El 5 de febrero de 1989, Chris Gueffroy, de 20 año, moría tiroteado por la policía de la RDA, que custodiaba con mano de hierro el Muro de Berlín, símbolo de la división europea. Su delito: intentar cruzarlo. Han pasado más de 30 años y no parece que hayamos aprendido la lección sobre las consecuencias que implica la existencia de muros; no solo a nivel material, sino también en aspectos que tienen que ver con el cumplimiento de la Legislación Internacional y los Derechos Humanos, y el impacto sobre la conciencia colectiva de quienes viven en sus diferentes lados.
Estos territorios se caracterizan por estar en el límite, en los extremos, y estas circunstancias generan un espacio especial denominado “no lugares”. En este cosmos se dan circunstancias culturales que implican el cruce de tiempos, historias, lenguas, mercancías; e incluso se pone en cuarentena la cultura hegemónica por una propia de frontera que tiene otras reglas y normas, donde se permiten otros elementos y actividades inapropiados fuera de esos “no lugares”; un ejemplo claro, el contrabando.
El peligro de estos “no lugares” es que corren el riesgo de quedar al margen del Derecho y de la Justicia, y esta coyuntura da pie a que ciertas actuaciones puedan quedar impunes y sin respuestas claras sobre lo sucedido. Todavía hoy, nadie sabe cuántas personas fueron masacradas en el Muro de Berlín. Estos espacios son víctimas de la desinformación, siendo este un instrumento recurrente que imposibilita saber a ciencia cierta qué está ocurriendo en estos “no lugares”, los cuales, de manera paradójica, están sometidos a un férreo control que al mismo tiempo genera descontrol y ausencia de normas claras y universales.
En los “no lugares” las decisiones respecto a términos tan complejos como Libertad y Justicia se mueven por caminos resbaladizos, siendo estos elementos puestos en pausa según los intereses de quiénes tienen el poder y la legitimidad de impartir veredictos instantáneos.
Todo esto ocurría en el Muro de Berlín, símbolo de la barbarie y de la ausencia del derecho a la Justicia, donde la unanimidad internacional fue clave para su desaparición y posterior transición hacia un entorno de legitimidad democrática.
25 años más tarde de la última víctima del Muro en Berlín, y no queriendo el azar que coincidieran dichos hechos por la diferencia de un día, el 6 de febrero de 2014, 15 personas murieron ahogadas en la frontera del Tarajal.
Una de las diferencias notable entre ambos hechos es que de la víctima alemana conocemos su nombre y su edad; incluso si uno rebusca en internet puede acceder a una foto y recrear los sentimientos y vivencias de ese joven de 20 años que buscaba cambiar su mundo. De las víctimas del Tarajal poco se sabe.
Este suceso y las posteriores circunstancias que se dieron respecto al hecho en sí, demuestran un claro ejemplo de lo que significan los “no lugares”. Incluso el ministro del interior del momento, Jorge Fernández Díaz, en declaraciones de febrero de 2014, hacía una clara alusión a lo que implica la aplicación de la ley en los “no lugares”; precisamente se refería a la posibilidad, por circunstancias especiales, de poder saltarse la ley en estos territorios, convirtiéndose no solo en un “no lugar”, sino también en “no derecho”. Lo cual crea una situación un tanto paradójica, porque si no se aplica el derecho tal y como se hace en el resto del territorio, ¿acaso se está poniendo en cuestión que este territorio no es parte integrante del todo?
Después de la última decisión judicial en la que los imputados quedan absueltos, la esperanza en conocer la verdad se convierte en remota. Desde una perspectiva del derecho positivo será complicado remediar este asunto.
Sin embargo, desde la justicia restaurativa sí se podría reparar de alguna manera el daño causado. No solo reconociendo lo trágico de lo sucedido desde las altas instituciones, sino también alentando acciones o movimientos para aliviar, en la medida de lo posible, parte del dolor y la incertidumbre de las familias.
Me sorprende que un hecho tan lamentable y trágico como este no tenga un recuerdo político-institucional, lo cual serviría como forma de reparación, y que en algún lugar visible se levantara un recordatorio de lo que nunca más debe ocurrir. Tener estos gestos no implican necesariamente tomar parte en contra de una institución concreta, simplemente se trata de reconocer lo ocurrido y participar de manera activa en el fortalecimiento de unos valores que hemos aceptado como sociedad democrática y de derecho que somos; que no se nos olvide. Luchar por el cumplimiento de los Derechos Humanos nos beneficia a toda la sociedad, no solo a quienes intentan cruzar los muros.
Esa franja que los vio morir se convierte cada 6 de febrero en espacio de intersección de pensamientos y acciones. Ahora Tarajal tiene otras connotaciones que rompe con la dinámica de los “no lugares”; ahora Tarajal no es una palabra que refiere solo a la Frontera Sur, Tarajal se ha convertido en un altavoz de la lucha por la Igualdad, la Justicia y la Dignidad.
Tarajal representa el nombre de los que sin notoriedad y rostro son víctimas del olvido y la pasividad, y que sin querer se convierten en símbolo contra la crueldad, discriminación e hipocresía occidental.
Enhorabuena por el artículo, ideas muy claras y rotundas. Es necesario trabajar más por la aplicación de los Derechos Humanos en todo lugar, también y muy especialmente, en contextos fronterizos, como es el caso de Ceuta. Totalmente a favor de que, institucionalmente, se conmemore el trágico acontecimiento de 6 de febrero. Los fallecidos tienen derecho a permanecer en la memoria colectiva de la ciudad.
Muchas gracias por tu lectura y por demostrar que hay sensibilidad ante sucesos tan trágicos como los ocurridos en Ceuta.
Un ordial saludo,
Rafa