En estos días, aún tan críticos por causa de la pandemia y del estado de alarma en que vivimos, provocados ambos por el Covid-19, el debate público se ha desviado en parte de aquel para centrarse en otro asunto, de mayor trascendencia incluso, que va más allá de cuanto dure la actual crisis sanitaria, económica y social. Me refiero a la nueva reforma -otra más- que en materia educativa pretende nuestro actual Gobierno: la comúnmente conocida como “Ley Celaá” (de momento, Proyecto de Ley Orgánica), así titulada por corresponder su “autoría” a la actual Ministra de Educación, que tal apellido tiene (como también ha sido muy usual apellidar otras anteriores Leyes educativas según a quién correspondiera en aquel momento el Ministerio que la apadrinara).
En mi condición profesional, y académica, no me corresponde valorar la oportunidad, ni siquiera el posible oportunismo, de tal propuesta de reforma legal educativa en su integridad. Ni soy Doctor en Pedagogía, ni tampoco lo soy en Ciencias Políticas; ni siquiera periodista; ni pretendo serlo. Mucho menos como simple ciudadano, cuya opinión no importa fuera de mi ámbito privado. Solo en mi condición de Doctor en Derecho quiero abordar un tema particular de tal propuesta, relativo al trato que en ella se pretende dispensar a las personas con discapacidad. Ciertamente, un tema muy delicado. No en vano, ha sido uno de los varios detonantes para que buena parte de la ciudadanía se haya manifestado de muy diversas maneras en contra de aquella propuesta de reforma, casi toda ella bajo el lema “Más plurales, más libres y más iguales”, entre otras razones, ante el peligro de la desaparición de los numerosos Centros educativos que hoy existen en España para la formación y educación de tales personas.
Sin duda, tampoco me corresponde entrar en si ha habido en todo ello manipulación o simple desinformación, interesada o desinteresada, quién sabe, achacable a cualquier frente político o social (inclúyanse entre ellos, todos: desde la Oposición hasta el propio Gobierno, desde los Centros educativos privados, concertados o públicos, hasta los laicos o religiosos, …). Por fortuna, no soy juez, con tan alta y encomiable responsabilidad, sino simple profesor de Derecho, y en tal condición, se me antoja que, como sucede en tantas otras ocasiones con los debates públicos, ha habido elogios y -muchas más- objeciones a una propuesta de reforma legislativa, cuyo contenido, sencillamente, parece ser realmente ignorado (lo que no extraña, ante la extensión de la propuesta, con más de 50 páginas, y el poco tiempo que siempre tenemos para informarnos de tantas cosas…), resultando por ello que el debate habido sobre el tema, legítimo sin duda, se ha centrado en la “Ley Celaá”, como si esta fuera la causante del quid, cuando solo es consecuencia obligada de otro hecho, que es la auténtica causa y razón del asunto que nos ocupa. Me explico:
Quien, al menos, eche una ojeada a la propuesta de reforma educativa (con el simple “busca”, como suele hacerse por culpa de la premura, siempre presente en nuestro quehacer cotidiano, en http://www.congreso.es/public_oficiales/L14/CONG/BOCG/A/BOCG-14-A-7-1.PDF#page=1), podrá comprobar que en la mayor de las veces se pretende la reforma de diversas normas y disposiciones a fin de evitar la discriminación de las personas con discapacidad por razón de su sola discapacidad, así como en general, para estas y otras personas, por otras razones (siendo, en efecto, muchas las ocasiones en que el Proyecto de Ley Orgánica de reforma de la educación prohíbe “que exista discriminación alguna por razón de nacimiento, sexo, origen racial o étnico, discapacidad, edad, enfermedad, religión o creencias, orientación sexual o identidad de género o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, según dice literalmente, como digo, en reiteradas ocasiones). Obsérvese, por cierto, que también se prohíbe cualquier discriminación por razón de sexo, lo que, personalmente, considero debe alcanzar a cualquier Centro educativo, sea público, concertado o -también- privado.
El meollo, sin embargo, de la cuestión que aquí y ahora nos ocupa, la norma clave que ha desencadenado el debate público en estos días acerca de las personas con discapacidad se encuentra en la Disposición Adicional cuarta, que, bajo el título “Evolución de la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales”, dispone: “Las Administraciones educativas velarán para que las decisiones de escolarización garanticen la respuesta más adecuada a las necesidades específicas de cada alumno o alumna, ... El Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad. Las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios”.
"Como se ve, desde su simple lectura, ni hay intención de que los Centros educativos especiales para las personas con discapacidad desaparezcan, ni mucho menos de la noche a la mañana, como muchos creen, ni siquiera en ese período adaptativo de transición de diez años, previsto para su conversión en Centros de formación y de apoyo a tales personas con discapacidad que, recta y principalmente, habrán de formarse y educarse en los Centros educativos ordinarios, junto con las demás personas (sin discapacidad), aunque con apoyo de profesores especializados (provenientes, precisamente, de aquellos otros Centros también especializados)"
Como se ve, desde su simple lectura, ni hay intención de que los Centros educativos especiales para las personas con discapacidad desaparezcan, ni mucho menos de la noche a la mañana, como muchos creen, ni siquiera en ese período adaptativo de transición de diez años, previsto para su conversión en Centros de formación y de apoyo a tales personas con discapacidad que, recta y principalmente, habrán de formarse y educarse en los Centros educativos ordinarios, junto con las demás personas (sin discapacidad), aunque con apoyo de profesores especializados (provenientes, precisamente, de aquellos otros Centros también especializados).
Pero, como se observa también de aquella lectura, el mérito -o el demérito- de tal pretendida reforma no corresponde al Gobierno, ni a su Ministra de Educación, sino a la mismísima Convención de las Naciones Unidas, celebrada en Nueva York, allá en diciembre de 2006, sobre los derechos de las personas con discapacidad, y ratificada por España en 2007 (y publicada en el BOE de 21 abril 2008, y que puede leerse en el siguiente enlace: https://www.boe.es/boe/dias/2008/04/21/pdfs/A20648-20659.pdf). Cotejadas las fechas, y trascurridos, por tanto, más de diez años desde su ratificación por España, sin duda, no es el momento ahora en que hacer tal reforma educativa, así como tantas otras, que también ahora se están tramitando, en muy variadas cuestiones (y que afectan al mismísimo Código Civil, a la Ley de Enjuiciamiento Civil, a la Ley del Notariado, a la de Jurisdicción Voluntaria, …, que también puede leerse en http://www.congreso.es/public_oficiales/L14/CONG/BOCG/A/BOCG-14-A-27-1.PDF#page=1 ). El momento oportuno fue hace mucho tiempo ya; aunque, como suele decirse, más vale tarde que nunca…
En aquella Convención de la ONU se vino a imponer la plena igualación en capacidad -entendida ésta en sentido amplio- de todas las personas con discapacidad, cualquiera que ésta fuese (mental, intelectual, sensorial o física), con el resto de las personas, fundando tal equiparación, prohibitiva de cualquier discriminación, en la propia dignidad y en el desarrollo libre, pleno e igual de la personalidad de tales personas como expresión de su autonomía. Todo ello era reiteradamente dicho, hasta el hartazgo incluso, en aquella Convención, desde su mismo Preámbulo, donde comenzaba “Reafirmando la universalidad, indivisibilidad, interdependencia e interrelación de todos los derechos humanos y libertades fundamentales, así como la necesidad de garantizar que las personas con discapacidad los ejerzan plenamente y sin discriminación, … la eliminación de las formas de discriminación…”, “Reconociendo también que la discriminación contra cualquier persona por razón de su discapacidad constituye una vulneración de la dignidad y el valor inherentes del ser humano, …”, “Observando con preocupación que, pese a estos diversos instrumentos y actividades, las personas con discapacidad siguen encontrando barreras para participar en igualdad de condiciones con las demás en la vida social y que se siguen vulnerando sus derechos humanos en todas las partes del mundo”, “Reconociendo el valor de las contribuciones que realizan y pueden realizar las personas con discapacidad al bienestar general y a la diversidad de sus comunidades, y que la promoción del pleno goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales por las personas con discapacidad y de su plena participación…”, y “Reconociendo la importancia que para las personas con discapacidad reviste su autonomía e independencia individual, incluida la libertad de tomar sus propias decisiones, …”. Ya en su articulado fijaba como uno de sus principios, en su art. 3, “El respeto de la dignidad inherente, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas” y el de “la no discriminación” (letras a y b, respectivamente); entre las obligaciones generales de los Estados la de “asegurar y promover el pleno ejercicio de todos los derechos… sin discriminación alguna por motivos de discapacidad” (art. 4.1); bajo la rúbrica de “igualdad y no discriminación”, se decía (en su art. 5.1): “Los Estados Partes reconocen que todas las personas son iguales ante la ley y en virtud de ella y que tienen derecho a igual protección legal y a beneficiarse de la ley en igual medida sin discriminación alguna”, añadiendo (en su ap. 4): “No se considerarán discriminatorias, en virtud de la presente Convención, las medidas específicas que sean necesarias para acelerar o lograr la igualdad de hecho de las personas con discapacidad.”.
Quedaban, así, proscritas cualesquiera formas discriminatorias, establecidas por la sola razón de la discapacidad, entre ellas también en todo aquello que afectase a la educación de tales personas. Así lo proclamaría en su art. 24 (al que alude la “Ley Celaá” en su Disposición adicional cuarta arriba transcrita), donde la Convención dice (íntegramente, permítasenos su transcripción tan reveladora en el asunto que nos ocupa):
“1. Los Estados Partes reconocen el derecho de las personas con discapacidad a la educación. Con miras a hacer efectivo este derecho sin discriminación y sobre la base de la igualdad de oportunidades, los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles, así como la enseñanza a lo largo de la vida, con miras a: a) Desarrollar plenamente el potencial humano y el sentido de la dignidad y la autoestima y reforzar el respeto por los derechos humanos, las libertades fundamentales y la diversidad humana; b) Desarrollar al máximo la personalidad, los talentos y la creatividad de las personas con discapacidad, así como sus aptitudes mentales y físicas; c) Hacer posible que las personas con discapacidad participen de manera efectiva en una sociedad libre. 2. Al hacer efectivo este derecho, los Estados Partes asegurarán que: a) Las personas con discapacidad no queden excluidas del sistema general de educación por motivos de discapacidad, y que los niños y las niñas con discapacidad no queden excluidos de la enseñanza primaria gratuita y obligatoria ni de la enseñanza secundaria por motivos de discapacidad; b) Las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás, en la comunidad en que vivan; c) Se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales; d) Se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva; e) Se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión. 3. Los Estados Partes brindarán a las personas con discapacidad la posibilidad de aprender habilidades para la vida y desarrollo social, a fin de propiciar su participación plena y en igualdad de condiciones en la educación y como miembros de la comunidad. A este fin, los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes, entre ellas: a) Facilitar el aprendizaje del Braille, la escritura alternativa, otros modos, medios y formatos de comunicación aumentativos o alternativos y habilidades de orientación y de movilidad, así como la tutoría y el apoyo entre pares; b) Facilitar el aprendizaje de la Iengua de señas y la promoción de la identidad lingüística de las personas sordas; c) Asegurar que la educación de las personas, y en particular los niños y las niñas ciegos, sordos o sordociegos se imparta en los lenguajes y los modos y medios de comunicación más apropiados para cada persona y en entornos que permitan alcanzar su máximo desarrollo académico y social. 4. A fin de contribuir a hacer efectivo este derecho, los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para emplear a maestros, incluidos maestros con discapacidad, que estén cualificados en lengua de señas o Braille y para formar a profesionales y personal que trabajen en todos los niveles educativos. Esa formación incluirá la toma de conciencia sobre la discapacidad y el uso de modos, medios y formatos de comunicación aumentativos y alternativos apropiados, y de técnicas y materiales educativos para apoyar a las personas con discapacidad. 5. Los Estados Partes asegurarán que las personas con discapacidad tengan acceso general a la educación superior, la formación profesional, la educación para adultos y el aprendizaje durante toda la vida sin discriminación y en igualdad de condiciones con las demás. A tal fin, los Estados Partes asegurarán que se realicen ajustes razonables para las personas con discapacidad.”.
A su vista, la razón de la reforma propuesta por el Gobierno español, por tanto, es la inclusión de las personas con discapacidad en el sistema de educación común (desde sus inicios hasta la mismísima formación universitaria) -que en cuanto común así lo será, verdaderamente- para todas las personas, con o sin discapacidad; y, en mi opinión, no solo en el sentido unilateral, o unidireccional si se quiere, que tanto la Convención como el proyecto de reforma español prevén, dirigido -tan solo- a la plena inclusión social y educativa -solo- de las personas con discapacidad, sino también de forma bidireccional, o recíproca -tal vez mejor expresado-, pues la plena integración educativa no solo alcanzará a aquella personas con discapacidad que se eduquen y convivan en los mismos Centros educativos con las personas sin discapacidad, sino de estas mismas en su educación conjunta con aquellas otras, cuyo conocimiento y convivencia con ellos, entre todos ellos, garantizará el pleno y común respeto.
Quién diría, en fin, que el lema con que hoy se critica la “Ley Celaá”, aquel de “más plurales, más libres y más iguales”, sea más bien su mejor slogan propagandístico (al menos, en mi opinión y en el tema que aquí y ahora nos ocupa).
Con todo, y aclarada la causa originaria o el germen de la cuestión, no negamos la posibilidad de un posible debate sobre tal oportuna, o inoportuna, pretendida igualación e inclusión -también- en el plano educativo, aunque tal debería centrarse en lo propuesto ya desde aquella Convención, de la que las propuestas de reformas españolas recientes no son más que su obligada consecuencia; debates que tal vez debiéramos haber realizado hace años…
Tampoco negamos que la intención de aquella Convención, y de las reformas que la pretenden hacer realidad, sean en la práctica irrealizables, como tampoco negamos que la finalidad pretendida sea la de igualar por ley, esto es, ficticiamente, lo que por naturaleza es desigual, y que tal vez por ello merece un mejor -y por ello diverso- trato. No sería, en cualquier caso, la primera vez que a través de las leyes se creen ficciones jurídicas que, incluso, sean contra naturam. Puede que ejemplos de ello hoy sean la inseminación artificial, la reproducción asistida, o, incluso, la rectificación de nombre y sexo de los transexuales, el matrimonio entre personas del mismo sexo, … Pero nada nuevo hay bajo el sol. También desde Roma ha habido ficciones jurídicas, que iban contra la propia naturaleza, o, cuando menos, pretendían imitar a la naturaleza, cuando esta se mostraba estéril, como la adopción, la tutela, …, todas ellas figuras que fingen o simulan la paternidad o la maternidad biológica, … Y todas ellas, precisamente, fundadas en la igualación de lo que por naturaleza no lo es. Loable, pues, puede resultar que también hoy, por lo que afecta a las personas con discapacidad, se pretenda igualar humana y humanitariamente lo que la naturaleza ha hecho desigual, diverso. Y que el intento sea vano, utópico, no hace más que engrandecerlo, como cada mañana engrandece al ser humano su lucha por ideales, sin duda también utópicos, como la igualdad y la libertad, aun sabiendo -o debiendo saber- que jamás los alcanzaremos en su plenitud.
*Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla es catedrático de Derecho Civil (Universidad de Sevilla)