Los ceutíes tenemos la suerte de vivir en un lugar dotado de unas inmejorables condiciones naturales para la vida. La península ceutí se asoma al Estrecho de Gibraltar, que constituye una singular confluencia de tierra, mar y aire. Aquí coexisten ecosistemas marinos, terrestres y un casi incesante paso de aves en sus periódicas migraciones estacionales. Tal coexistencia de animales relacionados con hábitats diversos confiere a estos espacios un fuerte potencial evolutivo. En el campo de la biología, estas zonas de transición entre dos comunidades distintas reciben el nombre de ecotonos. Además de indudable importancia ecológica, los ecotonos, como el Estrecho de Gibraltar, despiertan la atracción que todos sentimos por las zonas fronterizas y que se traducen en multitud de mitos y leyendas.
Tal y como subraya el escritor estadounidense Barry López en su magnífica obra “Sueños Árticos” (Capitán Swing, 2017), “algunas regiones del mundo, sobre todo los estrechos marinos, canalizan los movimientos migratorios de los animales. Así sucede en el Bósforo y en Gibraltar, por ejemplo, atravesados en dirección norte y sur por las aves terrestres y hacia el este y el oeste por las criaturas marinas, como si fuesen el cuello de un reloj de arena”. Ahora mismo, mientras redacto este artículo, el cielo de Ceuta está colmado de miles de abejeros, milanos, buitres y otros tipos de rapaces. El espectáculo resulta fascinante. Las aves tienen la capacidad de comunicar serenidad a los humanos y apaciguarlos, además de desvelarnos algunos de los más antiguos misterios, como la extensión del espacio, el concepto del tiempo o la luz. La contemplación de las aves nos acerca al sentido de la trascendencia. En definitiva, “las aves penetran con extraña intensidad en nuestros pensamientos y en nuestro corazón” (Barry López).
Si las aves tienen la virtud de serenar nuestras mentes y abrirnos las puertas a la trascendencia, el desplazamiento de los cetáceos y las tortugas marinas han sido la base para que algunos pueblos hayan desarrollado su sentido de la simetría, el ritmo, la armonía del universo y la permanente renovación de la vida. La abundancia y diversidad de formas de vida en la zona del Estrecho es muy probable que estén detrás de la constante mitológica de ubicar en este lugar un jardín paradisiaco, como el de las Hespérides; plantas capaces de otorgar la eterna juventud, como la de Gilgamesh; o una fuente cuyas aguas hacían inmortal a quienes bebiesen de ella, como la de al-Khidr. Debía ser un espectáculo extraordinario pasear por los frondosos bosques poblados de fieras que cubrían Ceuta, según Estrabón. Este mismo autor, junto a otros cronistas de la antigüedad, como Plinio o Opiano, se refieren a la pesca de grandes cetáceos o a sus varamientos en las costas del Mediterráneo, incluyendo el Estrecho de Gibraltar. Por su parte, Homero al describir el entorno de la isla de Ogigia, identificada por algunos autores con la isla del Perejil, alude a “aves de luengas alas; búhos, gavilanes y cornejas marinas, que se ocupan de cosas del mar”. Toda esta exuberante naturaleza hacía que, al llegar a este lugar, “hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón” (Odisea, Canto V).
Si bien durante una parte importante de nuestra historia como especie sobre la tierra nos dedicamos a la recolección, la caza y tiempo después a la agricultura, la ganadería y la pesca, hubo una civilización, la grecorromana, que empezó a ver el territorio como una fuente inagotable de obtención de ganancia monetaria. Según el brillante historiador Karl Polanyi, los cinco siglos comprendidos entre la conquista de Asia por Alejandro Magno (332 a.C.) y el florecimiento del Imperio Romano que concluye en el siglo II d.C. “son el periodo de esplendor del antiguo “capitalismo””. En la historia de Roma abundan los ejemplos de negocios especulativos que reportaron grandes beneficios a las sociedades o particulares que invirtieron en negocios de alta rentabilidad económica, como las salazones y salsas de pescado en las costas del Estrecho de Gibraltar. Si se analiza esta actividad industrial desde el prisma de la historia ambiental, los romanos explotaron los abundantes recursos marinos del Estrecho del Gibraltar al máximo de sus posibilidades técnicas y sin ningún tipo de preocupación por las consecuencias medioambientales de su masiva actividad pesquera y salazonera. Ya sabemos que la conciencia ambiental es un fenómeno relativamente reciente que se inició a mediados del siglo XIX y cobra fuerza a partir de principios de los años setenta del pasado siglo veinte. En cualquier caso, el elevado número y el gran tamaño de algunas de las caetarias romanas que jalonaron el litoral del Estrecho del Gibraltar permiten hacernos una idea aproximada del volumen de capturas de túnidos y otras especies piscícolas que alimentaron una industria salazonera pujante y de enorme rentabilidad, así como de los problemas de sustentabilidad a los que debió enfrentarse este sector.
En términos generales, según M. González de Molina y V.M. Toledo (“Metabolismo, naturaleza e historia. Hacia una teoría de las transformaciones socioecológicas”), “los daños ambientales provocados durante la era del Imperio Romano fueron importantes”. D. Hughes, por su parte, en su estudio sobre los impactos ambientales de la economía romana entre Augusto y Diocleciano afirma que debido a las actividades extractivas de los romanos “el paisaje se deterioró…la deforestación en las montañas dejó las pendientes vulnerables a las lluvias torrenciales del invierno, como ocurrió con la destrucción por el fuego y el sobrepastoreo de los animales domésticos. La erosión se llevó los suelos fértiles, de tal manera que los árboles no pudieron crecer de nuevo en las áreas que antes habían estado poblada de árboles”. Siguiendo los datos recopilados por D. Hughes, los autores citados al comienzo de este párrafo concluyen que “el agotamiento de los recursos naturales y los métodos despilfarradores de explotación fueron las causas subyacentes en la crisis del siglo tercero, que se manifestó en forma de escasez e inflación”.
No hace mucho me regalaron un libro que ahonda en la relación entre el deterioro ambiental provocado por el Imperio Romano y su declive. Se trata de la obra del Prof. Kyle Harper titulada “El fatal destino del Roma. Cambio climático y enfermedad en el fin de un imperio” (Crítica, 2019). La traducción de esta obra al español coincidió con el inicio de la pandemia de la COVID-19 y vino a recordarnos que “en una conspiración involuntaria con la naturaleza, los romanos crearon una ecología de enfermedades que desencadenó el poder latente de la evolución de los patógenos. Pronto, los romanos se vieron engullidos por la fuerza abrumadora de lo que hoy denominaríamos enfermedades infecciosas emergentes. El fin del imperio romano, por tanto, es una historia en la que la humanidad y el medioambiente son indisociables. O, mejor dicho, es un capítulo en la historia de nuestra relación con el medio ambiente que todavía se halla en fase de desarrollo”.
El capitalismo antiguo que desarrolló el Imperio Romano estuvo a punto de convertirse en el moderno capitalista industrial, según Rostovtzeff, pero la caída del imperio llevó a la economía al desastre. La reactivación del modelo capitalista no se produjo hasta el siglo XIV, en opinión de L.Mumford. Otros autores, como Max Weber la retrasan al siglo XVI y la vinculan al protestantismo. Tal y como ocurrió en determinados sectores de la economía del Imperio Romano, los objetivos, las necesidades y los límites humanos ya no ejercieron una influencia restrictiva sobre la industria. La gente trabajó, no para mantener la vida, sino para aumentar el dinero y el poder y así proporcionar al ego la satisfacción del reconocimiento de superioridad económica sobre los demás. El supremo éxito del capitalismo fue convertir en virtudes centrales al orgullo y al lujo. En sentido contrario, la producción medieval estuvo ordenada por la seguridad, la regularidad y la equidad: la justicia social era más importante que el provecho privado. El hombre y la mujer medieval participaban en el plano de existencia orgánica y en el plano de la participación simbólica. Los bosques, las montañas, los ríos, los mares estaban habitados por ninfas, hidríades y hamadríades. Todo lo que veían tenía un significado más allá de lo aparente. Este tipo de visión mágica y mítica aún permanece en algunos puntos de la tierra y son cada día más las personas que están recuperando la vista para volver a reconocer en lugares como el Estrecho de Gibraltar el paraíso natural que contemplaron figuras míticas como Gilgamesh, Odiseo, Heracles, Moisés, al Khidr o Alejandro Magno. Esta renovada manera de ver no está reñida con la ciencia y el pensamiento racional. Lo que nuestro tiempo reclama para salvar al planeta es la emergencia de una estructura de consciencia integral que aúne los que a la plena condición humana aportan la magia, el mito y la imaginación. Esta última es imprescindible para recrear, ayudados por la investigación científica, lo que fue este lugar y lo que puede volver a ser si trabajamos de manera decidida y perseverante en su restauración y revitalización.