El covid ha perjudicado hasta a los mafiosos. Ya no hay secuestros, ni homicidios como los de antaño. Es difícil delinquir con todo el mundo en casa y si quitamos los robos a tiendas cerradas y pisos vacíos, la cosa está tan demodé como el drama de la Pantoja. No crean que me burlo, ya saben que esta época para mí es mala, así que intento gluglutear como el pavo y algunos creen que río, pero en realidad temo.
Qué soberana envidia a aquellos que cierran ojos y abren bocas para que les dé el viento, aligerando espíritus que nacieron para llevar huesos y músculos y paciencia ajena. Están las fiestas ilegales llenas de ellos… los paseantes sin mascarilla, los maltratadores de perros, los que buscan cama ajena cuando los esperan en la propia y los muchos que no consideran a los desfavorecidos seres humanos exactamente iguales.
No me gustan estas fechas, no me gusta la purpurina, ni la bebida, ni las comidas encerrados con gente que lo mismo te cae extremadamente mal. No me gusta la falsedad, ni los cantos santificados, ni los manteles reglados, ni la Paz por la paz. Sí me gusta la amistad sin fechas ni compromisos, la risa de los niños y el vuelo libre de los pájaros. La territorialidad gubernativamente impuesta nos ha encerrado en nuestras raíces, en nuestras cuatro paredes, en nuestra propia mediocridad, aligerándonos el peso los balcones , las terrazas, deseando cosas tan veniales como ir al centro comercial a tomarnos una birra con quien nos dé la gana.
Los memes se han politizado, los políticos trinan en una secuencia que siempre se repite porque los grandes pensadores murieron cuando nacieron la redes sociales y esta generación tan nueva no sabe buscar en google ni el verbo amar , ni sus derivadas conjugaciones. Hay mucho por descubrir y no todo está ahí fuera, pero nos agobiamos con el encierro impuesto, con las limitaciones, nunca con nuestros propios errores , ni con lo poco que hacemos para cambiarlos.
No hay mejor homicida que este virus que salva lo peor de nosotros mismos… el oscurantismo, el miedo y la Soledad; Que nos deja ver nuestras entrañas a través de plásticos transparentes donde se masacran a sanitarios hastiados y mal pagados, a educadores pendientes del hilo de la saturación y hartazgo y a todos los demás que nos balanceamos en la cuerda floja pensando cuándo vamos a caer en el vacío de no saber qué tan jodido lo tenemos en la ruleta rusa del covid.
Todo nos lo ha robado como un tsumani oriental de proporciones gozzilicas que ha venido para quedarse y hacer ricos a los fabricantes de vacunas que perfeccionarán las que ahora nos pongamos los conejillos de indias que tenemos miedo bestial a morirnos como canarios en mina de carbón. No somos los mejores, ni los más ancianos. No somos elegidos para nada, más que para hincar pico y pala y rechistar pero flojito, sin que moleste a nadie. Somos portadores de la rutina, sin el genio de Maradona, ni su meteórica existencia. Nadie peleará por nosotros para acarrear nuestro féretro, ni nos llorará sin habernos abrazado jamás. Nada volverá a ser igual. Solo que aún no nos hemos dado cuenta. De que somos canarios en una jaula trabajando en una mina de carbón.
Ya no hay secuestros, ni homicidios en la proporciones de antes. Ya los posibles secuestrados ahuecan el ala en sus áticos de vistas maravillosas, mientras los homicidiables pasan de los asesinos en potencia porque no hay mayor dictador, ni asesino, ni secuestrador que el puñetero covid que discrimina por genética, edad y cronicidades; que nos aísla en nuestra propia casa temiéndonos unos a otros como si fuéramos apestados. Hemos retrocedido a la Edad Media en cero-coma en plena era digital, inmersos en la globalización y la información que no frena olas, ni contagios.