pies del Hacho, hubo en él una plaza que popularmente recibió el hermoso nombre de Yaeshaq (Plaza de la Enamorada), nombre de cuyo origen no hay rastro , a no ser la referencia que hizo de la plaza el historiador local Naguib al- Talá poco antes de que el barrio desapareciera durante el dominio portugués.
En el libro Ashkhas Wa'amakin Barizat fi Sabta cuenta el cronista que en la citada plaza hubo una carnicería cuyo dueño preparaba como nadie la mauraca, de manera que probar la asadura era volver a comprar seguro. Hubo también un bazar que despachaba tiestos y calderos, esteras y alfombras y velas de olor fino o de sebo. También, una carbonería y los locales del zapatero y del carpintero abrían sus puertas, además de aquellos que colocaban sus mercancías sobre la esterilla. Por la mañana, el ir y venir de los vecinos era incesante. Por la tarde, quedaba la plaza sin pulso por cubrir el sol al atrevido que la cruzara con una chilaba de hierro colado.
Los vecinos aguardaban a la noche para subir a las azoteas o salir a la plaza a tomar el fresco y cada cual contaba un chisme o entonaba una canción al sonido del laúd y de los tamborcillos. Durante una de aquellas veladas, alguien, por instancia del cronista al- Taláa, preguntó a la más anciana acerca de dónde provenía el nombre de aquella plaza. La buena mujer puso a prueba su memoria. Recordó que su madre le contó que hacía muchísimo tiempo , en la época de las Taifas, el poderoso monarca Abu Muhámmad al-Mutásim, gobernaba con mano de hierro aquel reino cuyos confines se perdían en las arenas de al-Saharía. Como en verano escaseara el agua de los aljibes, había que ir a buscarla fuera de Ceuta. Una mocita llamada Saray ,con todos los dones, salía a por agua a un pozo cuya distancia lo hacía gravoso. Sucedió que el poderoso monarca Abu Yahya Muhámmad al-Mutásim, acompañado por su corte, recorría sus dominios con el fin de cobrar los tributos y someter a los rebeldes que su propio mal gobierno engendraba, las armas dispuestas contra Ceuta por haberse rebelado esta dos veces. Y ocurrió que una partida de bandidos tendió una emboscada a uno de los destacamentos, causando algunas bajas. En venganza, los soldados mataron a unos vecinos que reparaban un carro en una localidad próxima a Ceuta. No se detuvo ahí el cruel ataque, sino que capturaron a buen número de vecinos para venderlos como esclavos.
“Nuestra joven Saray guardaba cola para llenar el cántaro y cargaba con el peso, sin buscar pretexto para seguir charlando con las demás”
Uno de los prisioneros le propuso al monarca que lo libertara a cambio de un preciado secreto, arguyendo que, a veces, bajo la más humilde apariencia, se esconde el mayor tesoro. Sus palabras provocaron la curiosidad del tirano y le prometió que le concedería la libertad si lo que dijera merecía la pena.
El hombre contó que en el poblado de Rahal, próximo a Ceuta, había una fuente a la cual acudía una joven llamada Saray ,de andares ligeros y cara de azucena, hermosa y nada veleidosa ni coqueta, cuyo corazón no tenía dueño ni lo había tenido nunca, siendo la alegría de sus padres y de la gente necesitada, a las cuales socorría en la medida de sus posibilidades. Perla que merecía una mano apropiada que la sacara de su concha conociendo su valor. El monarca percibió el fulgor de la belleza y de la bondad en las palabras del prisionero y llevado por su lado poético decidió conocer a esa joven, prodigio de hermosura y bondad.
Cuando aflojaba el calor, el camino a la fuente de Rahal se llenaba de vecinos. El ir y venir de las mujeres con los cántaros, el bullicio de los críos portando los botijos, el trote del burro con las albardas pintadas de colores, constituía un animado trasiego, siendo los cañaverales durante el atardecer escondrijo de amores, requiebros y caricias, refunfuños y galanuras.
Nuestra joven Saray guardaba cola para llenar el cántaro y cargaba con el peso, sin buscar pretexto para seguir charlando con las demás.
Una de esas tardes, entrado el sol en el declive, echó a andar tras uno de tantos carros cuyo carretero resultó ser un joven al que nunca había visto hasta entonces pero cuyo aspecto le causó favorable impresión. Al cabo de marchar juntos, el joven le ofreció que subiera al carro. Saray se negó en redondo. El joven insistió en que al menos pusiera su cántara en el carro para aliviarse del gravoso esfuerzo de transportarla pues el vehículo iba, salvo unos cuantos costales y adrales, casi descargado. Tras varios intentos, la joven aceptó, y continuaron camino de este modo. Aquello se repitió. Y una a pie y el otro en el carro, hablaban animadamente de todo lo que se encartaba, admirándose el joven carretero de la belleza, buen juicio y discreción de ella.
Un día, la beldad llevó una segunda cántara, cayéndole mal al joven por demostrar, según él, su intención de no acudir a la fuente al día siguiente, no importándole a ella sino ahorrarse un viaje. La joven no pudo decirle siquiera que el segundo cántaro pertenecía a una vecina que se había puesto enferma, como así era en realidad.
Desde aquel incidente, no volvieron a verse, a pesar de que ella anhelaba un nuevo encuentro, pero el déspota no daba su brazo a torcer. Sin embargo, a medida que pasaban los días, en pecho del joven creció el deseo de volver a verla. Una de aquellas tardes calurosas en que el pozo no daba abasto y los alrededores no disponían ya de asentaderas y apoyos para tantos que hacían cola, unos heraldos se acercaron a la fuente.
Se hizo el silencio más completo. El desconcierto y el pánico fue general al saberse que el poderoso monarca Abu Muhámmad al-Mutásim aparecería en cualquier momento. Las vecinos se preguntaron qué podían hacer para librarse de tanta desgracia. La joven escuchó que los mensajeros preguntaban por ella y al saber que el tirano la reclamaba a su lado, se figuró de quien se trataba y se desmayó de la impresión. El monarca se acercó y. descabalgando, se inclinó sobre ella, mojó su pañuelo y lo colocó sobre la frente de la joven, dando esta señal de volver en sí. Y así como abrió los ojos lo vio, preocupado y solicito. Poco más tarde, lo admiró, majestuoso, sobre un caballo blanco cubierto con una gualdrapa de terciopelo y oro, rodeado de sirvientes que le espantaban las moscas. El monarca hizo que la joven subiera a su montura y se alejó del lugar. El séquito, que se parecía más a una plaga de langosta que a una corte de buena administración y justicia, se asentó para pasar la noche junto a la fuente. Alrededor de la jaima principal brotó una ciudad de coloridas tiendas dispuestas en círculos. Corte indiferente y hostil a las desgracias y necesidades de sus vasallos.
Todos tenían presente las tropelías y crímenes cometidos por los soldados del monarca. Nadie se hacía ilusiones ni se atrevía a pronosticar lo que ocurriría, disponiendo los ceutíes los dineros que se habían de llevar los recaudadores de impuestos. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que la joven Saray haría por ellos lo que pudiera, pues desde siempre había demostrado de sobra sus generosos sentimientos.
Según fue amaneciendo, los vecinos comprobaron que los servidores recogían los bártulos, y cargaban camellos y acémilas con la intención de marcharse.
Cuando desapareció el último camello en dirección a Tánger, los vecinos de Ceuta bailaron de alegría lanzando gritos de júbilo y bendiciendo el nombre de Saray, quedando como referencia del suceso el nombre que, añorada por todos, pusieron a la plaza donde la joven vivió: Plaza de La Enamorada de la Fuente.