Cada año, el 1 de diciembre, el mundo conmemora el Día Mundial del Sida. Nos unimos para apoyar a las personas que viven con el VIH y recordar a las que han fallecido por enfermedades relacionadas con el sida.
Fue en la década de los 80 cuando la humanidad tuvo que enfrentarse a una enfermedad desconocida y que estigmatizaba a homosexuales.
Se hicieron lecturas de todo tipo: Dios los ha castigado, han pecado, son unos degenerados, los nuevos leprosos de la sociedad. Como en muchas ocasiones la religión, los puritanismos, las moralinas y el miedo fue apoderándose de los países en los que comenzaba a aparecer...
El sida invadió a todo tipo de personas dejando en ridículo a los científicos negacionistas, santones y mequetrefes que siempre tienen su público.
No sabíamos nada, los medios de comunicación comenzaron a publicar cifras y cifras, enfermedades asociadas a las que no se encontraban explicaciones.
Y así, de nuevo estuvimos mirando de reojo a las víctimas con el dedo acusador de la ignorancia.
Comenzaron a salir del anonimato actores, deportistas, escritores... Abanderaron reivindicaciones para que se tomaran cartas en el asunto, para movilizar a sus gobiernos, para gritar que todos éramos víctimas, para concienciarnos que no podemos cerrar los ojos porque las enfermedades, epidemias, pandemias y catástrofes no conocen fronteras.
Hay otros armarios de los que hay que salir: yo tengo cáncer, yo tengo ELA, yo tengo Alzheimer, yo tengo Sífilis. Ese yo tengo es la voz, es lanzar la solidaridad, es apostar que la intimidad compartida en el buen sentido es lo que nos salva.
Los lazos rojos, las manos blancas, los pañuelos en la cabeza de las madres de mayo, la bandera arco iris; son una especie de esperanto que entienden todos los seres humanos.