Cuando esa niña -que vivió asomada a su ventana viendo pasar el covid-sea abuela centenaria, querrá contar lo que sufrió y cómo cambiaron las cosas. Porque han cambiado. Ahora los médicos de Atención primaria no quieren volver a lo de antes porque las largas colas, la aglomeración de pacientes y el pasarse más de media hora con cada uno les quitaba la vida. Ahora es mucho más aséptico con llamadas cortas, veredictos rápidos y a otra cosa. No me gustaba esperar sino que lo aborrecía, pero como voy al médico por obligación secular cuando me acerco es por causa meridianamente grave. Siempre me asombré de que en mi ambulatorio la gente se dispensara por pasillos incrustados de cárnicas proporciones con amabilidad de los cincuenta al entrar pidiendo permiso y vez, a pesar de esperar mucho rato. Durante el covid he conocido cinco facultativos, todos mujeres curiosamente, todas pasajeras, hasta que llegó la definitiva que ya perdurará en su plaza. En este tiempo de intranquilidades -porque el titular cayó enfermo y no se sabía si volvería –conocí a mucha gente sobre todo porque ya los años se me componen en rompecabezas y debo ir al médico quiera o no quiera. No todos son iguales, ni todas… las he tenido amables, dedicadas, e imaginativas. Con sus respectivos credos por montera, con sus respectivas obligaciones solapadas con el trabajo. Es como todo. Cuando el covid comenzó a darnos la cara, mi madre quedó enclaustrada en el geriátrico que la sustenta. Es como esas escaleras de caracol que se inician en sí misma, porque la criatura ya llevaba secuestrada por el Alzheimer muchos años en los que los allegados lo disipamos con esa ignorancia benigna que se gasta cuando quieres a alguien. Luego, cuando la cosa se hizo evidente, hubo que tomar decisiones que no gustaban, encontrando el laberinto que menos queríamos pero que más podía protegerla y cuidarla a ella. Con todo, ese es un lugar de ostracismo y silencio donde la humanidad reina por pasillos, pero no tiene nombres ni apellidos. Por eso, nos esforzamos en acompañarla, en visitarla, en saber de ella. Pero el covid nos arrebató también eso. La plegó en sí misma más que nunca, desvaneciéndola por segundos para convertirla en alguien que veíamos cada vez más ausente y esquiva. El Alzheimer es así y también el covid.
Solo una cláusula vital nos mantiene apegados a esto que no es más que Netflix de entretenimiento de dioses paganos aferrados a sus rutina de vividores incansables
Del geriátrico de mi madre, los otros residentes -y sus familias- a los que nos conocíamos de cruzarnos por pasillos, darnos ánimos y convidarnos a sonrisas, casi todos han sobrevivido menos los que la edad, las enfermedades o la tristeza han llevado no sé si a un lugar mejor, pero al menos donde no sufrirán por las lacras que la vida te regala cuando ya se ha hastiado de ti. Es tamaña componenda la que achacamos al covid que aun ya vencido y replegado nos restriega los preceptos y los salmos que inventamos en su exaltación como las no visitas a los geriátricos o la asistencia telefónica en atención primaria. También persistirán las mascarillas que todo hay que decirlo hicieron que la gripe no me puñeteara como todos los años o que mis resfriados y faringitis fueran santo y seña de épocas pasadas. También ese bozal protector hizo que muchos blasfemáramos lo más grande o que cantáramos o que criticáramos sin ser vistos, lo que es dato importantísimo para nuestra salud mental porque como estamos rodeados de falsos siempre es bueno darse un brindis al sol para curar metralla.
Siempre me asombré de que en mi ambulatorio la gente se dispensara por pasillos incrustados de cárnicas proporciones con amabilidad de los cincuenta al entrar pidiendo permiso y vez
Cuando esa niña cuente todo esto nadie la creerá, porque a los ancianos no los veneramos como santos de peana sino como gitanillas de televisor sobre pañete blanco de ganchillo.
Todos seremos abuelos, porque todos nacemos muertos. Solo una clausula vital nos mantiene apegados a esto que no es más que Netflix de entretenimiento de dioses paganos aferrados a sus rutina de vividores incansables. La diferencia está en cómo lo haremos, en cómo pelearemos, en cómo meceremos las manos para conformar el vuelo de una paloma.
Porque nacimos siendo carne pero terminamos siendo suelo firme donde otros aposentarán sus pies y sus manos para escribir quizás la palabra libertad junto a las letras entrelazadas de su nombre.