Ha muerto un crío sin cumplir un año, porque los vecinos no llamaron a tiempo cuando su padre propinaba una paliza a su madre. Es duro, lo sé, pero cierto. No sería la primera paliza, sino la última. Si es que no sale de la cárcel por argucias legales y se vuelven a liar otra vez. Se la encontraron en la calle días antes, apalizada, pero nadie denunció, ni se fue a la comisaría de policía, ni se metió en la vida de nadie porque ellos siguieron juntos y el niño era una monería.
Ha muerto un crío porque la policía no llegó a tiempo, porque esperó en la puerta hasta que el supuesto les franqueó la entada, ya su crío muerto dentro. Después se horrorizaron y se les quebró el día y pensaron que “ojalá hubieran tirado la puerta a porrazos”, pero ya era demasiado tarde. Luego se perdonaron diciendo que “cuando llamaron los vecinos seguro que ya estaría muerto, que era el protocolo que había que cambiarlo y que no podían entrar en una casa sin orden judicial”. También hubo quien dijo que “quién lo hubiera pensado”. Ha muerto un crío porque su madre no le protegió de alguien que le cercenó la vida, porque no dijo que le pegaba hasta quitarle la respiración. Porque siguió junto a él muerta de miedo o enamorada perdida, a saber en una sarta de sentimientos encontrados en los cuales la huida es un regreso y el regreso muerte segura.
Ha muerto un crío porque entre todos los matamos y él solito se murió con sus pocos meses, con su llanto inconsciente que le privó de la vida porque los bebés son molestos mientras apalizamos a una cosa que nos joroba la existencia y de la que no queremos prescindir porque somos maltratadores al uso, delincuentes sin ser fichados a los que todo el mundo desprecia cuando se nos ha puesto la etiqueta de lo que hemos sido por décadas frente a todos , paseándonos por el pueblo con desparpajo.
Ha muerto un crío porque nos ha dado la gana, porque en los periódicos se contabilizará como otro caso más, como otro niños más de los muchos que han visto su vida truncada porque sus progenitores, los novios de sus madres o las parejas eventuales los mataron a ellos para joderles la vida a ellas, tan desgraciadas que no supieron coger la maleta y picárselas por patas. Se llamaba Emmanuel y no tenía ni todos los dientes completos en su pequeña boquita. Ahora distorsionada por la muerte. Sara -su madre- ya no podrá olvidar ni sus llantos, ni su arrojo que le salvaron la vida, porque de la paliza salió pero pudo quedarse allí en medio de un charco de sangre , como tantas otras que dan su libertad de vivir a cambio de no ver un día más.
Ha muerto un crío tan pequeño que da rabia, porque hay todavía quien dice que por qué se habla tanto de las mujeres, que por qué se habla tanto de la violencia de género y que por qué somos tan pesadas. Ahora habrá concentraciones y repulsas y todo el mundo dirá que “quién se lo iba a pensar”. Arcos volverá a su concha en mitad de la sierra, a su normalidad de calles blancas y gente buena.
Hasta la próxima o el próximo crío que aparezca muerto porque los vecinos no llamen a tiempo, porque la madre no denuncie, porque la policía espere, porque no se dicte una orden de alejamiento, porque los que escribimos nos cansemos, porque los que se concentren no protesten y porque todos miremos para otra parte. Hoy es un día de entierro de un pequeño cuerpo, infinitesimalmente pequeño. Y sin embargo parte el alma, que alguien tan frágil llorara tan fuerte que le tuvieron que romper el llanto para que no causara estruendo, para que su padre pudiera seguir pegando, para que los vecinos no llamaran, para que la policía no viniera, para que la prensa no escribiera y los ciudadanos no se concentraran pidiendo que esto no vuelva a ocurrir , que los hijos no son moneda de cambio para hacerle daño a su madre, ni su madre un tambor en que afinar los puños de hierro.